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Pedro Lezcano o la paradoja del editor (*)

Pedro Lezcano, como Agustín y José María Millares, se convirtieron en clásicos apenas traspasada la juventud. Eran años de necesidad poética y la voz de estos hombres hacía de flauta en el Hamelín oscuro que era entonces Canarias. Todos recordamos a Pedro Lezcano como un poeta eterno, un Góngora vivo, con el que podías cruzarte por la calle o tomar un café hablando de asuntos que casi nunca tenían que ver con la literatura. Porque Lezcano, aparte de su etapa de político en activo, que fue muy corta al final de su vida, sabía de muchas cosas, fuera pesca submarina, micología, ajedrez, teatro o técnicas de impresión, porque buena parte de lo que en literatura se publicó en nuestra isla durante más de tres décadas pasó por las manos de Pedro, en su calidad de impresor, corrector, encuadernador al modo más clásico.
zCBCA2A5[1].jpgHasta que llegaron los nuevos sistemas de impresión que hicieron de puente entre las linotipias y la informática, los libros se construían letra a letra, seleccionando en las cajas el tamaño y el tipo, discutiendo sobre si a un determinado poemario le iba mejor la Garamond o la muy prestigiada Bodoni. Puede decirse que la literatura escrita durante treinta años en esta isla pasó en su mayor parte letra a letra por las manos de Pedro Lezcano.
Ya he dicho muchas veces que Pedro Lezcano es, además de un gran poeta, uno de nuestros narradores más acabados, hasta el punto de que podríamos decir que sus cuentos forman parte de la cima de la narrativa canaria del siglo XX, aunque sigan repitiendo que es poeta (y lo es) y nunca le reconozcan su enorme peso como narrador. Cuando el poeta se decidió a publicar dos relatos, no estaba ya en condiciones de hacerlo él mismo. Se trataba de Historia de una mosca y La rebelión de los vegetales, dos textos que debían publicarse en un solo volumen, y que como sugieren sus títulos defendían el medio natural frente a las agresiones del ser humano.
Me tocó hacer de editor de aquel libro magnífico, y ya pueden suponer el cuidado que puse, porque él sabía de galeradas, viudas y gazapos más que nadie. Conversar con Pedro Lezcano de cómo iba a ser físicamente su libro era como hablar con Casillas de cómo se para un penalty. Afortunadamente salió a su gusto, y así puedo decir que le edité un libro al mejor editor de Canarias. Y es que en la vida se dan curiosas paradojas.
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(*) Este trabajo fue publicado ayer en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7. También se publicó en el mismo medio este artículo de Felipe García Landón(Enlace).pdf

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Si habla mal de España, es español

Oyendo hablar un hombre, fácil es
saber donde vio la luz del sol.
Si alaba Inglaterra, será inglés
Si os habla mal de Prusia, es un francés
y si habla mal de España… es español.

zzzeeimages[5].jpgEstos versos son del poeta catalán Joaquín Bartrina (1850-1880), quien a pesar de la brevedad de su vida tuvo tiempo para observar lo que ocurría a su alrededor. Yes bueno recordarlos cuando se celebra la Diada, poniendo a España como lo peor de la Historia. Nombrar España está mal visto, es como reconocerse antiguo, o peor, carca. Joan Laporta, Guardiola, Urkullu o Artur Mas se resisten a pronunciar la palabra España, pues en Cataluña y en Euskadi es casi sinónimo de Bicha. Pero resulta que, quieran o no, Cataluña y Euskadi también son España (y tienen perfecto derecho a pretender dejar de serlo, pero lo han sido), porque el Athletic de Bilbao quiere ganar la Copa del Rey y al Barça le encanta la liga española. Las gestas hispanas están llenas de figuras vascas, y si hablamos de imperialismo español habrá que incluir en ese listado a los guipuzcoanos Miguel López de Legazpi (conquistador de Filipinas para España), a Juan Sebastián Elcano, al catalán Ramón Pané (lugarteniente de Colón), al mismísimo Luis de Santángel, que puso dinero para los viajes colombinos siendo tesorero de la corona de Aragón y a tantos otros que se distiguieron bajo pabellón castellano-aragonés (español) en Flandes o Nápoles, donde no repartían caramelos precisamente. Pero esa parte de la historia se oculta. Y esto lo digo desde el sincero convencimiento de que cualquier territorio tiene derecho a elegir su destino colectivo, y por ello me parece muy bien que vascos y catalanes pidan autodeterminación e independencia, pero que no oculten la verdad histórica. Si España cometió excesos imperialistas (e incluso genocidio) en su larga historia, los vascos y los catalanes son tan culpables como los extremeños, los andaluces o los gallegos. Han sido España para lo bueno y para lo malo.

