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Cuidado con los libros (*)

No andaba muy despistado Cervantes cuando creó a un Don Quijote que se había vuelto loco por leer tantos libros de Caballerías que, en su enajenación, se tornó anacrónico caballero medieval, con armadura, rodela y cota de maya, cuando tal atuendo guerrero ya no estaba en uso. Y lo peor es que embarcó en su locura a Sancho, que por muy realista que fuese al final le bailaba el agua, y le siguieron el juego, aunque fuese para burlarse de él, docenas de personajes, pues hasta el Bachiller Sansón Carrasco, que trató siempre de devolverlo a la realidad, tuvo que jugar con las cartas de la locura haciéndose pasar ante Don Quijote como El Caballero de los Espejos o el Caballero de La Luna. En definitiva, la consecuencia de seguir a pies juntillas los libros de Caballerías fue que mucha gente, creyéndolo o no, jugase a los caballeros andantes.
Y ese es el problema que tienen algunos libros cuando entran en el territorio del mito. Es terrible que los más grandes referentes sociales, morales, políticos y hasta económicos tengan como base un libro, a veces varios, pero siempre hay un volumen escrito a menudo hace milenios al que se remiten para interpretar asuntos de hoy. Es cierto que los pilares básicos de la ética o del derecho natural son inamovibles, pero no lo es menos que pueden ser interpretados desde distintas perspectivas. Y esto vale mucho más para asuntos secundarios, como, por ejemplo, no comer carne de determinado animal. El caso es que siempre hay un libro que lo sostiene todo, y por eso hay que tener mucho cuidado con lo que se lee.
El judaísmo se sostiene en la Biblia hebrea, con otros libros adicionales como La Torá y El Talmud; el cristianismo en esa misma Biblia reciclada y aumentada con Los Evangelios, las Cartas, Los Hechos de los Apóstoles y El Apocalipsis; los musulmanes tienen como base El Corán, y así cada religión, sean El Libro del Tao, Los Vedas, El libro de los muertos o el Zend Avesta de Zatatustra. Es asombroso cómo las distintas congregaciones que ahora surgen como esporas (son tiempos confusos, Sancho) tienen «El libro», y ahí están todas las respuestas, por supuesto, según el entendimiento de un lama, un chamán, un gurú, un obispo, un imán o un rabino. Y los libros son tan importantes que la Humanidad atraviesa el río del tiempo flotando sobre un libro.
znnnDuSCN4185.JPGSe me dirá que sólo son los creyentes en la transcendencia quienes siguen esos libros. No sólo ellos, y ahí están El Capital de Marx o el Mein Kampf de Hitler, culpables de tanta intolerancia y violencia como todos los demás. Son venerados como libros sagrados por sus seguidores los escritos por el ahora santo Escrivá de Balaguer, por el Ché Guevara o por cualquiera que convenza a un grupo de que es raeliano, que ha hablado con alienígenas o que conoce la fecha del fin del mundo. Siempre hay un libro.
Y los libros sólo son vehículos que trasladan en el tiempo y en el espacio el pensamiento o la historia de los humanos para que sea conocida por otros humanos. También contienen ciencia, tecnología y cualquier dato que el hombre necesita para proyectarse en sí mismo. No se puede entender nuestra civilización sin los libros, y da igual el soporte en que estén, pues primero fue piedra, luego pergamino, ahora papel y mañana ya es seguro que se valdrán de las nuevas tecnologías. Pero eso es lo de menos. Da igual que el libro te lo dé en mano un librero o que lo leas en Internet. Es su contenido lo que importa.
Y si antes dije que había que tener cuidado con lo que se lee, ahora digo que también hay que tenerlo con lo que se escribe. Porque hay libros que nacieron sin vocación doctrinal, como meras novelas o poemarios, y por razones que nadie consigue explicar se convierten en tótems sociales. El ejemplo más claro es El guardián en el centeno, una novela de Salinger que ha sido leída por varias generaciones de norteamericanos desde su publicación. El caso es que algunos asesinos en serie han declarado haber actuado empujados por el impulso del libro, y lo raro es que en el texto no hay ningún mandato homicida. El asesino de John Lennon y el joven que atentó contra Reagan estaban obsesionados con el libro y lo llevaban encima cuando dispararon. También cuentan que la conducta inestable de Oswald, el supuesto asesino de JFK, tenía que ver con su obsesión por esta novela. Es una obra dura, pero no más que cientos de novelas, y los especialistas no se explican por qué un adolescente lee El guardián en el centeno y piensa en asesinar, y sin embargo lee El crimen y el castigo de Dostoievski y no va corriendo a comprar un hacha para matar ancianitas. De manera que, cuidado con lo libros, los carga el diablo.
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(*) Este trabajo fue publicado hace unos años en otro espacio. Ahora lo pongo al alcance de mis lectores blogueros.

