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Teneguía 1971; lo que viene siendo un volcán.

 

Desde hacía dos semanas no se hablaba de otra cosa que del volcán de Fuencaliente, isla de La Palma.  Todavía no le habían puesto nombre, pero la gente se hacía una idea con las imágenes que aparecían en las fotos de la prensa y alguna película en el Telecanarias. El volcán era como un fantasma lejano en blanco y negro, aunque en Las Palmas de Gran Canaria muchas personas decían haber sentido los movimientos sísmicos previos a la erupción, tres islas más allá. Seguramente es verdad, pero ni yo ni persona alguna que yo conociera, percibimos en Gran Canaria esos terremotos de los que se hablaba a posteriori.

 

 

El volcán -que acabarían llamándose Teneguía- entró en erupción el martes 26 de octubre de 1971, a media tarde, y estuvo activo hasta el 18 de noviembre (23 días) aunque luego  siguió expulsando gases durante meses.  Nos enteramos de la erupción al día siguiente, por la prensa, aunque seguramente la radio diría algo en los informativos de Radio Nacional de España (únicos entonces), pero con apenas veinte años no estábamos para escuchar la radio a las nueve de la noche en casa. En los periódicos, fotos, todas distintas, con poca definición en las que se veía lo que se suponía era el volcán, pero lo mismo podría ser otro de archivo o los fuegos artificiales de San Lorenzo.

 

La desbandada de grancanarios hacia La Palma a ver el volcán se produjo el fin de semana siguiente, porque encima el lunes era 1 de noviembre -Todos los Santos- y había puente. Los más afortunados encontraron billetes de avión -vía Tenerife- y alojamiento en el Parador de Santa Cruz o en algunos otros establecimientos de menos categoría. La mayoría tuvo que alistarse entre los pasajeros del correíllo, con escala, e incluso transbordo, en Santa Cruz de Tenerife.  Una vez en La Palma, era toda una aventura pillar una guagua hasta Fuencaliente, o, si tenían dinero, se unían cuatro y pagaban un taxi. Se asomaban a la curva de la carretera por encima del volcán, desde donde no dejaba pasar la Guardia Civil, y contemplaban durante un rato el surtidor de lava, que luego corría hacia el mar cercano como una barranquera. Verlo de noche era más espectacular, y hubo mucha gente que pasó la noche al raso hasta primera hora de la mañana, cuando pasara la desvencijada guagua inglesa que los devolvería a Santa Cruz, al correíllo y a su isla, que entre tanto ajetreo les pareció muy distante.

 

Cuando se le preguntaba por los detalles a aquellos que presumían de haber estado cerca del fenómeno geológico, que vieron la erupción entre brumas de cansancio, solían explicarse: «Pues un volcán, lo que viene siendo un volcán». Vale.

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El diablo de Cumbre Vieja

 

Hace exactamente dos años, estuve unos días en Los Llanos de Aridane, y me hospedé en un hotelito muy acogedor, que servía el desayuno en una terraza, que continuaba en una azotea espléndida desde la que se dominaba toda la vertiente occidental de la isla de La Palma, desde las estribaciones de la entrada de la Caldera de Taburiente hasta el mar de Tazacorte y las estribaciones de Cumbre Vieja que se perdían de vista por el sur. Era siempre un momento mágico, me encontraba en un remanso de paz, quietud y belleza serena, sin necesidad de ir a ninguna parte ni decir una sola palabra.

 

 

Una de esas mañanas, varias personas rematamos con un café en la azotea, gozando de la envoltura de una isla que parecía arrullarnos. El reloj es siempre inflexible y hubo que romper la magia y devolver las tazas vacías. Al despedirme, le dije al joven camarero que nos atendía que me iba con dolor de mi alma porque tenía asuntos que atender con horario fijo, y que aquel entorno infundía un estado emocional insuperable en su placidez. En lugar de asentir o simplemente sonreír como hacen por costumbre los profesionales de la hostelería, el joven puso cara de advertencia y me dejó pasmado con sus palabras:

 

-Todo eso que dice de la paz, la belleza y la tranquilidad es cierto -me soltó, en un discurso que parecía bien fundamentado-, pero toda moneda tiene una cara y una cruz. No hay que fiarse de Cumbre Vieja, porque dentro de ella vive el diablo, y de vez en cuando sale hacer sufrir a la gente.

 

-No me diga usted eso, que tanta belleza no puede ser cosa del diablo.

 

– ¿Qué no? -sentenció-. Mis padres lo sufrieron en una ocasión, y mis abuelos dos veces, y si seguimos para atrás, ha venido casi cada siglo, y en algunos, como el siglo XX, ha repetido. Ya no debe tardar el diablo en salir otra vez a llenarlo todo de fuego y destrucción. Que pase un buen día y todo le salga bien.