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Cuidado con los libros (*)

No andaba muy despistado Cervantes cuando creó a un Don Quijote que se había vuelto loco por leer tantos libros de Caballerías que, en su enajenación, se tornó anacrónico caballero medieval, con armadura, rodela y cota de maya, cuando tal atuendo guerrero ya no estaba en uso. Y lo peor es que embarcó en su locura a Sancho, que por muy realista que fuese al final le bailaba el agua, y le siguieron el juego, aunque fuese para burlarse de él, docenas de personajes, pues hasta el Bachiller Sansón Carrasco, que trató siempre de devolverlo a la realidad, tuvo que jugar con las cartas de la locura haciéndose pasar ante Don Quijote como El Caballero de los Espejos o el Caballero de La Luna. En definitiva, la consecuencia de seguir a pies juntillas los libros de Caballerías fue que mucha gente, creyéndolo o no, jugase a los caballeros andantes.
Y ese es el problema que tienen algunos libros cuando entran en el territorio del mito. Es terrible que los más grandes referentes sociales, morales, políticos y hasta económicos tengan como base un libro, a veces varios, pero siempre hay un volumen escrito a menudo hace milenios al que se remiten para interpretar asuntos de hoy. Es cierto que los pilares básicos de la ética o del derecho natural son inamovibles, pero no lo es menos que pueden ser interpretados desde distintas perspectivas. Y esto vale mucho más para asuntos secundarios, como, por ejemplo, no comer carne de determinado animal. El caso es que siempre hay un libro que lo sostiene todo, y por eso hay que tener mucho cuidado con lo que se lee.
El judaísmo se sostiene en la Biblia hebrea, con otros libros adicionales como La Torá y El Talmud; el cristianismo en esa misma Biblia reciclada y aumentada con Los Evangelios, las Cartas, Los Hechos de los Apóstoles y El Apocalipsis; los musulmanes tienen como base El Corán, y así cada religión, sean El Libro del Tao, Los Vedas, El libro de los muertos o el Zend Avesta de Zatatustra. Es asombroso cómo las distintas congregaciones que ahora surgen como esporas (son tiempos confusos, Sancho) tienen «El libro», y ahí están todas las respuestas, por supuesto, según el entendimiento de un lama, un chamán, un gurú, un obispo, un imán o un rabino. Y los libros son tan importantes que la Humanidad atraviesa el río del tiempo flotando sobre un libro.
znnnDuSCN4185.JPGSe me dirá que sólo son los creyentes en la transcendencia quienes siguen esos libros. No sólo ellos, y ahí están El Capital de Marx o el Mein Kampf de Hitler, culpables de tanta intolerancia y violencia como todos los demás. Son venerados como libros sagrados por sus seguidores los escritos por el ahora santo Escrivá de Balaguer, por el Ché Guevara o por cualquiera que convenza a un grupo de que es raeliano, que ha hablado con alienígenas o que conoce la fecha del fin del mundo. Siempre hay un libro.
Y los libros sólo son vehículos que trasladan en el tiempo y en el espacio el pensamiento o la historia de los humanos para que sea conocida por otros humanos. También contienen ciencia, tecnología y cualquier dato que el hombre necesita para proyectarse en sí mismo. No se puede entender nuestra civilización sin los libros, y da igual el soporte en que estén, pues primero fue piedra, luego pergamino, ahora papel y mañana ya es seguro que se valdrán de las nuevas tecnologías. Pero eso es lo de menos. Da igual que el libro te lo dé en mano un librero o que lo leas en Internet. Es su contenido lo que importa.
Y si antes dije que había que tener cuidado con lo que se lee, ahora digo que también hay que tenerlo con lo que se escribe. Porque hay libros que nacieron sin vocación doctrinal, como meras novelas o poemarios, y por razones que nadie consigue explicar se convierten en tótems sociales. El ejemplo más claro es El guardián en el centeno, una novela de Salinger que ha sido leída por varias generaciones de norteamericanos desde su publicación. El caso es que algunos asesinos en serie han declarado haber actuado empujados por el impulso del libro, y lo raro es que en el texto no hay ningún mandato homicida. El asesino de John Lennon y el joven que atentó contra Reagan estaban obsesionados con el libro y lo llevaban encima cuando dispararon. También cuentan que la conducta inestable de Oswald, el supuesto asesino de JFK, tenía que ver con su obsesión por esta novela. Es una obra dura, pero no más que cientos de novelas, y los especialistas no se explican por qué un adolescente lee El guardián en el centeno y piensa en asesinar, y sin embargo lee El crimen y el castigo de Dostoievski y no va corriendo a comprar un hacha para matar ancianitas. De manera que, cuidado con lo libros, los carga el diablo.
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(*) Este trabajo fue publicado hace unos años en otro espacio. Ahora lo pongo al alcance de mis lectores blogueros.