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Realidad, verdad y creencia.

 

Como hay que actualizar el lenguaje con los tiempos, aunque los tiempos sean desastrosos y el lenguaje aun peor, tengo que proclamar que el absurdo lo está petando, va on fire, y cualquier cosa que queramos apoyar en la ciencia, el conocimiento y la lógica suena antigua. Samuel Becket, Ionesco y Albert Camus, apóstoles del absurdo, hoy sería unos becarios al lado de lo que se nos presenta cada día. Nos pasamos la vida esperando a un Godot que nunca llega, llámese metroguagua, salarios dignos o previsión energética. Todo se reduce en saber qué da más beneficios, lo demás no importa, ni siquiera las leyes, que me han contado que hubo un tiempo en que eran un tope para que hubiera una cierta coherencia, y ahora prima el complejo de intérpretes, y lo que antes estaba prohibido ahora es correcto, o al revés. Insultan, falsean y destruyen vidas, pero no pasa nada, y, por el contrario, te pueden meter en la cárcel por acudir a una manifestación o por cantar una canción cuya letra molesta a alguien. Es decir, la libertad de expresión, como el código penal, depende de interpretaciones.

 

 

De lo absurdo a lo esotérico no hay más que un paso. Y estamos acostumbrados a aceptar pulpo como animal doméstico. Nos asombramos de que en tribus africanas haya poblados presididos por un tótem de madera que representa a un espíritu ancestral, mientras montamos un auto sacramental alrededor de una escultura, también de madera. Pero lo nuestro es religión y lo de otros es paganismo e idolatría. Es lo normal, y si Godot apareciera por este tiempo se caería de espaldas.

 

 

Y ya metidos en lo esotérico, de nuevo andan rondando por ahí las cuartetas de Nostradamus, que escribía en lenguaje cifrado, lo cual da lugar a que se hagan docenas de lecturas, que siempre cuadran a posteriori. Dicen algunos que todo está saliendo según él anunció, y ahora resulta que la III Guerra Mundial será entre una alianza chino-rusa-islámica (a mí no me miren, dicen que lo dice Nostradamus) contra Occidente. Ganaremos nosotros, faltaría más; lo más sorprendente es que el gran líder salvador de Occidente será el caudillo que en una cuarteta Nostradamus llama Philippicus, y le atribuye el título de rey de Gades.

 

 

Todo eso lo sacan de unas cuartetas escritas en latín hace cinco siglos, que no especifican ninguna fecha, llenas de ambigüedades, que son un filón para los intérpretes, quienes, confían en el olvido. Cuando tanto se habló de esto con el cambio de siglo y de milenio, dijeron que el líder sería un rey, y fechaban por su cuenta el año 2026, cuando podría aplicarse a cualquier otro momento histórico. Es decir, según el profeta francés, Philippicus pudiera cuadrar con Felipe VI de España, por lo que ya pueden irse olvidando los republicanos de sus sueños, al menos hasta 2026, y después, pues a ver quién destrona a un rey que acaba de ganar la III Guerra Mundial.

 

 

Nos lo creeríamos más si pensáramos que el líder será un presidente norteamericano que podría llamarse Philips, que no va a ser el caso, y sería posible incluso que para entonces hubiera una presidenta. Luego está lo de Gades (Cádiz), que no la veo yo como capital de un imperio, aunque nunca se sabe cómo pueden evolucionar las chirigotas de los carnavales. Pero se me ocurre que no podemos menospreciar que la base de Rota está al ladito, y vete a saber si Nostradamus ya sabía el nombre del jefe de la base y era un Philips venido de las praderas de Arkansas. No es que dude de que el adivino se pusiera en contacto con 2026, pero me parece más creíble que la CIA anduviera buscando a Nostradamus por el siglo XVI para llevárselo preso a Guantánamo.

 

 

Por lo tanto, yo estoy preparado, y si mañana es el fin del mundo, esta noche voy a acostarme temprano, porque para estas cosas hay que madrugar. Nostradamus era muy críptico, y los adivinos de ahora son más generalistas y así nunca fallan. Pasa lo mismo que con una pitonisa famosa en televisión que dijo que había anunciado la muerte de John-John Kennedy, porque afirmó unos meses antes que moriría un importante político. Que yo sepa, el hijo de Jackie era editor de revistas, y su dedicación a la política es tan hipotética como la Champion Ligue para la UD Las Palmas. La predicción también habría valido para otros, porque estos augurios tan abiertos son un valor seguro. Si yo digo ahora que durante el año 2025 morirá alguien importante del cine, la literatura o la política, seguro que acierto. Por otra parte, si mañana se aplaza el fin del mundo por vacaciones del personal encargado, alguien nos dirá que se interpretó mal a Nostradamus, plantearán una nueva hipótesis y nos colocarán un libro, que será un bet-seller.

