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Hasta siempre, Almudena.

 

Admirada Almudena Grandes:

 

Sabes que hay escritores que separan su obra de su actividad política o social, como Julio Cortázar, que se preciaba de ello, pero, como la cabra siempre tira al monte, su pensamiento se filtraba en las historias que escribía.  Que otros unen el activismo a su escritura, como Rosa Montero con el feminismo o Luis Sepúlveda con la ecología. Y que aún hay otros que constantemente contradicen su actividad periodística, social y política con la esencia de su mejores novelas, que es caso de Vargas Llosa. Así, la mayoría, Borges aparte, porque el que se decía argentino creo que vino de otro planeta. También sabes que medran los que no se comprometen ni en la vida ni la literatura; por muy famosos que lleguen a ser, desaparecerán como la niebla apenas apriete el sol del tiempo.

 

 

Siempre te percibí como un ente unitario de acción y pensamiento, cuando escribías novelas, cuando hablabas, cuando disparabas tus artículos y en la vida social y política, porque todos hacemos política hasta por omisión (en tu caso, por acción).  Dejas una obra comprometida con muchos objetivos, que siempre son largas y duras luchas: feminismo, justicia social y sobre todo con la memoria histórica, tu caballo de batalla desde siempre. Nunca te apartaste de esa línea, y en tu última etapa estabas rescatando el conocimiento del dolor y el olor a tierra quemada que siempre fue el santo y seña del Nacionalcatolicismo, que tanto daño hizo a España, si es que aún no sigue haciéndolo.

 

En esta trayectoria siempre fuiste ejemplar, pero eso no debe hacernos olvidar tu valía literaria, porque construir una obra tan sólida necesita un enorme talento y mucho trabajo. Cuando se escribe con honestidad, se suda, no es magia, es una labor a veces extenuante. Por eso creo que tu obra  crecerá con el tiempo, porque no es niebla y aguantará todo el sol que le caiga, que será mucho, porque un parte de este país, que es muy poderosa, tratará de borrarla, como han intentado hacer desaparecer a Carmen Laforet, Arturo Barea, Carmen Martín Gaite o Ángel María de Lera, y seguro que también lo intentan con Juan Marsé y Jorge Semprún. Pero no podrán.

 

Te has ido demasiado pronto, pero la obra que dejas es un asidero que siempre valdrá para quienes tratan de que nuestro país deje de estar manejado por la crueldad, la injusticia, el dolor y el miedo. También dejas un gran legado para quienes amamos la literatura honesta. Por eso hoy es un día muy triste. Descansa en paz, Almudena.

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La inercia milenaria de la violencia machista

 

La violencia se ha enseñoreado del mundo. Lo más terrible de todo es que un ser humano no pueda sentirse seguro ni entre las personas que supuestamente conforman su familia. Y ahí está la violencia contra los niños o contra los ancianos, y sobre todo la violencia contra las mujeres, que es ejercida por hombres que se las tienen de muy hombres, cuando la hombría es inversamente proporcional al uso de la violencia. La expresión «crimen pasional» es un eufemismo y es mentira: quien siente pasión por algo no lo destruye. El viejo tango, machista y simiesco, dice «la maté porque era mía». Nadie es de nadie, y ese orgullo estúpido que se ubica en otra persona en el colmo del absurdo. En Turquía o en La India los propios familiares asesinan a mujeres que han sido violadas, porque esa violación es una vergüenza para el clan familiar y lavan su honor matando a la víctima.

 

 

Trasladado a Occidente es el estúpido honor calderoniano, el que hasta no hace mucho hacía que dos hombres se batieran en duelo porque habían sido ofendidos en otra persona (su esposa, su hermana, su novia). Estos tics ancestrales hacen que el hombre se comporte como los animales que pelean por su territorio o por la hembra en época de celo. Y ahora que conmemoramos el Día Internacional contra la violencia hacia las mujeres, los hombres deberíamos hacer piña, porque si nosotros no damos un paso al frente contra esta barbarie estaremos siendo cómplices con máscaras de buenas personas.

