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¡Ah! ¿Pero hay pandemia?

 

De repente, me he percatado de que sigue habiendo pandemia, que el dichoso virus no solo no se ha ido, sino que encima se ha inventado otra mutación, cosa que tampoco es tan rara porque siempre nos han dicho que los virus mutan. Cuando el suelo se abrió en La Palma, hace dos meses, casi coincidió con la relajación de las medidas covid. Las islas fueron bajando sus calificaciones y llegó el momento en que todas estaban en nivel 1. Ahora empiezan a subir los índices, aunque hay tercera vacunación para el sector más vulnerable de la población, y como el volcán empieza a ser cansino, los medios vuelven a meter informaciones, debates y titulares sobre la pandemia en sus espacios. Es decir, o esto ha sido muy mal explicado o la población entiende lo que le da la gana.

 

 

Cuando dijeron que ya no era obligatorio usar la mascarilla en espacios exteriores, eso llevaba coletilla, lo que en román paladino llamamos letra pequeña. Pero por lo visto, o la letra es diminuta, o no nos apetece seguir leyendo más allá de entender que podemos librarnos de la mascarilla. Se dijo que se podía dejar de usar en espacios abiertos, y siempre que no hubiera riesgo de romper la distancia de seguridad. Pero eso da igual, vas por las calles transitadas donde la gente se cruza y se apelotona y las mascarillas han ido desapareciendo; es más, si llevas una FFP2, la más protectora, algunos te miran con displicencia, con cara de perdonarte la vida porque supongo que piensan que el portador de la misma no se ha enterado.

 

Hasta hace un par de meses, en general se guardaban las distancias, se saludaba con el codo o con la mano en el pecho, como reverencian los civiles a las banderas, especialmente en las series norteamericanas. Ahora ya hay apretones de manos, abrazos y otras muestras de afecto social o personal, y no siempre con mascarilla. El gel hidroalcohólico es una leyenda del pasado que solo está en los establecimientos públicos (no en todos), y quiero suponer que las manos se sigan lavando con frecuencia.

 

Tomar conciencia de tener las pautas completas de la vacuna ha abierto una espita, y muchas personas se sienten invulnerables porque están vacunadas, y cuentan con el supuesto porcentaje de inmunidad que han adquirido. Pero queda un porcentaje, aunque sea pequeño, de contagiarse y de transmitir el virus, pue no se olviden que, si hay un hueco por el que entrar, el virus pasa. Es el principio de incertidumbre de Heisenberg, que viene a decir que finalmente las cosas suceden o no, y los grandes porcentajes pueden ser barridos a veces por ínfimas cifras. Si un poderoso equipo de fútbol, con presupuesto millonarios, juega contra un equipito modesto de tercera división, las posibilidades de ganar son altísimas, pero siempre hay un pequeño porcentaje a favor del débil, y de hecho rutilantes equipos han sido derrotados por otros que a veces no son ni profesionales. Ese es el espacio que ocupa la vacuna; grande, y por eso hay que vacunarse, pero no infinito.

 

No soy científico y por lo tanto no puedo decir por qué llaman vacunas a productos que tienen efectos distintos. Debido a sus características, las vacunas contra los virus han de repetirse con determinada periodicidad, porque van cambiando y nunca desaparecen. Por eso cada año hay que vacunarse contra la gripe. Cuando es contra otro tipo de patógenos, la inmunidad puede llegar a ser total y de por vida. Un ejemplo es la viruela, que no es producida por un virus, y es una enfermedad que la OMS ha dado por erradicada. Las vacunas contra el covid aumentan las defensas y hacen que la enfermedad sea menos grave en caso de contagio, porque su cobertura no es total ni en el grado de inmunidad ni en el tiempo. Por eso tendremos que convivir con el virus, no queda otra.

 

Por eso no entiendo la despreocupación que se palpa en el ambiente, acudiendo sin precauciones a actos masificados, y dejando que se relajen las medidas, ahora que vienen meses de aglomeraciones, festejos y compras. Si lo dejamos así, el virus nos aguará la fiesta, y al final volverá a atacar también a la economía, en nombre de la cual las autoridades miran para otro lado. Y ya que estamos, no veo que se refuerce el personal sanitario.

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¿Qué diría mi madre?

 

El 13 de noviembre de 1929 nació mi madre, Carmela para la familia, Carmelita para el barrio, Carmen para mí. Era de esas personas cuya presencia notas aunque esté callada en un rincón, no solo porque fuese guapísima, que lo era (no lo digo desde mi perspectiva de hijo, sino que es un juicio objetivo que puede corroborar quienes la conocieron).  La belleza por si misma no es suficiente para respaldar esa poderosa personalidad,  una fuerza interior tan tremenda.