 

 

Ahora yo digo que, en una cueva que descubrí en Tamadaba encontré un pergamino que habla de las soluciones que España necesita desde el punto de vista institucional, territorial, económico, cultural y humanitario. Por decir, afirmo que es un verso suelto y perdido de los famosísimos (porque lo digo yo) Códices in posterum y provienen de las Kirghiz Inscriptions del siglo I, vertidas al latín por un discípulo del filósofo romano Musonio Rufo y rescatadas, después de su pérdida medieval desde los árabes, por el traductor Roberto de Chester, que fue arcediano de la catedral de Pamplona. Doy estos datos para que se vea que toda esta gente era de orden, vamos, de derechas. Después de leer toda esa retahíla, supuestamente erudita, la gente está más dispuesta a creer lo que sea. Es como el garbanzo de los trileros.

 

 

Me saco un texto de la manga, que suene a latinajo, aunque sea del latín que se habla en el Barranco de la Mina, y lo respaldo con la interpretación del comité de eruditos convocados al efecto en un bar que hay subiendo a mano derecha del Barranquillo de Don Zoilo, donde ponen unos chocos en salsa que te mueres, y cuya conclusión científica se contiene en una frase, que no es latín, sino un hallazgo influenciado por la novela Panza de burro. La frase mencionada es “¿Paquestánconeso? Chacho, Chacho…» Y en esas estamos, deambulando entre realidad, verdad y creencia.

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De Maquiavelo a Montesquieu

 

Si hablamos de democracia moderna, tiramos inmediatamente de Montesquieu, el de la separación de poderes, independientes y a la vez encargados del control de los otros. Es la base de la Revolución Francesa, que proclama grandes cambios en la democracia burguesa, aunque hay que recordar que, casi un siglo antes, precisamente el año en que nació Montesquieu, los ingleses dieron un paso de gigante, en la llamada Revolución Inglesa, que limitó los poderes del rey e inventó el parlamentarismo moderno, que luego generó avances como el nacimiento de la prensa y que sirvió de inspiración a filósofos y jurista como el francés Montesquieu, a los textos de la Declaración de Independencia de Estados Unidos y a la Revolución Francesa, que se ha llevado todos los laureles porque remachó el clavo y se extendió por buena parte de Europa (por la otra no, como ya sabemos).

 

 

Últimamente, cuando se quiere justificar una actuación política, no se invoca a los británicos, a Thomas Jefferson o a Montesquieu, sino al florentino Nicolás de Maquiavelo, autor del libro de 1513, titulado El príncipe, en el que analiza y aconseja los comportamientos de quien dirige un estado, pero vale para cualquier cargo en el que haya que tomar decisiones, siempre que haya una cierta prevalencia sobre el resto de los mortales, que pudiera ser de alguien que es cabeza de un municipio, una comunidad autónoma y, por supuesto, el gobierno de un estado. La más conocida consigna maquiavélica es aquella que dice que el fin justifica los medios, que el propio Maquiavelo contradice cuando habla de ética o de no utilizar exclusivamente la fuerza o de hacerlo proporcionalmente, aunque la proporción la decide el propio príncipe, o dirigente en su caso. Es decir, Maquiavelo sirve para un fregado o para un barrido.

 

Con esta entradilla, se podrá pensar que descalifico la obra del florentino. Al contrario, me parece un tratado muy inteligente, pero se debiera advertir que los libros deben ser leídos en su contexto histórico y social, y en ese momento, los principados, ducados y repúblicas italianas estaban en plena efervescencia renacentista, acababan de descubrir el valor del ser humano, que hasta entonces era simplemente un siervo de un dios medieval que era quien quitaba y ponía reyes, seres elegidos por la divinidad (La Iglesia, por delegación) y por lo tanto incuestionables. A comienzos del siglo XVI seguía habiendo reyes y coronas divinizadas, pero empieza a germinar la semilla que desembocaría en las mencionadas, con La Ilustración como marco histórico, tres siglos después.

 

Una vez desestimada por Maquiavelo la intervención divina en la designación de los dirigentes de los estados, entra en funcionamiento la política, que tiene entonces un único fin, que es alcanzar y mantener el poder, porque eso de la igualdad, los intereses generales y la participación ciudadana tardaría aún 250 años. Entonces, lo que intentaba Maquiavelo era crear una guía para el liderazgo, y que fuese la valía del príncipe la que decidiera, porque ya no había un mandato celestial para que en Florencia gobernaran los Médicis o los Sforza en Milán. Había que ganárselo; esa era al menos la teoría, aunque la realidad inclinaba siempre la balanza a favor de las familias más ricas y poderosas, generalmente comerciantes y, sobre todo, banqueros.