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Viajeros ilustres (*)

Canarias siempre tuvo una gran imagen en el exterior, y la prueba es que durante siglos fue punto de referencia en cualquier lugar de Europa, e incluso de Norteamérica, pues, aparte de las fundaciones tejanas realizadas por canarios, es historia documental que el brindis por la Independencia de los 13 territorios que fueron el embrión de Estados Unidos en 1774 se realizó con vino canario, y así Washington, Jefferson, Adams y los demás padres fundadores bautizaron el nacimiento del imperio que llega hasta hoy con malvasía insular, tal vez porque, anglosajones al fin y al cabo, nuestro vino tenía el prestigio de haber salido en alguna obra de Shakespeare.
Y esa imagen que una vez funcionó y dio renombre a Canarias, puede crearse de nuevo a poco que explotemos algunas claves de nuestro paso remoto o reciente que tienen incidencia en todo el mundo. Y las referencias culturales, históricas o científicas vuelan con apenas un soplo por nuestra parte. Se sobreestima la influencia que tiene ser cuna de personajes universales. Salvo casos muy aislados como el de Stratford por Shakespeare, Figueres por Dalí o Saltzburgo por Mozart, no tienen demasiado valor mediático -y por lo tanto de imagen- los lugares donde vieron la luz primera ilustres personajes. Importa poco si Donizetti nació en Bérgamo o si Picasso es nativo de Málaga, pero sí que interesa el tiempo que Chopin pasó en la villa de Valdemosa, o la aclimatación de Robert Greaves a la isla mallorquina. Lo que más interesa de Kafka no es que naciera en Praga, sino sus visitas a Viena para verse con su amante Milena Yesenka. Y así con casi todos. ¿Qué valor de imagen internacional tienen las villas aragonesas donde nacieron Goya o Buñuel? Por el contrario, sí que se resalta la última etapa de la vida del pintor en Burdeos o los ciclos mexicano y francés del cineasta.
zzttyyDSCN4183.JPGAunque es sin duda un gran orgullo para nosotros como paisanos suyos que nacieran aquí Manolo Millares, Alfredo Kraus o Pérez Galdós nos sirve de poco, por mucho que se diga que pasearon el nombre de Canarias por el mundo. Eso sólo lo hacen los equipos deportivos cuando llegan a lo más alto con el nombre de una ciudad. Nos dan más imagen exterior los personajes que alguna vez estuvieron en Canarias, aunque sólo sea desde el mar, como le sucedió al naturalista Charles Darwin cuando pasó por las costas de Tenerife en 1831 en su famosa expedición a bordo del Beagle, y no lo dejaron desembarcar por miedo a que en el barco hubiese cólera. También sucedió con Humboldt, cuando recorrió buena parte de Tenerife, o -ya en tiempos recientes y a otro nivel- con la actriz Raquel Welch cuando estuvo en Lanzarote haciendo una película.
Podríamos crear imagen de Canarias, y en este caso desde Gran Canaria, incidiendo en la fructífera estancia del compositor francés Camilo Saint-Säens en nuestra isla, donde incluso inauguró con sus manos el órgano de la iglesia de Guía. O las estancias de Igor Stravinsky en Maspalomas durante sus últimos años (murió en 1971), sin contar las recordadas estancias de nombres tan legendarios como John Huston y Gregory Peck cuando filmaron Moby Dick, de Marcello Mastroianni para rodar Tirma, o la visitas espectaculares de María Callas, sin contar con que en nuestro puerto y nuestra ciudad hicieron parada y fonda docenas de celebridades en la ruta hacia y desde América, como Enrico Carusso, Vaslav Nijinsky, Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda o André Bretón.
De todas las celebridades que tuvieron una fuerte relación con Canarias, sin duda la de mayor reclamo es la escritora británica Ágatha Christie, que fue habitual veraneante durante cuatro décadas, casi hasta su muerte en 1976. Hay novelas suyas en las que aparece el Hotel Metropole, y sus personajes hablan del excelente clima y las buenas comunicaciones de Canarias. Muchas de sus páginas fueron escritas en la terraza del Metropole, y sin duda las sombras de Hércules Poirot y la Señorita Marple deben vagar por el edificio hoy convertido en oficinas municipales, pues muchas de sus historias nacieron mirando «las dos playas perfectas» de la ciudad, en palabras de la autora.
Reconociendo el gran valor histórico que el papel de Canarias tuvo en la edad de los grandes descubrimientos geográficos, está visto que eso mucha imagen no crea. Es evidente que por aquí pasaron todos los nombres que hoy son historia, Vespuccio, Magallanes, Juan Sebastián Elcano y todos los demás: Pizarro, Cortés, Valdivia, Orellana… Y es evidente que el más notorio de todos fue el Almirante Cristóbal Colón. Seguimos hurgando ahí, pero aunque históricamente es importante, en cuanto a imagen no nos ha servido de mucho, porque Colón, mediático, lo que se dice mediático, no es. Creemos, pues, imagen utilizando esos resortes mediáticos que nos da la historia. Es una baza para el futuro.
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(*) Este trabajo fue publicado hace unos años en otro espacio. Ahora lo pongo al alcance de mis lectores blogueros.

