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Los eruditos a la violeta (*)

La valoración de una obra de arte es tal vez uno de los juicios más subjetivos de los que realiza el ser humano. Al principio, una pieza musical, una escultura o un poema, gustaba o no gustaba, pero luego nació la crítica establecida, surgieron los grandes santones que hacían de aduaneros y empezaron a establecerse rangos. Pero la gente siguió teniendo sus gustos personales, y con frecuencia lo que llega a mucha gente se considera de poco valor artístico, aunque sí que lo tenga comercial. Y así entramos en el galimatías donde los críticos enaltecen obras según su propio criterio o, lo que es peor, según les convenga, pues pueden expresar una opinión opuesta a su propio gusto para distinguirse de lo que consideran vulgar. Y luego hay quien sigue esa idea por papanatismo.
José Cadalso fue un ilustrado gaditano que en su vida se adelantó al Romanticismo, pues, loco de amor por su amante muerta, fue al cementerio a desenterrarla. Este episodio real no tiene mucho que ver con su obra, típica de la Ilustración, aunque hay que decir que eminentes ilustrados fueron precursores de la literatura romántica, y el ejemplo más claro es el de Goethe. El caso es que Cadalso escribió un libro que tituló Los eruditos a la violeta, o Curso completo de todas las ciencias, y su Suplemento, que era una sátira «en obsequio de los que pretenden saber mucho, estudiando poco». Y de este pelaje hay mucho pseudocrítico suelto, algunos con mando en plaza, y cuanto más rebuscado es lo que proponen, más prestigio consiguen.
zzcccFoto0455.JPGEsto hace mucho daño a la cultura, porque es la razón por la que hay gente que tiene cierto temor a entrar en una librería, a ir al teatro o a visitar una exposición de pintura. Los críticos lo ponen tan complicado que parece que aquello es cosa de iniciados, una especie de secta en la que hay que tener muchos conocimientos previos para entrar. Yo leí hace tiempo una crítica a un disco de Paco de Lucía que daba pavor, porque decía cosas absolutamente ininteligibles y ahuyentaba a los posibles compradores. Y hablamos de flamenco, un arte que tiene mucho que ver con el sentimiento y la conexión directa guitarra-espectador. Te emociona o te aburre, y no hay mucho más, salvando, por supuesto, el virtuosismo instrumental del gran guitarrista.
Con el cine pasa lo mismo. Es cierto que hay un cine que sólo piensa en llenar salas, y cuenta historias manidas sin pretensión artística alguna. Pero hay películas muy taquilleras que son magníficas, pero por lo visto el cine de verdad tiene que venir firmado por un director de nombre impronunciable, ser una cinta china rarísima o una de las películas de Andy Warhol, que no califico para no cogerme los dedos. Y digo yo que acusar de comercial a una obra de arte es una estupidez, porque todas pretenden llegar a la mayor cantidad de gente posible, y finalmente, cada uno con su caché, cada artista cobra mucho o poco, es decir, comercia.
En literatura vivimos en España una temporada de libros en su mayoría insustanciales que están bendecidos por el aparato mediático y sus voceros a sueldo. Por el contrario, en teatro se va al rebuscamiento, o en su defecto a las novedosas puestas en escena de clásicos reescritos. Y uno se pregunta por qué no se estrenan obras de autores de probada valía como Alfonso Sastre, Fermín Cabal o Eduardo Mendoza, sí, el novelista, que tiene textos dramáticos escritos y nunca se los estrenan, aunque siempre lo solicitan para que haga adaptaciones. O sea, que conoce el teatro.
Y es que los narradores tienen (tenemos) una especie de maldición. Cuando un autor teatral escribe una novela, se le aplaude (Antonio Gala, Francisco Nieva, Fernando Fernán-Gómez), y también si es un poeta el que se interna en la narrativa (Caballero Bonald, Luis Antonio de Villena); en cambio, cuando el novelista Vázquez-Montalbán publicaba poesía no le hacían el menor caso y así con otros narradores, a los que se les considera intrusos en el Parnaso. En el teatro pasa algo parecido, como es el caso del mencionado Eduardo Mendoza. Como lo primero que publiques sea una novela, ya puedes despedirte de los demás géneros, y eso es una barbaridad, porque en esa Europa a la que dicen que pertenecemos a los autores se les mira libro a libro.
No se te ocurra nunca decir que te aburriste viendo Sonata de otoño, de Bergman, que no pudiste con La conjura de los necios o que Tàpies no te dice nada. Hay excelentes obras que pueden no gustar a alguien porque cada uno ve la obra desde su propia historia. Estos que tan entusiastas son de lo raro, probablemente no hayan podido leer completo el Ulises, pero lo jalean porque da prestigio. Y por esa inaccesibilidad se definen los llamados eruditos a la violeta, que a menudo ocultan su ignorancia con una máscara de elitismo.
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(*) Este trabajo fue publicado hace unos años en otro espacio. Ahora lo pongo al alcance de mis lectores blogueros.

