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Pensamiento, política y apolíticos

 

El poder en una democracia es el ejercicio legítimo de la voluntad mayoritaria, la política una actividad mental y social en la que todos estamos implicados (hasta los que dicen que son apolíticos) y el intelectual es aquella persona que tiene la posibilidad de crear opinión, aunque sus méritos no sean mayores que los de otros que carecen de audiencia. Todo esto no tiene por qué ser corrupto, aunque a veces lo sea. Pasa lo mismo que con cualquier actividad humana.

 

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La deducción es evidente: un artista o un intelectual debe ser independiente, es decir, debe ser honesto consigo mismo, con sus ideas y su manera de concebir la sociedad en que vive. Esto nada tiene que ver con el poder, sino con la reflexión y la creación. Y no hay corrupción en el artista o creador que en determinado momento ejerce una acción política, porque es la suya, porque coincide con su manera de pensar, como lo hace una peluquera o un químico. Y ahí termina toda relación, pues si esto se hace en función de beneficios personales que puedan lograrse posteriormente empieza a entrarse en el callejón sin salida de la corrupción. Entonces sí. Hay, además, creadores e intelectuales que se mueven en la política activa, más allá de la reflexión o la crítica, y esto se ha visto más en América, donde grandes creadores fueron diputados, embajadores e incluso presidentes: Rubén Darío, Pablo Neruda, Octavio Paz, Rómulo Bethencourt… Vaclav Havel, autor dramático, fue presidente de la República Checa, Rafael Alberti, Carlos Barral, Ortega y Gasset, Pérez Galdós y tantos otros fueron diputados, y Federico García Lorca recorrió media España promocionando el teatro clásico con su «Barraca», pagada por el gobierno de la II República. ¿Eran corruptos y pesebristas todos estos?

 

Por ello, hay que ser cuidadoso, porque casi siempre son más corruptos quienes esperan calentarse a cualquier sol, y no acabo de fiarme de los artistas e intelectuales que dicen a boca llena que la política no va con ellos. Claro que va, los intelectuales son tan políticos como los diputados, y si no que se dediquen a otra cosa, pero hay que ser coherente y consecuente (las dos cosas no son lo mismo aunque lo parezcan), pensar en colectivo y no acercarse al poder para medrar sino para sacar adelante un proyecto, siempre que coincida con la idea que el intelectual tiene. Los que no quieren saber nada de política son los que solo piensan en sí mismos y esa es la mayor corrupción que existe.

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Hay que evitar la guerra en el Sahara

 

Por geografía, durante siglos, el Noroeste de África ha sido puerta del Mediterráneo. Después de las negociaciones de París sobre la región de Adrán Temar, y el posterior tratado que se firmó en 1920, se estableció un statu quo que duró hasta que, en plena Guerra Fría, empezaron los procesos y las guerras de descolonización. España ha conservado las ciudades de Ceuta y Melilla, que siguen siendo plazas de soberanía porque su mantenimiento obedece al equilibrio franco-hispano-británico en el control del Estrecho y del Mediterráneo, aderezado con la presencia norteamericana en la base de Rota y apoyado a distancia por La Valeta en Malta. Hasta hace pocos años, el bloque soviético intentaba en vano equilibrar la fuerza de la OTAN en el Mediterráneo con su cabeza de puente en Argel y la reserva de la flota del Mar Negro.

 

 

Todo ha cambiado en un momento; Rabat sigue tutelada por París, pero Argel empezó mirando hacia Alemania, cosa que agradeció Berlín y dolió en París, porque es bien conocida la rivalidad secular entre germanos y franceses. Luego ha vuelto a mirar hacia el Moscú de Putin. Por ello, y aunque los estados de Europa Occidental pertenecen todos a la OTAN, ninguno quiere perder su bisagra territorial o de influencia política y económica en la entrada del Mediterráneo, y a esto se suma Estados Unidos. Los equilibrios son nuevos pero firmes, y será muy difícil cambiar esta relación de fuerzas, porque Berlín, Madrid, París, Londres y Washington no quieren perder influencia dentro de su alianza, y es por eso que en la entrada del Mediterráneo las cosas se enquistan, llámense Melilla, Ceuta, Marruecos, Argelia o Gibraltar.

 

Y en medio de ese panorama, en el que todos sacuden el tablero por debajo de la mesa, está el conflicto del Sahara Occidental, atrapado hace décadas en el centro de este arco de fuerzas concurrentes. El trozo de Sahara del que provienen los saharauis, antigua provincia española en África, es un territorio rico en fosfatos (Bu-craa), gas natural y petróleo. Si a ello añadimos el control de la costa que sostiene a uno de los bancos pesqueros más ricos de la zona, es indudable que las apetencias de control sobre el Sahara Occidental son económicas, aunque se argumenten otros motivos.

