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Dos escenas urbanas

 

LPGC, escena uno.

 

En la amplia Avenida Mesa y López, por la zona de unos grandes almacenes que no hace falta nombrar, se disfruta de la amplitud de una peatonalización que ha convertido en una inmensa plaza adoquinada lo que antes era un híbrido entre bulevar y rambla, con un gran espacio central para peatones y una vía de dos carriles en cada sentido. El cambio es reciente y un ciudadano pasea disfrutando del frescor de la tarde, sumido en sus pensamientos y disfrutando del espacio sin coches y con pocos bancos, seguramente para propiciar que la gente mueva las piernas y, de paso, el corazón. Todo muy idílico saludable hasta que…

 

 

El ciudadano se espanta cuando escucha a su espalda un bocinazo ensordecedor. Da media vuelta y se topa con un enorme edificio metálico, amarillo y acristalado: ¡una guagua! El conductor lo llama caradura con el gesto de abofetearse. Asoma por la ventanilla y le grita. El ciudadano está paralizado por el susto y la sorpresa; ¿qué hace una guagua enorme en medio de una plaza arbolada y adoquinada? Piensa que el conductor de aquel gigante amarillo se ha vuelto loco y se ha metido por una zona peatonal. Del susto pasa al cabreo y llama al guagüero irresponsable, le dice que es un peligro público y que lo denunciará a la policía y a Guaguas Municipales.

 

Pero le esperaba una nueva sorpresa, porque dos guardias se dirigen hacia él y lo “invitan” a que se marche y no siga entorpeciendo el tráfico. ¿El tráfico? Pero si es una plaza, con sus ladrillitos tan bien colocados, tan bonita como un edredón de password en tonos grises. Y se pregunta si está en una pesadilla o ha pasado a otra dimensión, y que ahora las guaguas circulan por las plazas, los parques, los patios de los colegios y quien sabe si hasta es posible que tengan un sistema anfibio que les permita navegar.

 

Pero no, es real, o él lo percibe como real, sobre todo cuando el más alto de los guardias pone cara de Clint Eastwood. Resulta que por el centro de ese tramo “peatonal” de Mesa y López pasan varias líneas de guaguas, sin que nadie pueda sospecharlo porque no han dejado siquiera un carril asfaltado para que el personal se dé cuenta de que pisa terreno pantanoso. Imagino que, si el ciudadano de mi relato hubiese ido con prisa, podría haber ido hasta corriendo a trote cochinero, y el conductor de la guagua se daría cuenta de su presencia cuando lo viera estampado como una calcomanía en el parabrisas.

 

LPGC, escena dos.

 

Una mujer joven viaja en el transporte público, con un carrito de bebé. También lleva un voluminoso bolso en el que debe acarrear todos los aparejos que suelen acompañar a un bebé. Se levanta, toca el timbre porque tiene que bajarse en la parada que está en la calle León y Castillo, poco antes del cruce con Juan XXIII. La guagua se detiene, abre la puerta y un joven que continúa viaje le ayuda a bajar el carrito. La calle, que antes era de tres carriles, se ha quedado con uno para automóviles porque los otros dos se los han comido el carril bici y la ampliación de las aceras. La guagua circula por ese carril único, por lo que, cuando se detiene en la parada, detrás de ella tienen que pararse todos los vehículos que van en su mismo sentido, que es único para los automóviles, mientras que es doble para bicicletas y patinetes en su carril.

 

La mujer se detiene en medio de la calle, con el carrito sobre la línea que separa el carril de coches del de bici, ya que la guagua hace la parada lejos de la acera, pues no puede invadir el carril pintado de color rojizo. Con los coches circulando a su espalda, se coloca el bolso, mira hacia un lado, mira hacia el otro, parece que no viene nadie; cruza. Cuando está llegando a la acera, prepara el coche para subirlo; en ese tiempo, ha aparecido una persona cabalgando un patinete, que le pasa rozando su espalda cuando ella está en la maniobra de subir el carro a la acera. El hombre con ruedas la mira con reproche porque entiende que aquello es un carril que le pertenece, aunque no pague impuestos ni tenga seguro. Seamos ecuánimes, la mujer tampoco paga impuesto ni seguro por el carrito de bebé, aunque todo se andará. El mismo problema se produce cuando alguien va en silla de ruedas, es una persona con dificultades de movilidad o incluso para cualquier criatura sin problemas que se quede plantada en medio de la calle sobre la línea que separa el carril rojo del negro. Y menos mal que aquí llueve poco.

 

Corolario.

 

Hay que preguntarse si falla el paseante ensimismado, el guagüero impaciente, la madre del bebé o el del patinete. Si no es así es que el error está en otra parte. Las ciudades del siglo XXI tienen que ser pensadas para la gente; han de propiciar la sostenibilidad. Es irrenunciable y necesario ese cambio de concepción urbana. El sentido común nos dice que, cuando un cambio no funciona como se esperaba, algo se está haciendo mal y hay que repensarlo. Improvisar solo es bueno para quien juegue de delantero centro.

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Hacia la variante Omega

 

Para asunto científicos, se suele tirar del latín o el griego antiguo, seguramente para dar más lustre a los nombres de plantas y animales. Por ejemplo, si hablamos de un animal vertebrado, tetrápodo, lepidosaurio y lacertilio  quedamos como naturalistas informados, porque decir que se trata de un lagarto del barranco entre Tamaraceite y San Lorenzo queda poco serio. Y resulta que con el covid-19 (hubo una reunión de la OMS para bautizarlo) pasa lo mismo. Y se liaron con el alfabeto griego apenas apareció la primera mutación.