 

Se refería sin duda a la erupción del volcán de San Juan en 1949 y a la del Teneguía en 1971. El joven tenía muy claro que en aquel lugar había que pagar un peaje por tanta paz y tanta belleza.

 

El domingo pasado, cuando Cumbre Vieja reventó de nuevo, me acordé inmediatamente de aquella breve conversación que tuve con el muchacho palmero hace dos años, que yo tenía aparcada en el desván del cerebro como cosa insustancial y sin recorrido. De golpe, me vinieron a la memoria consciente sus palabras, sobre todo cuando dijo “ya no debe tardar el diablo en salir otra vez”, que en su momento no tuve en cuenta y que, en cuanto vi en la televisión la columna de humo y el río de lava brotando de Cumbre Vieja, como si se hubieran abierto las puertas de infierno, me retumbaron como el anuncio de un oráculo con dos años de anticipación.

 

Tal vez por eso, no comparto expresiones como “el gran espectáculo de la Naturaleza”, “La belleza y el dolor” o “la grandiosidad de la furia del planeta se observa mejor de noche”. Todo eso me pare terrible. Un volcán es la Naturaleza en movimiento, eso no se discute, pero yo no le veo la belleza por ninguna parte, me parece el horror, y eso que en televisión no se aprecia el rugido de La Tierra que acompaña a la erupción (me impresionó cuando estuve al lado de la erupción del Teneguía hace casi 50 años), un ruido sobrecogedor que no se parece a nada, y eso que entonces ya el volcán estaba a punto de apagarse. ¿Es un espectáculo? Sí, por supuesto, como un bosque ardiendo, un choque de trenes, el derrumbe de un edificio o el hundimiento del Titanic. Todo lo aparatoso, infrecuente y exagerado suele ser espectacular, pero no es sinónimo de bello. Y si no, pregunten a quien el nuevo volcán se le ha tragado su casa, su medio de vida y hasta parte de su tránsito vital. La sensación de impotencia, el miedo y el dolor por la memoria personal fundida bajo la lava no hay ayuda institucional que pueda repararlos.

 

Por eso creo que hay que estar con los palmeros hasta que el diablo de Cumbre Vieja se vaya de nuevo al infierno; y después más, sin reservas y con generosidad. Es que ahora se ponen a discutir el nombre que debe llevar el volcán. Da lo mismo, lo importante es que se apague. Algunos abogan porque le pongan un nombre aborigen; como dice un amigo, que lo llamen Yeray si les parece; lo que sí es imprescindible es que se conviertan en hechos las palabras solidarias que se han pronunciado estos días. Bonitas, sin duda, pero serán más bonitas cuando se cumplan.

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Confesiones

 

En sus comienzos, los blogs fueron en su mayor parte visiones de alguien sobre lo que pasaba a su alrededor o un dietario de su propia vida, que si está bien contado es interesante el de cualquiera.  Luego se fueron especializando y algunos han llegado a ser referencias sobre distintas materias. Cuando abrí el mío, en 2008, de alguna manera quise sustituir aquella columnita diaria, Al reverso, que durante años escribí en la página 2 de Canarias7, al lado del chiste de Morgan.

 

 

Quise llamarlo BARDINIA en alusión al espacio literario en el que transcurren varias de mis novelas. Era diario y cortito, como el mencionado artículo del periódico de papel, con el que tanto me ejercité en la síntesis, porque en medio folio tenía que exponer, desarrollar y concluir una idea alrededor de un asunto de actualidad. En el blog, pronto empecé a extenderme algo más en el tamaño y a espaciar la periodicidad.  Se convirtió en un cajón de sastre en el cabía cualquier tema y todos los enfoques, si bien hice algunas series como el de Cartas a Galdós, que saqué en diez domingos consecutivos. Y he continuado, pero nunca he distanciado una entrada de otra más allá de una semana.

Ahora estoy dándole vueltas a una nueva serie. Dentro del blog tendría su propio espacio, porque me ronda la idea -que no sé si cristalizará- de contar episodios de nuestra historia entre la realidad y la ficción, al modo de Crónicas del salitre, en el que sea posible transformar en personajes al Mariscal Montgomery, a Willy Brandt a María Callas o a Igor Stravinski en la  playa del sur de Gran Canaria aledaña a un hotel de muchas estrellas; un juego literario que,  como las mencionadas anteriormente, diera una visión -mi visión- de cómo yo imagino que fueros algunos hechos, y en los que tal vez exagere o me quede corto, porque la historia completa nunca la sabremos sobre nada. Y les cuento esto porque es mi espacio público más personal, y quién sabe si me puede la pereza y al final no se materializa.  Incluso merodea el título genérico de la serie, que podría llamarse Nuevas Crónicas del Salitre, o Quién sabe si es verdad, o…