 

Por ello, Argelia y sus engarces internacionales no van a quedarse de brazos cruzados mientras Marruecos y su aliado francés se hacen con el control de semejante emporio. La torpeza de la ONU pone en peligro el equilibrio que se ha venido manteniendo durante los últimos años, y si detrás de todo eso hay, además, un componente irracional cual es el fundamentalismo religioso, habrá que convenir que en este momento el Noroeste de Africa es una mecha a la que ronda la brasa de la irresponsabilidad que a menudo derrochan quienes tienen el poder y el deber de lograr la desaparición de ese foco de tensión. Para añadir combustible, poco antes de irse de la Casa Blanca, Donald Trump propició un gran desequilibrio entre socios, al reconocer el derecho de Marruecos sobre el Sahara Occidental; el presidente Biden no ha apretado los nudos del lazo que quiso atar su antecesor, pero tampoco ha dado pasos atrás, con lo cual ya hay hasta venta de armas de Israel a Marruecos, hecho que hasta ahora era impensable que ocurriera. El Polisario ha desenfundado sus armas, y aunque todavía no han rugido, vivimos al lado de una región teóricamente en guerra.

 

Lo que no se comprende es cómo las grandes potencias y las organizaciones supranacionales se alarman hasta el punto de intervenir cuando algo va mal en Los Balcanes o en Oriente Medio y permanecen de brazos caídos cuando las tensiones se originan en la puerta oeste del Mediterráneo. En cualquiera de los tres casos, no hay que olvidar que el componente religioso, islámico siempre, es un factor más que añadir a la complicación política de los conflictos.

 

Si todo lo anteriormente expuesto no fuera argumentación suficiente para exigir que las grandes potencias y las Naciones Unidas hagan el máximo esfuerzo para solucionar de una vez un conflicto que se alarga demasiado en el tiempo, hay que recordar que en Tinduf siguen existiendo unos campamentos de refugiados saharauis donde las condiciones de vida son terribles, donde vive un pueblo en una tierra prestada mientras sueña con regresar a su solar de origen y vivir en él, en paz y buena convivencia con sus vecinos. Cuando todavía hay tiempo para evitar más sufrimiento, es necesario que se haga un gran esfuerzo político y diplomático para que el conflicto del Sahara encuentre una salida pacífica y plena de dignidad. Aún es tiempo, no queremos lamentarnos mañana de que no se evitó un nuevo foco mundial de tensiones, que quién sabe en qué desembocará. Y Canarias al lado.

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Nostalgia de lo que odiábamos

 

Ha llegado el frío y la lluvia, dicen que antes que otros años, hasta el punto de que aseguran que este noviembre ha sido el más frío en décadas. Esperemos que no pase como en algunos años anteriores, que hubo buena lluvia en otoño y ya no le volvimos a ver el pelo hasta el otoño siguiente. Ya en pleno diciembre, hemos tenido que recuperar con cierta prisa la ropa de abrigo, para intentar ir haciéndonos a la calle navideña, que ya es plena desde que se encendieron las luces de las zonas comerciales.

 

 

Esta Navidad se presentaba hace unas semanas diferente a la de 2020; sin embargo, entre viernes de compras (que duran una semana) y días de puente, parece que los números se complican y hay que empezar otra vez a contar comensales por mesa. Es curioso cómo echamos de menos lo que antes parecíamos odiar, cuando comentábamos el fastidio de las cenas familiares, los almuerzos de empresa o la cita casi obligada con los amigos para cerrar el año con una copa o una comida. Recordamos las mesas alargadas en las que finalmente solo hablas con los comensales que te tocan al lado, porque no hay garganta que alcance al más lejano con su voz, y nunca he escuchado elogios sobre esas navideñas mesas-tren. Y resulta que las añoramos.

 

Ahora el debate es si comer dentro, que es menos seguro, o comer fuera, que hace frío. Se limita el número de comensales por mesa, y  como  no se convive bajo el mismo techo que toda la compañía, esa comida conjunta se convierte en pequeños grupos, que incluso puede empeorar si no te toca con la gente más cercana. Y no les cuento la vaina que se montará en los espacios que pidan pasaporte covid. En cualquier caso, la gente parece haberse acostumbrado al sonsonete del número de contagios, ingresados y fallecidos, y sigue inmersa en la confusión de no saber exactamente qué está pasando, aunque, por si acaso, mejor cuidarse. Ánimo.