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Mitos que en realidad no lo son (*)

Suele usarse la palabra mito muy a la ligera, y solemos confundirlo con el talento, con la desgracia o con la singularidad. Y el mito surge de un relato, que puede basarse en una realidad cercana o distante, o simplemente nacer de la imaginación de un pueblo, que es el caso de muchas creencias sobrenaturales, o de una persona, como los mitos clásicos: Edipo, Antígona, Clitemnestra o Prometeo. Aplicamos la palabra mito a personajes que, si acaso, son legendarios, porque alrededor de ellos se crea una historia paralela que exagera sus realidades. Para que sea un mito debe ser un relato ejemplar de algo, válido para cualquier tiempo. Napoleón o Nelson fueron grandes estrategas en la guerra, y tal vez sus biografías tengan algo de leyenda porque se les suele atribuir capacidades exageradas. Mata-Hari fue sólo una espía doble, y por cierto muy flojita porque la pillaron, y se la asimila al mito de la mujer fatal, la que lleva a los hombres a la perdición; pero no hundió a ningún hombre, y sin embargo a ella la fusilaron. Hay mucha confusión en todo esto, porque finalmente las historias son recurrentes, pero el mito es uno. Por eso Jim Morrison, Jimmy Hendrix, Janis Joplin y Elvis Presley no son mitos, sino que repiten el mito de Ícaro, que escapa de un laberinto volando; quiere llegar tan alto que cae porque el sol le derrite sus alas de cera.
Y es que los mitos son las plantillas sobre las que se escriben nuestras vidas, y así Lady Di, Ava Gardner y Rita Hayworth son mujeres que tienen el mundo y los hombres a sus pies, pero les falta el amor de un hombre concreto; son el mito de la bella infeliz, lo mismo que la mayor parte de los cuentos infantiles responden al origen de la cultura machista, el mito de Adán y Eva, que es el mismo que Pigmalión: el varón que domina a la mujer porque surgió de su costilla o fue esculpida por él. Y de ese mito se nutren La bella durmiente, que tiene que ser despertada por el beso de un hombre, y Blancanieves, que ha de ser liberada de la muerte por un príncipe, tal vez el mismo que saca a Cenicienta de sus fogones y la convierte en mujer feliz. Siempre hay de por medio un hada madrina que viene a hacer las veces de Dios en el Génesis o de Afrodita en el relato de Pigmalión.
zzddDSCN4038.JPGEn Canarias hablamos del mito de El Corredera, cuando en realidad Juan García es un reflejo del eterno mito del fugitivo, que la capacidad imaginativa del pueblo ha llegado a asimilar a una especie de Robin Hood e incluso a Rocambole, cuando tiene una historia casi calcada a la del célebre Joaquín Murieta, cantado por Neruda. Y no es eso, El Corredera fue solo un fugitivo y Murieta, además, un vengador. Y si de mitos canarios hablamos, tendríamos que remontarnos tal vez al mundo aborigen, porque los mitos de todas las culturas al final intentan darnos la misma lección. El Garoé, por ejemplo, que es uno de los relatos legendarios más ajustados al cánon que hay en Canarias, nos remite al árbol del agua como fuente de vida. En la Biblia encontramos el árbol de la ciencia del Paraíso, en Guernica hay un árbol que incluso está en el escudo de Euskadi y aquí mismo, en Gran Canaria, está el pino en el que la creencia popular sitúa la aparición de la Virgen. Y es que el árbol, vegetal poderoso y cobijador, es símbolo de vida en muchas culturas. Los historiadores han sido cautos y a estos relatos los llaman leyendas. Y es que lo son, porque el suicidio por amor de Gara y Jonai repite el mito de los amores contrariados por enemistad de las familias, que viene del mundo clásico y que plasmó creo que definitivamente Shakespeare en Romeo y Julieta.
Pudiera deducirse que ya no son posibles nuevos mitos. No es así, la vida evoluciona y los mitos van fijando nuevas formas. Así, encontramos en pleno siglo XX el mito nuevo de Lolita, pues con esta novela Nabokov instaura un nuevo equilibrio entre el hombre y la mujer, en el que las infractoras ya no son castigadas como Madame Bovary y Escarlata O´Hara y es el varón el que es castigado. Y en Canarias hay otra novela que creó una historia y un personaje que empieza a ser mito; me refiero a Mararía, la mujer que quema su rostro porque entiende que su belleza genera desgracia a su alrededor. Puede que esta historia remita a una referencia anterior; al menos yo no la conozco, y en ese caso Mararía sí que sería un nuevo mito.
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(*) Este trabajo fue publicado hace unos años en otro espacio. Ahora lo pongo al alcance de mis lectores blogueros.

