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Hablemos del tiempo

 

Hace unos días, el escritor Moisés Morán puso en Facebook una foto de una piedra y el siguiente texto: “Esto es una piedra… Verás cómo hay alguien que no está de acuerdo”. Y es así, el problema es que, como dice el filósofo Emilio Lledó, de poco vale la libertad de expresión si antes no hay libertad de pensamiento. Vemos en las redes sociales que hay gente que suelta lo primero que se le viene a los dedos, porque antes no se ha molestado en razonar su discurso, y discutirá que el Teide es una montaña. Es verdad que hay matices, y en segunda jugada veremos que es un pico, un volcán o un conglomerado magmático, pero montaña lo es por definición. Pues habrá quien lo discuta. Y como esta semana no tengo ganas de torear polémicas esperpénticas, voy a hablar del tiempo meteorológico, como si estuviese compartiendo ascensor y alguien dijera aquella frase tan original “pues parece que se ha quedado buena tarde”.

 

 

Resulta curioso que, cuando llega septiembre y octubre, la mayor parte de la población de Las Palmas de Gran Canaria se sorprende porque es en esos meses cuando, por lo general, desaparece la panza de burro y sube la temperatura en la ciudad más que en julio y agosto. Desde que tengo memoria, en septiembre suele haber rachas de calor que coinciden con la romería del Pino, y si un año ese día hace fresco, no tardará el Sol en soltarse la melena y darnos unas jornadas de calor con humedad, un bochorno que a veces se vuelve insoportable. Como decían los más viejos del lugar, el verano de verdad suele llegar en septiembre y octubre, y son famosos los veranillos de las nueces enganchando con noviembre.

 

Quienes viven en la capital grancanaria está acostumbrados a temperaturas no muy frías en invierno y no muy cálidas en verano, y todo lo que se salga de esa memoria climática aparece como novedad. Es verdad que hay cambio climático, es verdad que hay variaciones en las temperaturas, pero el fresquito de final de enero (es demasiado llamar ola de frío a 16 grados en las horas más gélidas) y quejarse de calor infernal por tres semanas más allá de los 30 grados (alcanzar 35 es muy raro) suena exagerado. De manera que desde que llegan esos días de final de verano y principio de otoño, o los de la frontera entre enero y febrero, adonde quiera que vas encuentras a gente tiritando o sofocada, quejándose del frío o del calor.

 

Lo curioso es que hay quien viene de lugares más fríos o más cálidos, y a poco que viva una temporada en la isla, se acostumbra a la benignidad del clima, y todo lo que no sea bonanza es frío o calor. Bien es verdad que la habitual humedad relativa del aire de una ciudad marítima, cercada por dos mares, agudiza las sensaciones de frío y calor, que en lo móviles se señala como sensación térmica.

 

Y superado el primer terceto, como Lope de Vega, pienso que mi “profundo” tema sobre los calores septembrinos tampoco está libre de que alguien le hinque el diente, y da igual que se le argumente que el sol está en septiembre más vertical que en julio sobre las Islas Canarias porque La Tierra se mueve hacia el norte para que el Sol caliente e ilumine la primavera y el verano en el hemisferio austral. Ni siquiera los hechos científicamente contrastados escapan a discursos imposibles. La muestra es que hay quien sigue creyendo que La Tierra es plana, que las vacunas contienen un microchips para controlarnos o que el Covid-19 se cura con un brebaje derivado de la lejía, o incluso que el virus no existe. De manera que no sería tan excepcional que alguien discutiera hechos comprobados y demostrables por estadísticas históricas de la ciencia meteorológica. Y, por supuesto, el cambio climático está aquí, pero esa es otra historia.

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En la fantasía también hay sufrimiento

 

Ahora que acaba de partir el gran Jean-Paul Belmondo, conviene recordar que, a finales de los años sesenta, había por aquí cine americano y música anglosajona, como ahora, pero también había cine italiano, sueco y francés. Con la música pasaba igual, desde Aznavour a Silvie Vartan, desde Celentano y Nicola Di Bari a Rita Pavone. Ahora llegan algunas canciones o películas de esos países, pero no con la continuidad de entonces. Si queríamos reírnos sin parar, ver dramas románticos con un toque cómico, cine profundo o negro, podíamos escoger entre Jeanne Moreau, Luis de Funes, Annie Giradot, Alberto Sordi, Ives Montand, Delon, Sophia, Lino Ventura, Claudia, Silvana, Gassman… Y con la música, igual: Johnny Holliday, Modugno, Iva Zanichi…

Y toda esta cultura europea forma parte de una generación que empezaba a interesarse por el mundo. Para los chicos, había dos diosas indiscutibles, intocables y, por supuesto, eternas. En el cine reinaba la distante y al mismo tiempo magnética Catherine Deneuve, daba igual qué película hiciera, aunque parece que la corona mediática la tenía Brigitte Bardot, creo que demasiado explícita para quienes nos gusta el misterio. En la música, nuestra diosa era Françoise Hardy, espigada, elegante, con esa media sonrisa de Gioconda y una melena tan lángida como su voz susurrante. La canción Tous les garçons et les filles (1962) se convirtió en el himno del reino de nuestras fantasías, y aguantó en el santuario intocable de nuestros sueños hasta más allá de 1970.

