Publicado el

Cultura y poder (1 de 2)

El poder siempre tuvo una estrecha relación con la cultura, y en la actualidad esta relación no ha variado. Es evidente que el poder más claro es el político, pero también hay otros poderes, generalmente económicos, que inciden de lleno en la cultura, o para mejor entendernos, en las personas que trabajan algún aspecto cultural, desde la investigación hasta la difusión, aunque esto se nota mucho más en el campo de la creación.
zFoto0442.JPGSi nos circunscribimos al poder político, hay varios tipos de relación. Unas veces es el creador el que se agarra al poder para medrar; otras es el poder el que se vale del creador para justificar su permanencia o para apoyar su pretensión de alcanzar el poder; esto se nota más en tiempos electorales, en los que las fuerzas políticas corren detrás de los creadores buscando que se signifiquen a favor de sus siglas.
Desde que los Médicis de Florencia se convirtieron en protectores de los artistas, muchos han crecido y triunfado a la sombra del poder. Muchos grandes creadores se valieron de su relación con el poder para triunfar. Esto no es intrínsecamente malo, pero acaba siéndolo casi siempre porque el poder, que tiende por su propia naturaleza a envolverlo todo, acaba convirtiendo al creador en su lacayo, de donde viene a deducirse que quienes apoyan su creación artística en una determinada opción política con poder están abocados a formar parte de un clan exclusivo y excluyente que se opone a otros clanes y otros poderes, sean estos políticos, económicos o de otra índole. El valor artístico de la creación es otra cosa, a veces independiente de las relaciones del creador con el poder, aunque suele resultar muy difícil abstraer la propia creación a la dependencia de quien llena cada día el pesebre, porque no todo el mundo tiene el talento de Garcilaso de la Vega, Velázquez, Miguel Angel o Wagner, casos claros de artistas que realizaron su obra junto al poder.

Publicado el

La percepción individual y colectiva

zPiazza-di-Spagna[1].jpgEn una secuencia donde la televisión muestra Piazza Spagna de Roma, el locutor dice que es la plaza más bella del mundo. Sin duda es un conjunto extraordinario, diferente, suma de la concepción del espacio, los distintos niveles representados por una de las escalinatas más renombradas, la fuente barroca que es obra de Bernini, las construcciones que la enmarcan y la historia de medio milenio que se contiene en cada una de sus piedras. Emociona tanta belleza. Como dijo alguien, «la Plaza de España de Roma, si no es la más hermosa del mundo, debería serlo». Y todo esto nos lleva a la belleza, que tiene muchas definiciones, pero que se mide por la percepción individual. Cuando para muchas personas algo se establece como bello, se crea una conciencia colectiva de que lo es de una forma universal. Con el manual de la belleza en la mano, la mencionada plaza es muy hermosa, porque ya es concepto establecido, aceptado y sentido (la belleza se siente) por la sociedad. Otra cosa es que se pueda comparar (digo comparar con otras de su calibre, incluso sin salir de Roma), porque objetivamente lo que transmite la belleza no puede medirse. Por eso siempre he considerado un atrevimiento expresiones como «la mejor novela del siglo XX», «la más bella canción de amor jamás escrita», «la mejor película de la historia dle cine» y otras sentencias que adjudican números uno en algo que no se puede medir objetivamente, y que casi siempre se refieren a joyas indiscutibles, como tampoco creo que se pueda responder con certeza universal a preguntas comparativas sobre cualquier cosa que dependa de percepciones, emociones y pasiones. ¿Es hermosa Piazza Spagna? Sin duda, muy hermosa; pero ¿es la más hermosa del planeta? Si somo leales a un pensamiento lógico, no existe esa respuesta.

Publicado el

Tropezar con la misma piedra

Hay un vieja leyenda polinesia cuya versión personal publiqué hace cuatro años. Parece que no ha pasado el tiempo, y por eso, dada la situación actual de la economía, vuelvo a publicarla, aunque seguramente será como predicar en el desierto. La moraleja de esta historia es que el capitalismo es tan voraz que puede acabar devorándose a sí mismo. A ver si alguien escribe la versión en alemán para que reflexione la señora Merkel. Esta es la leyenda:
«Había una isla en un pequeño archipiélago polinesio que en aborigen se llamaba Kauasu, incomunicada con el resto de las islas porque en el tiempo de la historia que se cuenta sus habitantes desconocían la navegación. El mundo de aquellos polinesios empezaba y acababa en su isla, y las demás islas que veían en el horizonte eran mitos, sombras, recursos mágicos para los brujos de la tribu. Cuando veían humear un volcán en una isla detrás del mar, los brujos anunciaban tragedias, y cuando el Sol salía detrás de las montañas de aquella otra isla era tiempo de alegría. Era como habitar un planeta, Kauasu era una metáfora de La Tierra y la islas del horizonte otros planetas de aquel sistema, que se veían pero a las que nunca se podía llegar ni en sueños.
Y en Kauasu se fue imponiendo la fuerza, de manera que el Jefe Akuey era el dueño de casi todo. No había monedas, y lo que hoy entendemos como dinero se simbolizaba en un pedregal basáltico en el que había miles de grandes piedras que sobresalían de la arena. Desde tiempo inmemorial, cada familia se había adjudicado un número determinado de piedras, y cuando se pasó del trueque al cambio, se pagaba en piedras, esto es, en el concepto de piedras, porque las rocas basálticas seguían clavadas en el mismo lugar, sólo que teóricamente habían cambiado de dueño. Era como una cuenta bancaria, una tarjeta de crédito en la que el dinero es una idea, porque se muda de propietario sin que nadie lo tenga físicamente.
zdf0383.JPGPoco a poco, Akuey fue haciéndose con la mayor parte de las piedras, y cuando las tuvo todas, hacía préstamos usurarios; como tarde o temprano iba ahogando a los prestatarios, se quedaba con sus cabañas, sus tierras y sus cocoteros. Llegó un momento en que Akuey era dueño absoluto de todas las piedras y de todo lo que había sobre la isla, fuese animal doméstico, caña de pescar, cabaña o vegetal. Nadie podía comprar porque no tenía piedras, ni pedir piedras con una cabaña, una res o un palmeral en garantía, por nadie tenía nada. Akuey era dueño de todo.
Y en ese momento Akuey se convirtió en un pobre de solemnidad como los demás habitantes de Kauasu. Nadie compraba porque no podía comprar, y nadie vendía porque nada tenía que vender. Akuey no podía comprar porque todo era suyo, y no podía vender porque los posibles compradores no tenían ni una sola piedra. La leyenda no dice lo que pasó después, pero a juzgar por cómo se sigue repitiendo de forma oral en Oceanía es de suponer que el bloqueo de la economía fue el principio del fin de aquella diminuta civilización».