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El azar, la tragedia y el albedrío

 

Durante siglos se ha dado mil vueltas a la idea de si las personas tienen escrito su destino y sucederá lo que haya de ser por designio, o si por el contrario los seres humanos pueden modificar la trayectoria de su vida, aunque a esto los anteriores podrán decir que hasta esas modificaciones están escritas en el aire del determinismo. Uno de los campos en el que más se habla de ambas cosas es en los tratados teológicos del cristianismo y en los propios Evangelios, en los que se repite con bastante frecuencia que hechos como el nacimiento de Cristo en Belén, la huida a Egipto o la residencia en Nazaret sucede “para que se cumplan las escrituras”, y esa misma frase sale de la boca de Jesucristo la noche del prendimiento en el huerto de Getsemaní. Por otra parte, desde los profetas del Antiguo Testamento hasta autoridades filosóficas posteriores como San Agustín, Descartes, Hobbes, Kant y otros, aluden a la libertad de elección, a favor o en contra, sea que el destino viene predeterminado o existe el albedrío de cada cual para hacer lo que considere oportuno, aunque tendrá que hacer frente a las consecuencias, buena o malas, que se generen a partir de su decisión.

 

 

Esta reflexión viene a cuento de la más reciente novela de Alexis Ravelo, Los nombres prestados, ganadora del Premio Café Gijón 2021. Pudiera ser al revés, que esta novela se produzca precisamente como consecuencia de este debate milenario en que el albedrío y el determinismo se entrecruzan en nuestra cultura judeocristiana, en la que la guarnición de este plato revuelto de mar y montaña supone una trenza en la que entran de forma tangente o secante casi todos los sistemas filosóficos y trabajos sociológicos, históricos o religiosos, sin que se haya producido ventaja notable de ninguna de las opciones, por lo que la cuestión inicial se va engordando y es probablemente una de las preguntas sin respuesta clara más cebada del pensamiento humano. Sin necesidad de ser consciente de que nos hacemos esa pregunta, está presente en el trastero de nuestra mente de manera constante, y lo curioso es que si alguien se decanta por una de las dos soluciones posibles puede reaccionar de manera tan diversa que incluso puede confundirse con otra persona que ve más clara la opción opuesta.

 

Alrededor de todo esto se mueven la culpa, la venganza y distintas obsesiones. Ravelo nos presenta unos hechos con apariencia de vida cotidiana, sin tremendismos ni espectaculares escenas, pero es un gota a gota que va envolviendo a quien desde la primera página empieza a hacerse preguntas leves: ¿Quién es ese chico que pasea por el bosque? ¿Qué le pasa? ¿Qué pinta un perro grande y amenazante, que luego es manso como un peluche? ¿O no?  ¿Y esa mujer? ¿Y ese hombre del bigote? Son muchas preguntas las que te atan al texto, y poco a poco va abriéndose el celofán, porque se van transparentando las fortalezas y debilidades de cada protagonista, que no se sabe muy bien quiénes son y por qué han ido a parar a un pueblucho perdido y lejano?

 

La vida de cada uno se desenvuelve de una manera concreta porque se han ido encadenando circunstancias que son eslabones de un destino que nos lleva a un lugar o a otro. ¿Las decisiones que se tomaron cada vez también estaban predeterminadas y es un destino inexorable, o por el contrario el lugar que ocupas ahora es el resultado de las distintas elecciones que has hecho a lo largo de tu vida? Y aquí interviene un elemento con el que casi nunca se cuenta pero que está ahí: el azar. El latino Lucrecio relacionaba el albedrío con el azar, con lo cual volvemos al principio, porque si nuestra libertad depende de una especie de lotería, que a unos toca y a otros no, caminamos hacia los distintos matices del determinismo que ha habido.

 

Y ahí llegamos al debate que el propio autor ha puesto sobre la mesa, calladamente en la novela, y en voz alta en sus entrevistas. No existen los monstruos, todos los seres humanos pueden llegar a serlo cuando concurren ciertas circunstancias, y ahí la espiral vuelve al principio: ¿Quién decide que esas circunstancias se le den a una persona y no a otra? Ahí el pulso entre el albedrío y el destino en forma de tragedia de Sófocles combaten a cara de perro, pero yo ni siquiera vislumbro quién es el ganador. Lean la novela, pone a prueba las convicciones.

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Libros y migraciones

 

Cualquiera que eche un vistazo a la historia de Canarias se encontrará con que en todas las épocas están en el trasfondo las migraciones. Una veces cuando venía de fuera castellanos, portugueses, franceses, genoveses, mallorquines, irlandeses o cuando eran los canarios arraigados lo que  se lanzaban a lo desconocido, fuera el sur de Estados Unidos, el Río de la Plata, Cuba, Venezuela o Europa. Salvo en las guerras de conquista en las que quienes venían solían ser aventureros en busca de fortuna fácil (la realidad era otra cosa), quienes se iban o venían lo hacía empujados por la miseria o las persecuciones políticas o de otra índole.