 

Esos dioses y diosas que teníamos por inmortales, también se van. Esta semana se ha ido Belmondo, y seguimos con tristeza el sufrimiento de Françoise Hardy, invadida por un cáncer terminal y que clama ante los tribunales que la medicina acabe con su dolor. Le han dicho que no, y nos sentimos impotentes porque el destino es implacable, incluso para la gente que hizo feliz a millones de personas. Cruzo los dedos por que se acabe ese sufrimiento inhumano de una mujer que fue el símbolo de una época. Te queremos Françoisse. Por desgracia, ni siquiera la fantasía se libra del sufrimiento.

 

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Coordinar políticas culturales

 

Cuando llegan tiempos de crisis, donde primero se cierra el grifo es en el área de cultura, y nadie se rasga las vestiduras porque generalmente se entiende que la cultura es un lujo del que se puede prescindir. Y esto habría que mirarlo con detenimiento, porque has diversos aspectos que dignos que analizar.

En primer lugar, habría que establecer lo que cada una de las instituciones públicas que inciden en el área entiende por cultura (casi un centenar en Canarias entre ayuntamientos, cabildos, gobiernos de Canarias y Central), además de entidades privadas que se mueven cerca de este campo. Porque en los presupuestos de cultura entran desde las fiestas tradicionales, con sus fuegos artificiales y bandas de música, hasta  lo más elitista, desde la música clásica a la poesía, sin olvidar que en medio hay un gran espacio ocupado por manifestaciones multitudinarias como la música “pop”, y otras artes plásticas o escénicas.

 

La cuestión es saber cuánto se gasta –con cifras presupuestadas- en Canarias en estos eventos. Si sumamos todo lo antes enumerado, podríamos rebasar los 150 millones de euros, unos 25.000 millones de pesetas, para que se entienda bien. Es evidente que la mitad de esta cantidad va para esas fiestas básicas y tradicionales que en ningún modo pueden faltar porque forman parte esencial de la idiosincrasia de nuestra gente: romerías, procesiones marineras, festivales folclóricos, fiestas singulares como los carnavales, La Rama, el Charco y otras fechas que están grabadas a fuego en la tradición del pueblo canario.

 

La otra mitad de esos 150 millones se dispersa en multitud de actividades sean de música, literatura, artes plásticas, danza, teatro o cualquier otra manifestación cultural, que a menudo se duplica y aun se triplica y que en cada institución se hace según su criterio. Está claro que todos tienen derecho a definir sus políticas culturales, pero el caso es que no suele haber una línea, sino que se va rellenando el calendario a salto de mata, publicando aquí, exponiendo allá, subvencionando una actuación musical acullá.

 

Y de esa manera se dispendia en Canarias al menos la friolera de más de 70 millones de euros, que se gastan con la mejor voluntad pero sin un norte fijo, y eso sin contar con las aportaciones que en forma de sponsorisación hacen firmas comerciales y empresas, lo que podría aproximar la cifra a los 80 millones de euros gastados sin ningún criterio.

 

Cuando empezó la pandemia se dijo aquí y allá que habría que diversificar el riesgo y que el mayor peso no recayera en el turismo. Estamos viendo que dónde dije digo Diego y al final lo que se intenta es volver a lo mismo que había. Si lo que se pretende es que el futuro de Canarias sea el turismo de calidad, tendríamos que diferenciarnos de la desnuda oferta de sol y playa de nuestros competidores más cercanos, que tienen unos costes mucho más bajos y por lo tanto una competitividad tremenda. Canarias tiene que diferenciarse por estar en el mapa mundial de muchas cosas, y si hablamos de gastar esos 80 millones anuales en eventos muy atractivos, muchos se escandalizarían.  Sin embargo, se gastan, muchas veces a la buena de Dios.

 

Y a ello podemos unir lo que se gasta en eventos deportivos también sin una línea determinada. Canarias puede celebrar tres o cuatro eventos anuales de gran envergadura, que atraería la atención de los medios internacionales sin tener que citarlos expresamente. Un torneo de ajedrez, de tenis o de golf, un festival de música de un género concreto como el latino, coronado con primeras figuras mundiales en cada materia, y eso sería suficientemente atractivo para que Canarias figurase en los noticiarios del mundo por el peso de quienes participan. Y no habría que gastar más, sino racionalizar lo que ya se gasta.

 

Para ello habría que sentarse y determinar líneas maestras de actuación en cada área, y de ese modo canarias sería un foco de atención y a la vez nuestra cultura tendría un cauce para salir del aislamiento en que se encuentra, por mucho que digan los teóricos que el centro está ahora en la periferia. El centro está dónde está, y no está en Canarias porque aquí nadie se lo ha propuesto y todo se reduce a ir subvencionando actos que se pierden en el olvido y que no sirven al pueblo, a los creadores y no estoy seguro de que se reflejen en la economía.