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De García Lorca a Sánchez Mejías

«…Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos…»

Esto versos de Federico García Lorca coronan una de las obras maestras de la poesía española de todos los tiempos: «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías», un texto que escapa a todas las consideraciones literarias, de una sublime pureza poética. Es la definición misma de la poesía. (Recita en el enlace Vicente Aleixandre).
Ahora que andan por el Barranco de Víznar hurgando en busca de su cuerpo asesinado, el poeta me sirve de puente para rememorar a Ignacio Sanchez Mejías, un hombre fundamental en la poesía del siglo XX, no como poeta pero sí como desencadenante. Es conocido sobre todo porque Lorca le dedicó su extraordinaria elegía, pero fue mucho más que un torero. Sánchez Mejías era un hombre polifacético: actor, jugador de polo, pionero de la aviación, autor de teatro, admirador entusiasta de la literatura y hasta presidente del Betis. Fue él quien tuvo la iniciativa y puso el dinero para reunir en Sevilla en 1927 a los poetas jóvenes que conmemoraban el 300 aniversario de Góngora, y por eso se llamó Generación del 27. Su mecenazgo resultó determinante.
Jose Demaría Vázquez (Campúa].jpgTambién fue torero, por supuesto. Según los especialistas, si bien fue un hombre de mucha sensibilidad para las artes, como torero no era un artista, sino un osado y temerario matador de toros que jugaba a cara o cruz cada tarde con la muerte. Era difícil entonces destacar como artista del toreo porque estaban en activo dos de los más grandes de la historia: Juan Belmonte y Joselito «El Gallo», que también era su cuñado y maestro. Pero la muerte no entiende de arte y se los llevó a los dos en una plaza de toros, a Sánchez Mejías en 1934, en Manzanares, y a Joselito mucho antes, en 1920, con 25 años, en la plaza de Talavera de la Reina, donde ambos lidiaban un mano a mano. La muerte rondaba en esta letanía de toreros y poetas, inexorable como en una tragedia griega, en Talavera, en Manzanares, en Víznar.
Una de las fotografías más terribles de la historia del periodismo, de los toros y de la poesía es la que hizo José Demaría Vázquez «Campúa» en la enfermería de la plaza de Talavera. Joselito yace muerto y Sánchez Mejía lo vela con el dolor reflejado en la faz. Es la foto que reproduzco aquí en memoria de unos hombres que coqueteaban con la poesía y con la muerte y que forman parte de la columna vertebral de la cultura española del siglo XX. Aborrezco la tortura de los toros, pero me pregunto qué tiene la tauromaquia que a menudo está tan cerca de la poesía. Acaso otra vez Eros y Tánathos. Ya sabemos cuánto le debemos a Lorca, pero también es bueno que los que amamos la literatura sepamos lo que le debemos a Ignacio Sánchez Mejías.
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LLANTO POR IGNACIO SÁNCHEZ MEJÍAS. Federico García Lorca.doc

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El gran palacio de Madrid

Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
(Pablo Neruda)