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Los eruditos a la violeta (*)

La valoración de una obra de arte es tal vez uno de los juicios más subjetivos de los que realiza el ser humano. Al principio, una pieza musical, una escultura o un poema, gustaba o no gustaba, pero luego nació la crítica establecida, surgieron los grandes santones que hacían de aduaneros y empezaron a establecerse rangos. Pero la gente siguió teniendo sus gustos personales, y con frecuencia lo que llega a mucha gente se considera de poco valor artístico, aunque sí que lo tenga comercial. Y así entramos en el galimatías donde los críticos enaltecen obras según su propio criterio o, lo que es peor, según les convenga, pues pueden expresar una opinión opuesta a su propio gusto para distinguirse de lo que consideran vulgar. Y luego hay quien sigue esa idea por papanatismo.
José Cadalso fue un ilustrado gaditano que en su vida se adelantó al Romanticismo, pues, loco de amor por su amante muerta, fue al cementerio a desenterrarla. Este episodio real no tiene mucho que ver con su obra, típica de la Ilustración, aunque hay que decir que eminentes ilustrados fueron precursores de la literatura romántica, y el ejemplo más claro es el de Goethe. El caso es que Cadalso escribió un libro que tituló Los eruditos a la violeta, o Curso completo de todas las ciencias, y su Suplemento, que era una sátira «en obsequio de los que pretenden saber mucho, estudiando poco». Y de este pelaje hay mucho pseudocrítico suelto, algunos con mando en plaza, y cuanto más rebuscado es lo que proponen, más prestigio consiguen.
zzcccFoto0455.JPGEsto hace mucho daño a la cultura, porque es la razón por la que hay gente que tiene cierto temor a entrar en una librería, a ir al teatro o a visitar una exposición de pintura. Los críticos lo ponen tan complicado que parece que aquello es cosa de iniciados, una especie de secta en la que hay que tener muchos conocimientos previos para entrar. Yo leí hace tiempo una crítica a un disco de Paco de Lucía que daba pavor, porque decía cosas absolutamente ininteligibles y ahuyentaba a los posibles compradores. Y hablamos de flamenco, un arte que tiene mucho que ver con el sentimiento y la conexión directa guitarra-espectador. Te emociona o te aburre, y no hay mucho más, salvando, por supuesto, el virtuosismo instrumental del gran guitarrista.
Con el cine pasa lo mismo. Es cierto que hay un cine que sólo piensa en llenar salas, y cuenta historias manidas sin pretensión artística alguna. Pero hay películas muy taquilleras que son magníficas, pero por lo visto el cine de verdad tiene que venir firmado por un director de nombre impronunciable, ser una cinta china rarísima o una de las películas de Andy Warhol, que no califico para no cogerme los dedos. Y digo yo que acusar de comercial a una obra de arte es una estupidez, porque todas pretenden llegar a la mayor cantidad de gente posible, y finalmente, cada uno con su caché, cada artista cobra mucho o poco, es decir, comercia.
En literatura vivimos en España una temporada de libros en su mayoría insustanciales que están bendecidos por el aparato mediático y sus voceros a sueldo. Por el contrario, en teatro se va al rebuscamiento, o en su defecto a las novedosas puestas en escena de clásicos reescritos. Y uno se pregunta por qué no se estrenan obras de autores de probada valía como Alfonso Sastre, Fermín Cabal o Eduardo Mendoza, sí, el novelista, que tiene textos dramáticos escritos y nunca se los estrenan, aunque siempre lo solicitan para que haga adaptaciones. O sea, que conoce el teatro.
Y es que los narradores tienen (tenemos) una especie de maldición. Cuando un autor teatral escribe una novela, se le aplaude (Antonio Gala, Francisco Nieva, Fernando Fernán-Gómez), y también si es un poeta el que se interna en la narrativa (Caballero Bonald, Luis Antonio de Villena); en cambio, cuando el novelista Vázquez-Montalbán publicaba poesía no le hacían el menor caso y así con otros narradores, a los que se les considera intrusos en el Parnaso. En el teatro pasa algo parecido, como es el caso del mencionado Eduardo Mendoza. Como lo primero que publiques sea una novela, ya puedes despedirte de los demás géneros, y eso es una barbaridad, porque en esa Europa a la que dicen que pertenecemos a los autores se les mira libro a libro.
No se te ocurra nunca decir que te aburriste viendo Sonata de otoño, de Bergman, que no pudiste con La conjura de los necios o que Tàpies no te dice nada. Hay excelentes obras que pueden no gustar a alguien porque cada uno ve la obra desde su propia historia. Estos que tan entusiastas son de lo raro, probablemente no hayan podido leer completo el Ulises, pero lo jalean porque da prestigio. Y por esa inaccesibilidad se definen los llamados eruditos a la violeta, que a menudo ocultan su ignorancia con una máscara de elitismo.
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(*) Este trabajo fue publicado hace unos años en otro espacio. Ahora lo pongo al alcance de mis lectores blogueros.