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Buscando la luz creciente

Estamos en la antesala de la Navidad, una fiesta que en la cultura occidental dominada por el cristianismo desde el siglo IV tiene como detonante el mito del nacimiento de un niño que lo cambiará todo. Y en realidad lo ha cambiado, porque Occidente tomó nuevo rumbo desde que en el año 313 el emperador Constantino el Grande proclamó en el Edicto de Milán que el cristianismo sería en adelante la religión oficial del imperio romano. Antes de eso, coincidiendo con el solsticio de invierno y el día más corto y oscuro del año, se celebraban las fiestas dedicadas a Saturno, dios de la agricultura, en agradecimiento por las cosechas, y como a partir de esas fechas los días iban creciendo, habría más luz y saludaban el regreso del Sol Invictus. imagdccc999.JPGEra un tiempo dedicado a buscar la luz, y por ello la Iglesia de entonces quiso sustituir aquellas fiestas paganas arguyendo que ese Sol Invictus era Jesucristo niño, y se empezaba a invocar la luz con velas, antorchas y hogueras desde el 13 de diciembre, ligando a Santa Lucía de Siracusa (muerta a principios del siglo IV) con la nueva celebración. Como no era fácil que los romanos renunciaran al festín y la algarabía que eran anteriormente las saturnales, se les permitía la semana siguiente celebrar la llegada del nuevo año que venía con la luz creciente. Y en realidad es el comienzo del ciclo de la luz solar en el hemisferio norte, un tiempo para hacer parada y recapacitar, volver a los lugares de origen y ver a la familia al menos una vez al año. Esa necesidad de compartimentar la vida y medirla en ciclos es la base de la celebración de la Navidad, más allá de creencias religiosas, y ese niño mitológico que nace es cada uno de nosotros, renovado una y otra vez buscando la luz creciente. La Navidad representa la luz en la oscuridad del invierno, el recomenzar, y es muy anterior al cristianismo, por ese calendario de ciclos por el que se rige el ser humano desde sus orígenes más remotos sobre La Tierra. Y esta es la hora de volver a empezar.

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¿Pesa sobre España una maldición?

Lo mismo que Espronceda, Larra y la mayor parte de los autores y autoras del romanticismo español, el escritor Antonio García Gutiérrez denunció, gritó y señaló la corrupción, el caciquismo y el abuso de las clases poderosas en la España del siglo XIX. De su obra crítica (es autor de una amplia amplia obra diversa) destaco un fragmento de un soneto publicado en 1847:

«La virtud, la hidalguía, en la experiencia
de su estéril valor se han estrellado,
y mi patria infeliz es ya un mercado
en que se vende a gritos la conciencia.
No hay gloria, no hay dolor, no hay sacrificio
que por viles parásitos hambrientos
no se convierta en propio beneficio».

goyassss.JPG¿Les suena de algo? Sí, que parece escrito hace dos horas. Después, muchas voces se han levantado contra esa especie de maldición, que es como una noria, y uno de los que señalaron, dibujaron y criticaron aquella España -que por desgracia sigue siendo esta- fue nuestro paisano don Benito Pérez Galdós. La España que reflejan sus novelas llamadas contemporáneas es la actual, con terratenientes a los que se rinde pleitesía, obispos apocalípticos e iracundos contra las mujeres (mientras engordan en las meriendas de los ricos), y políticos testaferros que solo sirven al poder y al dinero. Galdós, Unamuno, Josefina de la Torre, Machado, Rosa Chacel, Miguel Hernández, Mercé Rodoreda, Blas de Otero y tantas otras voces -y pintores como Goya- los han puesto como chupa de Dómine. Y ya que uso esta expresión nacida en El Buscón, tengo que recordar que Quevedo, Cervantes, Fray Luis de Granada y la mayores plumas españolas han denunciado los mismos desmanes hipócritas, crueles y criminales. ¡Hasta el atildado Moratín ironizaba sobre la corrupta sociedad dieciochesca! Esto ha pasado en otros países, pero han avanzado y hoy son espejos en los que mirarse. Por ello me pregunto que si en cuatro siglos se repite una y otra vez la misma historia, ¿significa eso que España no tiene remedio?

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El vasallaje y la picota

imjuh7agen.JPGEstos día me he visto traladado a muchos siglos atrás, con el vasallaje que se rindió a una difunta poderosa, cuyo velatorio fue vergozosamente retransmitido durante horas por la televisión pública. Era la representación de besar la bota que te pisotea. Por otra parte, he visto cómo la gente (periodistas incluso y en directo) exigen saber cómo va a pasar en la cárcel cada minuto Isabel Pantoja, y me ha horrorizado ver que la gente se hacía fotos-souvenir con la cárcel en la que está recluida al fondo. Es la versión digital de la picota.
Aunque la picota viene de muy antiguo como soporte de la exhibición de los ejecutados para ejemplo y escarmiento de habitantes y transeúntes (los crucificados de la guerra de Espartaco), luego tomó un cariz más de burla y humillación a los reos, que eran atados, no como advertencia, sino para diversión del pueblo, que los escarnecía burlándose de ellos, espolovoreándolos con harina o escupiéndolos. El soporte físico era una columna (se conservan algunas) que estaba en las plazas de las poblaciones o a la entrada de las misma para atar a ellas a los «robagallinas» y a las mujeres «de moral distraída». Todo esto se fue suprimiendo en Europa y América a partir de las revoluciones burguesas del siglo XVIII, aunque en la América profunda y calvinista la costumbre de marcar a las mujeres adúlteras con una letra escarlata perduró hasta mucho después de la independencia. A un condenado se le administra su pena y luego es un ciudadano más, y es el Estado el que lo hace en los centro penitenciarios. Y ahí termina el castigo, sin picota ni escarnio. Lo que estamos viendo en los últimos días con Isabel Pantoja nos hace retroceder muchos siglos, y es muy alarmante que este sentimiento de humillación al reo se alimente desde medios de comunicación supuestamente del siglo XXI.