 

 

Ha habido más mutaciones y llevaban esa lógica alfabética hasta la variante Delta, y ahora aparece otro cambio, del que todavía no se sabe mucho, ni siquiera si surgió en Sudáfrica o fue descubierto allí. Y, claro, inmediatamente le colocan el nombre de Ómicron, otra letra griega, que no es la siguiente en el alfabeto, y tampoco nos han explicado con fundamento qué razones había para saltarse el orden, y dejan atrás un cuarto largo del listado. Otra cosa, ¿quién decide y por qué que una variante del virus se llama así o asao?

 

He leído que como, después de la Delta, vienen letras que podrían molestar a alguien, por su parecido fonético con nombres de gente poderosa, se las saltaron  y se decidieron por Ómicron, porque, si acaso, podría molestarse el escritor Lovecraft (Necronomicón), pero como lleva más de ochenta años muerto… Creo que quisieron ir avanzando en el listado para no alargar demasiado la pandemia, que ya empieza a ser cansina. Una opción sería llamar a la siguiente mutación Omega, la última letra del abecedario griego; tal vez se acabe el virus, porque ya no quedaría letras para nombrarlo. ¿Que no tiene sentido mi propuesta? ¿Es que hay algo que lo tenga en esta pandemia?

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Las uvas del Lazarillo

 

No es lo mismo saber que certificar. Me hace gracia que se rasguen las vestiduras cuando se hace pública una corruptela. Es de risa, porque siempre se ha sabido, pero no se publicaban y habitualmente no tenían consecuencias jurídicas o políticas. A los diez minutos de bajarte del avión en Barajas, alguien te había contado el desvío de un trazado ferroviario para que revalorizaran terrenos de la familia de un alto cargo, el nombre de la nueva amante de alguien innombrable por poderoso o cualquier otro asunto que nunca se reflejaba en las informaciones; eran secretos a voces pero nadie le ponía el cascabel al gato, entre otras cosas porque las distintas burbujas beneficiaron a mucha gente; se callaban como el Lazarillo de Tormes cuando cogía uvas a mansalva del racimo que compartía con el ciego, hasta que este se dio cuenta y le soltó una bofetada como la que nos ha caído encima en los últimos diez años.

 

Antes, las noticias verdaderamente fuertes iban de boca en boca, ahora se publican y queda muy feo que, ante tales novedades, los fiscales miren para otro lado. En los años del silencio mediático, de vez en cuando surgía algún escándalo, que supongo dejaban circular para que funcionara como la válvula de una olla a presión, y a menudo eran ajustes de cuentas entre poderes y poderosos; como dice Woody Allen sobre la Mafia, no eran peligrosos porque solo se mataban entre ellos. Pero cuando se acaba el pastel, nadie conoce a nadie, y es por eso que ahora surgen los conflictos que durante décadas estaban acallados, el Lazarillo veía que el ciego cogía las uvas de dos en dos, y no protestaba porque él las arrancaba de tres en tres. El problema es que no hay racimos infinitos.

 

Desde que Machado escribió lo de las dos Españas, este concepto ha sido elevado a dogma, como algo especial y único en el planeta. Es cierto que hay dos Españas (o más, ¡Viva Cartagena!), pero también hay más de dos Francias, Italias y casi cualquier estado que invoquemos. Las sociedades están estratificadas, y hay una parte que no quiere que cambie porque tiene la sartén por el mango, y otra lo contrario porque entiende que la situación es injusta. Si a eso se le suman diferendos territoriales, religiosos o de cualquier otra índole, ya tienen los políticos para agarrarse al victimismo, la desigualdad y hasta la superioridad según y dónde convenga.

 

De las dos Españas machadianas, solo hay una que nos ha helado el corazón, nos ha comprometido el futuro y siguen enfrascada en su particular lucha por el poder. Esa es la España que nos tiene hasta las narices, porque mientras la gente -la España indefensa y sin capacidad de decisión- lo está pasando muy mal, esa España que sigue en el Antiguo Régimen está en su película, predicando la usurpación, como siempre que no están en el poder, que por lo visto le pertenece por derecho divino. A esa España no le importa el Ayuntamiento, el Cabildo, la Comunidad Autónoma, el Estado. Solo el poder, y lo llena todo de mentiras. Estos políticos bien trajeados no se plantean la lentitud de la justicia (si ellos mismos son lentos hasta para tomar posesión…), la angustia de tanta gente sin trabajo, el abandono de personas sin recursos, helado de frío porque la energía, como los medicamentos, es otro gran negocio que no se puede tocar. Pensábamos que un movimiento como el 15-M aportaría algo nuevo, pero cuando ha cristalizado sigue el juego de siempre.

 

Los maximalismos que duraron en Europa hasta mediados del siglo XX se fueron atenuando porque las migajas que caían para los de abajo eran un poco más grandes y llegaban a categoría de mendrugo, que llamaron Estado de Bienestar, aunque las distancias seguían siendo abismales, pero se notaba menos. Siempre fue así, pero en España se suele anunciar la llegada del otro como si fuera el fin del mundo: ¡Que viene la derecha! ¡Que vienen los rojos! ¡Que España se desmembra! Por lo tanto, tal vez sea hora de tratar de acabar con el mito de las dos Españas como algo excepcional en el mundo. Las desigualdades, los privilegios y las injusticias son planetarias, y por lo tanto no hay que conformarse, sino plantearlo planetariamente. Quienes cortan el pastel solo quieren ganar dinero a mansalva, y lo triste es que con estos bueyes hay que arar. No es poca tarea para siglo XXI.