Mientras en Ávila eran tallados en piedra los Toros de Guisando, los iberos levantaron junto al río Manzanares un pequeño poblado megalítico. El tiempo y la invasión romana lo destruyeron. Sobre sus ruinas, y para aprovechar el espacio y el agua, los romanos construyeron algunas viviendas, no fue necesario levantar un acueducto como en Segovia, aquí el agua estaba mucho más a mano. El tiempo, los árabes y el olvido sepultaron aquellas paredes de cantos de Guadarrama, junto a los viejos dólmenes ibéricos. Aquellos escombros sirvieron para que fueran construidas las primeras casas de Magerit, durante una época en que por aquella curva del río transitaban judíos, moros y cristianos.
zpalacio0.jpgYa en la Edad Moderna, los Austrias hicieron de Madrid la capital de un imperio, que curiosamente lo fue cuando ya España no tenía emperador, y en el llano de la curva del Manzanares un páramo abandonado apenas si servía para apacentar los rebaños. Los restos ibéricos, romanos, árabes y judíos fueron hundiéndose en la tierra y el tiempo; la curva del río más leve y más necesario del mundo permanecía cubierta de soledad, rememorando pasados menhires, policromados muros de cantería, humildes mezquitas arrasadas por el sedimento de los días.
Muy lejos, en un lugar llamado Versalles, surgió un palacio que fue desde entonces la admiración del mundo. Aún hoy, a finales del siglo XX, no ha sido superada esa obra maestra de la arquitectura, el lujo y la suntuosidad. Tan sólo se la ha podido igualar: el primer Borbón de España, Felipe V, nieto de aquel Luis XIV que ordenó construir Versalles, mandó levantar sobre la soledad de la curva más angustiada del Manzanares un palacio aún más bello y lujoso que el de su abuelo. Superar la belleza y el lujo de Versalles no fue posible puesto que era casi la perfección, pero hoy podemos decir que el Palacio Real de Madrid es parejo a Versalles, y con la Plaza de Oriente, los Jardines del Moro, los jardines de Sabatini y la Rosaleda del Parque del Oeste ha hecho de nuevo sonreír al Manzanares, que ya no evoca con angustia nostalgia los dólmenes ibéricos, las canterías romanas y los vestigios moros y judíos.
El Manzanares ya no está solo porque el tiempo ha hecho surgir de sus ruinas pasadas el palacio más admirable que hay sobre La Tierra. El Palacio de Oriente no es Versalles, en algunas cosas no lo alcanza y en otras lo supera. Buckingham Palace, El Kremlim de Moscú, la Ciudad Prohibida de Pekín, el palacio Imperial de Viena o la residencia pontificia de El Vaticano, con ser espléndidos, son apenas una sombra de Versalles y el Palacio de Oriente. Sólo la Alhambra de Granada está a su altura. Los españoles nunca han sabido apreciar lo que a cualquier extranjero causa asombro: poseer dos de los tres palacios más bellos y admirables del mundo.
zpalacio1.jpgA veces hay que morir para renacer, derruir para reedificar. A menudo ocurre que viejas edificaciones se mantienen en pie a pesar de los años, y siguen de una pieza los Toros de Guisando en Ávila, y ha logrado traspasar el tiempo el romano acueducto de Segovia. Es una suerte, pero también lo es que sobre la angustiada y desoída tierra de la curva del Manzanares, sobre las ruinas de cuatro culturas, se haya levantado uno de los más grandiosos palacios del planeta. Sólo hay que contar con el tiempo, sin impedir que el río fluya, que el pasado se desmorone, se convierta en ruinas y endurezca el paisaje. Los cascotes de las viejas construcciones alguna vez servirán para levantar nuevas paredes. Todos quisiéramos ser el agua que atraviesa el acueducto de Segovia, pero, llegado el caso, no es menos fresca la que baña la curva más dolida del Manzanares.
Mientras el río espera que alguien construya el Palacio de Oriente y entierre bajo su esplendor esplendores pasados, permite que viajeros ocasionales monten en su dolida y solitaria llanura fugaces tiendas de campaña. No hay prisa.
Los iberos son arqueología, los romanos historia… En la curva del río el futuro es un lujo.

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zpalacio2.jpg
El Palacio Real de Madrid fue mandado levantar por Felipe V, el primer Borbón, y su construcción duró 26 años a partir de la colocación de la primera piedra en 1738. Es el mayor palacio real de Europa, con 135.000 metro cuadrados y 3.418 habitaciones. En su diseño y construcción participaron arquitectos italianos y españoles de renombre, como Juvara, Sachetti, Sabatini o Ventura Rodríguez. En su interior se encuentran los Stradivarius Palatinos, la colección más importante del mundo de estos instrumentos, así como obras de artistas como El Greco, Rubens, Caravaggio, Velázquez, Goya, Corrado Giaquinto, Tiepolo, Mengs, Bayeu, Maella…
El primer rey que lo habitó fue Carlos III y el último Alfonso XIII. Durante la II República, fue denominado Palacio Nacional, y Manuel Azaña, presidente de la República, vivió en él mientras ocupó la Presidencia, por lo que se da la paradoja de que el último Jefe de Estado español que habitó el Palacio Real fue un presidente republicano, puesto que Franco dispuso como residencia suya el palacio del Pardo, y aunque sigue siendo la residencia oficial de los Reyes de España, estos viven habitualmente en el palacio de la Zarzuela en los montes de El Pardo cercanos a Madrid, aunque se celebran en el edificio actos importantes, como recepciones, cenas de gala o actos como de la firma del Tratado de Adhesión a la UE o La Conferencia de Paz sobre Oriente Medio.

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(Este trabajo fue publicado el miércoles 14 de octubre en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7.)