 

Una cosa es la teoría y otra la maldita inercia de la historia, con lo que el maquiavelismo solo sirvió para repetir las sangrientas intrigas y conspiraciones que elevaron primero y destruyeron después el Imperio Romano. Vamos, que, como en la terrorífica Edad Media se había retrocedido, en el Renacimiento simplemente recuperamos las prácticas de una república romana adaptada a los tiempos. Esa y no otra es la esencia de la doctrina maquiavélica (que no es nada retorcida, por cierto), y su importancia radica en que fue un paso en la escalera para la idea de estado moderno. No olvidemos que Napoleón no se separaba de su ejemplar de El príncipe, en el que dejó anotaciones que apoyaban o desautorizaban las palabras de Maquiavelo.

 

Es obvio que seguimos sin aclararnos en cómo gobernarnos, porque en el fondo sigue funcionando el ADN maquiavélico (Montesquieu está en horas bajas), del poder como fin, no como medio para transformar la sociedad. De hecho, podríamos hablar durante horas de esas transformaciones, porque está claro que a quienes el status quo le viene bien no quieren cambiarlo, y ahí surge el conflicto. Desde la idea de que el príncipe ha se ser alguien misterioso que siempre sabe lo que hay que hacer, aunque no lo comunique, hasta la exigencia de transparencia en las democracias contemporáneas, sigue quedando ese olor a prepotencia, que hace que lo que se cuenta a la gente nunca coincide con los ingredientes de lo que realmente se cuece, y de esto tenemos muestra cada día. Los príncipes que nos gobiernan aquí cerca, en Madrid, en Bruselas y en la parodia de neutralidad de la ONU y sus ramas, dicen, hablan proclaman y nos marean con informaciones y discursos que parecen haber sido escritos por Groucho Marx y traducidos a nuestra lengua por Cantinflas. La transparencia es un mito, y en eso seguimos todavía por las teorías de Maquiavelo, aunque nos digan que ya vamos por las de Montesquieu.

 

Así que, no podemos fiarnos sino de los hechos. Y más en estos tiempos de bulos que mucha gente está dispuesta a creer, y que corren como la pólvora, y aunque luego se demuestren falsos, no hay manera de parar sus efectos. Parece de chiste que haya personas que creen que La Tierra es plana, por ejemplo, y es imposible que cambien de opinión. Las evidencias científicas de nada sirven, porque, cuando se cambia pensamiento por fanatismo, no hay remedio. Supongo que ya habrán encontrado los paralelismos obvios, por lo que solo me queda desearles alegría, sosiego y cualquier sentimiento positivo personal o colectivo. Una cosa está clara, siempre habrá algún Maquiavelo de rebajas que trate de hacernos luz de gas. Montesquieu, por desgracia, ni está ni se le espera.

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¿Todos somos cómplices?

 

 

Dijo Epicteto de Frigia que la mentira necesita siempre complicidad. Podría haber empezado con un verso de Neruda en el que se pregunta si es verdad que sobre mi país vuela un cóndor negro, o con Cicerón proclamando que el silencio corrompe la verdad tanto como la mentira, pero he recurrido a Epicteto porque declara cómplices a quienes al dejar que se extiendan las mentiras las hacen valer como certezas. En estos días estamos constatando que el poder (cualquier poder) suele parapetarse detrás de una barricada de mentiras. Es tal el cúmulo de falsedades, que al final logran que confundamos el cansancio con la aceptación. Mienten sobre la economía y sus consecuencias sobre el paro, los salarios y la tristeza de la gente; mienten sobre las grandes palabras que hablan de patrias, identidades colectivas y derechos, que siempre suelen tener un discurso de conveniencia.

 

Solo importa el poder, conseguirlo o mantenerlo; en una sociedad que se desangra, la pregunta más angustiosa del día es qué va a pasar con el Real Madrid. Usan como anestesia el fútbol, los realitys televisivos o publicidades sobre ropa, música o nuevas tecnologías. La verdad se oculta por quienes hacen humo para que no se vea que son cómplices, como quienes fueron artífices de un disparate como el sistema electoral canario y ahora se erigen en defensores de su modificación sin que se les caiga la cara de vergüenza. El olvido es otra estrategia, borrar el pasado para repetirlo; antes se ponía en duda el genocidio más calculado y terrible de la historia en los campos de exterminio nazis, y ahora es una noticia más lo que llevamos casi un año viendo en la Franja de Gaza. Pensemos que la terrible “solución final” de aquella enloquecida Alemania no habría sido posible sin la complicidad de un pueblo que callaba y de organizaciones y estamentos que guardaron silencio cuando tendrían que haber gritado. Es la complicidad un arma tan aterradora como las mentiras que se esgrimen para alcanzar o mantener el poder.