 

 

Sin hacer ningún esfuerzo por su parte, fue el centro de referencia de una parentela numerosísima. Cuando había que tomar una decisión de cierta transcendencia se esperaba su opinión.  Tenía una inteligencia y un instinto admirables. Después de sopesar en silencio todos los elementos, se pronunciaba sin gritar, con suavidad, pero sonaba a  sentencia. Su palabra era ley, como en las rancheras que tanto le gustaba cantar. No era cosa de los años y la experiencia, porque la recuerdo siempre así, desde que yo era niño, cuando un día le pregunté su edad y me dijo: «27 años». Ya entonces era el puerto seguro al que llegar no solo la familia, sino todo el vecindario, y si los de su sangre consultaban con Carmela,  la vecindad fiaba en Carmelita. Yo le sacaba veinte centímetros de estatura, y siempre me pareció que tuviera que mirar hacia arriba. Supongo que eso es el carisma.

 

Se fue con el siglo anterior, para mí muy pronto, pero no hay un día en que no la tenga presente. Hace ya 21 años que se marchó, pero siempre tengo la sensación de que acaba de irse, o que sigue estando.  Hoy, 13 de noviembre, habría cumplido 92 años. Tenía un refrán para cada asunto, y ahora hay que tomar las  decisiones de cierto calado sin saber antes su opinión, pero siempre me pregunto: ¿Qué diría mi madre?

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Respeto a las personas mayores

 

Ya es crónico que la ayuda a las personas mayores o discapacitadas sea una asignatura pendiente de todas las administraciones canarias. En primer lugar, porque, para acceder a esa lista, hay que atravesar un galimatías burocrático, y se embarulla porque hay unas responsabilidades repartidas entre administraciones a distinto nivel. Recorrer ese sendero es un calvario de idas y venidas, esperas interminables y, finalmente, no se sabe muy bien quién tiene que hacer qué, o tal vez los sepan las instituciones responsables, y al cabo la ciudadanía tiene la sensación de que se pasan la pelota.

 

 

Una vez conseguido el status que fuere, después de varias visitas de asistentes sociales, valoraciones técnicas y otros trámites, esas ayudas domiciliarias, subvenciones imprescindibles, asistencias a centros de día o entrar en residencias públicas, no son inmediatas, va de meses a años, en edades en las que las expectativas vitales son muy cortas. Mucha gente muere con el reconocimiento oficial de sus necesidades, pero sin que nada se mueva; otros sin que ni siquiera haya terminado la subida a ese Gólgota burocrático que no se sabe muy bien dónde ni cuándo termina.

 

El discurso siempre ha sido el mismo, echar la culpa a las circunstancias, aunque siempre hay dinero para proyectos inverosímiles. A partir de 2008 se hizo endémico el sonsonete de la crisis financiera internacional que también nos afectó, y de qué manera. Cuando decían que ya se empezaba a remontar, llegó el covid-19, y ese fue un argumento irrebatible que sin duda dañó las políticas sociales. Ahora no sé cuál será la justificación para explicar la lentitud (que acaba acarreando el abandono) de las personas que lo necesitan. En justicia, hay que recordar que estas personas mayores arrimaron el hombro con generosidad para salir del agujero económico de la posguerra. Sí, esa gente se entregó pensando en los que vendrían después, procurando siempre que sus hijos y sus nietos no tuvieran que sufrir lo que ellos sufrieron. Se les debe el máximo respeto. Y ese respeto empieza por cuidarlos.

 

Hay muchas personas de las generaciones más jóvenes (y no tan jóvenes) que piensan que el mundo fue siempre así, como ellos lo han encontrado y disfrutado. Se olvidan del esfuerzo colectivo que se hizo durante décadas, sin rechistar, pero con la mirada puesta en los demás, en el futuro. Esa abnegación la veo como un acto de amor por la gente que nacería muchos años después. Y a esas personas que lo han dado todo se les ponen mil trabas de ventanilla en ventanilla. Es injusto, y muy triste saber que Canarias está a la cola en la atención a las personas mayores o con alguna discapacidad.

 

Ah, sí, están las residencias privadas, que son casi inalcanzables para la mayoría, porque, como ocurre con todo servicio al público en el sector privado, se convierte en negocio. Además, ya hemos visto algunos casos en los que la atención a los ingresados era medieval. Porque las residencias no pueden ser almacenes en los que languidecen seres humanos. También se acude al argumento de que donde mejor están las personas mayores es en su casa, con su familia. Eso es indiscutible, pero a menudo sin esos apoyos externos no se puede, porque ahora, por fortuna y justicia, las mujeres también tienen amplio acceso al mundo laboral, y en la mayoría de los casos es físicamente imposible salir a ganarse el pan y a la vez cuidar a una persona mayor. Por desgracia, esto es más habitual de lo que sería deseable, y aquí tenemos otra reivindicación feminista, porque estas tareas recaen casi siempre y por inercia en las mujeres.

 

Y como terminan las instancias, el firmante no pide, ni solicita (mucho menos, suplica) EXIGE a quienes corresponda, que se pongan las pilas, porque lo de las personas mayores no es cuestión de beneficencia, sino de justicia.