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La espada de Fernando Álamo

No sé si se habrán percatado -yo acabo de hacerlo-, pero no suelo escribir sobre artes plásticas, y mirando hacia atrás me parece raro, porque suelo atreverme con casi todo ya que nunca tengo la pretensión de sentar cátedra sino de dar una impresión. Seguramente controlo más elementos técnicos en literatura o teatro, y tal vez en cine por las muchas películas que he visto. También es verdad que jamás he escrito una sola frase sobre danza, y es muy saludable porque es un arte que logra emocionarme pero que desconozco absolutamente.
qqq.JPGLas pocas veces que he escrito sobre artes plásticas lo he hecho tratando de acercarme como un espectador, no como un entendido, por varias razones. Una es que me baso en las emociones y en el impacto que una obra puede tener sobre mí; otra es que tengo que confesar que, en general, me aburre el habitual lenguaje que usan los críticos de arte, porque a menudo son juegos de palabras tan cargados de tecnicismos que finalmente no resultan atractivos y en consecuencia son poco comunicativos, como si se tratase de un lenguaje secreto que sólo entienden los iniciados. Hay una tercera razón, y es que a veces este lenguaje es simplemente un parapeto en el que se escudan quienes no dicen nada, bien porque no quieren comprometerse a favor o en contra de un artista, bien porque la obra no les dice nada y se les queda la mente en blanco. También ocurre que hay temerarios que se meten a críticos sin el más mínimo bagaje técnico, pero como tienen recursos literarios o meramente lingüísticos encajan en un folio una sopa de letras que estructuralmente es correcta, pero el discurso que contiene es digno de Cantinflas.
Como no quiero que esas cosas me ocurran, cuando me acerco a una obra plástica es siempre desde una perspectiva literaria, tratando de dar una mirada narrativa o poética, según los casos, pues los artistas en sus obras plásticas a veces narran y otras expresan un instante, una pasión, un sentimiento, o simplemente una mirada. En otras ocasiones hay todo un discurso, que traza un camino bien sea hacia el horror de la guerra, como ocurre en El Guernica, o hacia el tormento personal del artista que se trasluce en El grito. Cuando una obra no me dice nada, callo prudentemente, lo cual no invalida la obra sino que delata mi incapacidad para captar el lenguaje del artista.
Aunque no es este lugar para confidencias personales, tengo que decir que con la pintura tengo una relación muy complicada. No es difícil -más bien es habitual- que me conmueva en cualquier sentido una obra musical, literaria, cinematográfica, escénica o de cualquier otra forma de arte. La escultura y la arquitectura también me llegan con contundencia y la fotografía es uno de mis delirios. Pero la pintura es como una asignatura sentimental pendiente, porque me resulta muy difícil conmoverme ante un cuadro, aún estimando racionalmente que su técnica es buena, su composición perfecta y el uso de los materiales impecable. A veces ni siquiera lo novedoso, lo que impacta a muchas personas, me acaba de llegar.
Por eso, cuando tengo que escribir sobre pintura, casi siempre por el encargo de un texto para un catálogo, trato de hacer una lectura literaria de la obra y tratar de escudriñar la mirada del pintor, con el grave riesgo de equivocarme, pero siempre de buena fe, y finalmente el arte puede tener muchas lecturas, pues cierto estudio arrojó que la 6ª Sinfonía de Beethoven, renombrada La Pastoral, evocaba en muchos oyentes que la gozaban un paisaje cercano al mar en calma, y no lo que su nombre y probablemente las intenciones del compositor quisieron transmitir.
Amarillys-rojo-con-tres-man[1].jpgHay, por supuesto, pintores que me emocionan, pero no son muchos. Me vienen a la memoria ahora mismo las obras de pintores tan dispares como Gonzalo González, Alfonso Crujera o Paco Sánchez, que siempre me causan una especie de inquietud -por razones distintas- que a veces puede llegar a ser desazón, inseguridad y en una serie en concreto de Gonzalo verdadero desasosiego. Eso es lo que yo quisiera que me produjera la pintura con mayor frecuencia, pero está claro que mis ojos ven lo que ven y la pintura me llega hasta donde tengo capacidad de recepción. Por supuesto, hay más artistas y cuadros que me llegan, desde Cristino de Vera al más sombrío José Luis Fajardo.
En estos días La Regenta expone el último trabajo de Fernando Álamo que lleva como título Por narices. Es Fernando un pintor al que conozco desde hace muchos años pero con el que apenas he hablado, seguramente porque se han sumado circunstancias como la timidez o la oportunidad. Pero no hace falta, porque yo tengo mi propio diálogo con su obra, que parece hecha con espada en muchas ocasiones, porque se abre en canal y te lanza a la cara lo terrible que pueden llegar a ser los humanos cuando están bajo la mirada de un artista que combina sabiamente la comunicación poética, el don de la narración y el impulso reflexivo.
Y es por eso por lo que escribo por primera vez sobre pintura sin que nadie me lo haya pedido. Podría callar como hago siempre, pero no quiero porque Fernando Álamo es uno de los pocos pintores capaces de estremecerme, y no quiero utilizar ni una sola palabra del lenguaje habitual de los críticos, porque esto no es ni de lejos un trabajo crítico. Pero creo que un pintor que es capaz de conmover una mirada tan fría para la pintura como la mía, algo debe tener. Creo que se llama talento.
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(Este trabajo se publicó en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7 del día 3 de junio)