 

Inmediatamente surge un mantra que se repite hasta el cansancio: “es un problema de educación”, y se mira hacia la enseñanza. Es cierto que en las aulas la educación para la igualdad es muy necesaria, pero la vida también está fuera de las puertas de los colegios. Dice un adagio africano que para educar a un niño hace falta toda la tribu, y esa tribu empieza por la propia familia, pero luego están los estímulos externos que llegan a través de los medios de comunicación, y es ahí donde también hay que hacer una labor fundamental. Los medios audiovisuales tienen una penetración social tremenda, imposible de conjurar por una escuela, y los deslices machistas son continuos, cuando no conforman la columna vertebral de programas de televisión, en los que las mujeres son tratadas como objetos. El mundo de Internet merece espacio aparte, porque hoy la red preside la vida social, para lo bueno y para lo malo.

 

Y aunque esta educación fuera suficiente, la mayor parte de la sociedad ya no acude a la escuela.  Pero la educación dura toda la vida, y los adultos también reciben estímulos de todo tipo que inciden en sus comportamientos. Y en eso hay que ser muy cuidadosos, porque más de una vez ocurre que, tratando de concienciar en este asunto y obrando de buena fe, se mete la pata, como ocurrió hace unos años, cuando el ayuntamiento de Zamora, tratando de acabar con los chistes que degradan a la mujer, llenó la ciudad de chistes machistas.  No sé si esos vídeos institucionales con escenas muy realistas de violencia, que tratan de alertar sobre el problema, pueden generar en muchas personas los mismos efectos que se presume a los chistes machistas de Zamora.

 

Lo más terrible es que, en los últimos tiempos, está habiendo un repunte, y lo que preocupa es que esa violencia aumenta más en jóvenes e incluso adolescentes; aparecen con demasiada frecuencia distintas manifestaciones públicas, incluso algunas que se supone de resabido corte intelectual, en las que figurones que se sienten por encima del bien y del mal hablan sin freno y dicen tales barbaridades que hacen que uno viaje hacia atrás en el tiempo, como si estuviera leyendo las consignas de la Sección Femenina del franquismo. Y hemos de ser conscientes de que todos hemos sido educados en el machismo secular, y que hemos de estar muy alerta porque, desde que perdamos la centinela de la racionalidad, salen a pasear cinco mil años de inercia. También las mujeres. Ojalá muy pronto, por innecesario, podamos tachar de los días reivindicativos el que nos recuerda el horror machista. Mientras tanto, apliquemos la doctrina de que cada día es 25 de noviembre.

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De las castañas al macrobotellón

 

El olor a castañas tostadas hace que regresemos a tiempos pasados, cuando, en los últimos meses del año, la calle de Triana de Las Palmas de Gran Canaria y sus transversales eran un hervidero, casi no se podía caminar, porque todavía no era peatonal y los coches y las personas convivían entre el ruido,  las proclamas de los vendedores de lotería de Navidad y el ajetreo de idas y venidas de adolescentes que vendían números de rifa para recaudar fondos para los primeros viajes final de curso, que eran entonces la novedad.

 

 

Desembocabas en el parque de San Telmo y había puesteros de artesanía (casi siempre con un aire hippie que olía a pachuli). Cerca de la ermita solía ponerse el chiringuito de las muñecas Chochona, con su pregonero al micrófono, y al lado del quiosco (entonces se escribía con K) se ponía la vendedora de turrones La Moyera.  En cada esquina del parque se agolpaba la chiquillería en busca de los puestos de roscas o nubes  de algodón de azúcar, que funcionaban con un generador de gasolina que tenía un traqueteo característico. En medio, un poco más allá del gran árbol que preside y que es el eje de Belén municipal, había atracciones de feria para los más pequeños, que simulaban trenes, aviones o barcos, y por el otro lado el tiovivo con su música particular. Al fondo del parque, los cochitos de choque hacían las delicias de  jóvenes y no tan jóvenes, con música de actualidad como fondo y los pitidos habituales al empezar y acabar el tiempo de la atracción. Y en todas partes, calle o parque, puestos de castañas tostadas  servidas en un cucurucho de papel de periódico.

 

Queda en la memoria de generaciones pasadas, porque ahora no se vive ese ambiente, y no podemos echarle la culpa a la pandemia, porque hace años que ha ido desapareciendo, tal vez porque ya no están las tiendas propias de la zona y se multiplican las franquicias, o porque la burocracia lo hipercontrola todo. Lo que era habitual en los meses fríos se concentra en unos días estrictos en los que se montan carpas y casetas para vender artesanía, un esporádico puesto de algodón de azúcar en el parque y un tostador de castañas en una esquina de Triana, que es el que me ha hecho recordar y el único vínculo con aquella improvisada verbena popular que, ahora, en la Noche de Reyes, se ha convertido en un enloquecido macrobotellón.