 

 

Hay mentiras aparentemente inofensivas que son utilizadas, no por su importancia real, sino porque se descubren con facilidad y generan desconfianza en todo, hasta el punto de que la gente acaba por no prestar atención porque de alguna forma sabe que siempre hay un gazapo escondido y da pereza estar destapándolos. Invocando a Hannah Arendt, se trata de confundir, y una vez desmovilizados por el cansancio no convertimos en cómplices. Tan cómplices somos, que todos conocemos a personas que se extrañan de que alguien que ha estado ocupando un cargo político de relevancia siga viviendo en la misma casa y que no se haya puesto rico, como si eso fuese una rareza, porque damos por hecho que enriquecerse en la política es lo normal.  Esas ideas se convierten en lugares comunes y son aceptadas por el inconsciente colectivo. Lo mismo que hay multitudes que aceptan clisés que carecen de un soporte científico, como que los bajitos tienen muy mala leche, los gordos son bonachones, los delgados muy estrictos, las rubias tontas, los altos elegantes, las delgadas tienen estilo, los funcionarios son muy tiquis-miquis… Hay una etiqueta que acaba generalizándose y resulta que es mentira, porque conozco a rubias muy inteligentes, a delgadas sin estilo o a flacos relajados. Y, por supuesto, a personas que han estado en política limpiamente.

 

 

Hay de todo, y la profesión, el color del pelo, la altura, el peso, las creencias o cualquier otra circunstancia permanente o transitoria no determina el carácter, la manera de ser o la imagen de las personas. Si tienes los dedos finos y largos dicen que tienes manos de pianista, guitarrista o músico, y todos recordamos cómo las enormes manos contra catálogo del prematuramente desaparecido timplista José Antonio Ramos acariciaban con talento, maestría y agilidad los trastes del pequeño instrumento. Que una persona sea castaña o pellirroja, de Polonia o de Bolivia, trabaje en la sanidad o el comercio, mida o pese más o menos, no la determina, y por eso a la gente hay que tratarla de forma individual. Y las verdades sociales hay que cogerlas una a una, porque pueden ser otro clisé.

 

 

Eso ha hecho que vivamos en medio de un clima hostil porque sí, sin razón que lo justifique. Ahora no se argumenta, se injuria directamente. Y seguimos el ritmo que sólo se interrumpe para festejar una Eurocopa de fútbol, da igual cuantas personas mueran en la diabólica ruta clandestina desde África. Banderas que, según los colores y dependiendo de quién las mire, significan maquiavélica manipulación o soberana libertad de expresión. Cenas discretas de dirigentes que niegan la ocultación y empresarios que proclaman su neutralidad. Verdades a medias que se transforman en laberintos y que generan nuevas medias verdades que no cuadran con la primera fuente. Informaciones que son ciertas pero que se muestran cojas y automáticamente se vuelven mentiras. Medios de comunicación que cuentan versiones distintas sobre hechos que a veces ni siquiera han ocurrido. Cataratas de ocurrencias con pretensión de ideas en debates, declaraciones, comentarios y silencios que solo sirven para confundir. Cuando van contando queda olvidado que antes del tres está el dos, y antes el uno. Preguntas retóricas con respuestas obvias que sin embargo esconden una falsedad.

 

 

Medios informativos con vocación de gobierno, gobiernos con vocación de manejar la información que les interesa, teatralidad que es magnificada o minimizada, no por su naturaleza, sino por intereses ajenos. Legitimidades surgidas de aquí y de allá, que son grandiosas cuando interesan y bastardas cuando se oponen. Negación por la vía de los hechos de que la única legitimidad democrática es la que se sustenta en los votos ciudadanos, no en las cenas, en los informativos o en las redes sociales. Reescritura de la historia adaptándola a las conveniencias de cada cual. Saqueo, abuso y olvido de los más débiles mientras se discuten ambigüedades contingentes. Artaud, Mihura, Buñuel, Genet, Piñeira, Pinter y Arrabal tiemblan porque sus profecías a través del absurdo se han quedado cortas. La cantante de Ionesco no es calva, en realidad ha perdido la cabeza esperando al Godot de Samuel Beckett. Así que, parece que la mentira va ganando. ¿Tendrá razón Epicteto y, por acción u omisión, seamos todos cómplices?