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Lo políticamente (in)correcto (*)


La creación ha de ser libre, y cuando las circunstancias lo impiden debe buscar la manera de filtrarse por los agujeros que pueda encontrar, como ha hecho en tiempos inquisitoriales y en regímenes políticos sin libertad de expresión. Claro que, la libertad de expresión total no ha existido nunca, porque siempre hay elementos que impiden ir en determinada dirección. Al creador debe pedírsele que, si bien no puede decir todo lo que quiere, al menos no diga lo que no quiere, pero hasta eso a veces resulta imposible. Hay muchas formas de presionar, y en este tiempo, incluso en países en los que supuestamente hay libertad de expresión, surgen inquisidores por doquier, y muestra de ello es el terrible daño que está haciendo a la creación la dictadura de lo políticamente correcto.
Se censura la creación libre. En contrapartida hay más violencia y sexo en los medios. Estoy contra la violencia real, no la que refleja la realidad y muestra lo más abyecto del ser humano. Nada tengo contra el sexo, y no me perturba su traslado a la expresión artística, pero me asquea el sexo gratuito y la exhibición sin argumentos de tripas y sangre. Aún así, defiendo cualquier tipo de expresión artística, da igual cuánto sexo y violencia contenga, y las sociedades sanas deben tener lo mecanismos necesarios para salvaguardar de su influencia al sector más débil, la infancia y la preadolescencia. Pero los mecanismos se han oxidado y pueden verse en la televisión verdaderas barrabasadas a media tarde, sea en series, películas, programas basura o en imágenes de los concursos de telerralidad.
Es un sarcasmo que sea en esta época en la que se exija a los creadores que sean políticamente correctos. Esa fiebre va a acabar con la libertad creativa. En las películas no se fuma, y si alguien sale con un cigarro en la boca es el malo con toda seguridad; si el asesino es un homosexual se tacha a la obra de homofóbica, y si es un chino (perdón, un oriental) es que el creador es racista. No pueden presentarse situaciones vitales distintas a la norma, porque entonces te pueden tachar de cualquier cosa, y en esto hay organizaciones supuestamente progresistas que se comportan como fanáticos. Recuerden el lío que montó la comunidad gay de California cuando se rodaba Instinto básico y los medios dijeron que la asesina era bisexual. Muchas películas que se hicieron hace unas décadas hoy no encontrarían productor, y como ejemplos podemos recordar Lolita, porque no es políticamente correcto que un cuarentón se líe con una niña que tenía doce años en la novela de Nabokov (Kubrick tuvo que ponerle 16 en la película), ni Polanski podría rodar Chinatow, en la que aparece el incesto como elemento de la trama.
zzzFoto0420.JPGCon estos corsés, Perrault no habría podido escribir Caperucita Roja, ni existirían los centenares de cuentos infantiles en los que el machismo, la crueldad, el racismo y todo tipo discriminaciones son parte del argumento. Blancanieves estaba custodiada por siete enanitos, pero ha de venir un hombre, y encima príncipe (que esa es otra) a enamorarla, como si los enanos no fuesen también hombres capaces de enamorar a una mujer. Es de risa, o de pena, que en el mismo telediario se hable de lo constitucional que es la igualdad de todos los seres humanos y llamen Doña Leonor a una niña de parvulario, y que sea motivo de debate sesudo la necesidad de cambiar la Constitución para no discriminar a las mujeres de una sola familia, y se discrimine a más de cuarenta millones de españoles que nunca podrán alcanzar la Jefatura del Estado por muchos méritos que para ello tengan, ni aún siendo ricos, corruptos y mentirosos como en un país que yo me sé. Y luego les parece incorrecto, porque es discriminatorio, que el asesino de mi próxima novela fume, sea homosexual, mujer, mahometano, cojo o negro (en Estados Unidos dirían afroamericano, aquí será afrocanario). Tendría que estar loco el que escribiera una novela sobre una mujer, asesina psicópata, lesbiana, violadora de niñas, negra, coja, musulmana y fumadora (aunque es una idea…)
La vida, por suerte o desdicha, tiene muchas vertientes, y la creación ha de ser reflejo de virtudes y defectos, ha de mostrar lo bueno y lo malo del ser humano, y no cuadra que alcohólicos y toxicómanos sean tenidos por enfermos y los fumadores por delincuentes. Y así, quitamos de la televisión la serie Shin-Chan porque no es apropiada para niños. Y ya me dirán ustedes si no hay violencia en un persistente intento asesinato como son los dibujos de La Pantera Rosa, Pixie y Dixie, El Correcaminos, Bus Bunny y Piolín.
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(*) Este trabajo fue publicado hace unos años en otro espacio. Ahora lo pongo al alcance de mis lectores blogueros.