 

 

Ahora estamos viviendo un episodio que ya dura décadas en el que la llegada de inmigración irregular desde África forma parte del paisaje cotidiano. No es novedad, pero sigue siendo terrible, porque la ruta de Canarias tiene el triste récord de ser la más peligrosa del mundo, con muertos a centenares, y porque las islas no tienen capacidad de absorción de tantas personas que logran llegar huyendo, y sobre las cuales se montan leyendas urbanas que suelen ser mentira, pero va quedando el sustrato en un sector de la sociedad que olvida que Canarias también es una tierra de emigrantes y miran a quienes llegan como usurpadores, salvo que venga un deportista renombrado, sea del color que sea, a cobrar una millonada en uno de nuestros equipos de fútbol o baloncesto. Lo cual nos lleva que, en general, aquí y en todas partes, el problema no es la raza o la procedencia, sino la pobreza. Se rechaza a los pobres.  Aporofobia lo llaman.

 

Es curioso que, casi al mismo tiempo, llegan a nuestras librerías tres libros que tienen como asunto central o transversal las diversas clases de migraciones. Me refiero a las novelas El traficante de historias, de Juan Ramón Tramunt, y Para morir en la orilla, de José Luis Correa, que abordan frontalmente el tema migratorio desde distintos géneros y perspectivas, que despiertan el interés del lector porque casi siempre nos despachamos el asunto a nosotros mismos pasando la hoja del periódico en el que se da noticia de la llegada, ya casi habitual, de pateras o cayucos.

 

El tercer libro al que me refería es El llanto en la memoria, que fue merecedor de la primera convocatoria del premio de Narrativa Breve Dolores Campos-Herrero, cuyo autor es Sebastián de la Nuez, y también está cruzado por cinco historias que no escapan al conflicto del migrante, en este caso de Canarias a Venezuela. Esa añoranza doble cuando van y cuando vuelven, el exilio y el desexilio del que hablaba Mario Benedetti, y que algunas veces hace que alguien no sea de ninguna parte («Ni soy de aquí, ni soy de allá», cantaba Facundo Cabral).

 

Son tres libros muy recomendables para conoces uno de los lados que casi siempre metemos debajo de la alfombra, porque, en Canarias hay muchas situaciones que funcionan simultáneamente, además de Sol, playa, carnavales, romerías y parrandas.

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La calima y la costumbre

 

Comparo este tiempo con el de hace año y medio, cuando salíamos del confinamiento y había unas reglas muy estrictas. Lo de las vacunas era una esperanza muy lejana, y no existían movimientos organizados contra ellas, puesto que no existían. Pero ya entonces había recelos de algunos sectores, que, como ahora, pendulan entre los que impulsan poner la libertad antes que la salud pública (no lo dicen, pero es lo que hacen con sus propuestas) y quienes se escudan en teorías delirantes. Como todo, el campo de batalla preferido son las redes sociales, que se han convertido en un avispero.

 

 

Ahora, con los multitudinarios contagios de la Ómicron, comparo la laxitud de las medidas actuales con la rigidez de la primavera y el verano de 2020. Pero parece que todo es más leve o tal vez nos estemos acostumbrado a las defunciones, como si fuese una guerra, en la que los muertos son habituales. Mi padre, que ha visto de todo en su nonagenaria existencia, no sale de su asombro. Lo que nos pasa a todos, este es un escenario que nunca llegamos a imaginar. En los momentos más duros de la Guerra Fría, podíamos esperar un estallido nuclear o alguna hecatombe capaz de partir el planeta en dos, pero no algo tan sinuoso y laberíntico. Eso se lee en su mirada, y lo expresa continuamente. Me parece muy injusto que en su ancianidad tenga que vivir esta zozobra, y como él toda esa generación que reconstruyó con su esfuerzo el mundo que nos legaron, y que era mejor que el que heredaron de las generaciones anteriores, cosa que no podemos decir ahora, cuando la vida cotidiana se ha convertido en una calle cada vez más estrecha y que no sabemos si tiene salida.

 

Desde que comenzó el Estado de Alarma, he procurado estar a dieta de información; mejor dicho, estoy al tanto de lo esencial pero no pierdo un minuto en las politiquerías de los representantes de los ciudadanos, que siguen a lo suyo como si no estuviésemos en una situación muy complicada. Nadie con dos dedos de frente entiende esos posicionamientos que, lejos de crear la necesaria sensación de firmeza y unidad, lo que hacen es crear tensiones y a veces algo más. Y en esto pocos se salvan, porque tampoco se entienden algunos movimientos de los partidos que conforman el gobierno. Alguien tendrá que retratarse ante tales torpezas, porque no solo tenemos una crisis sanitaria que superar sino una economía que reconstruir, y ahí hacen falta todas las manos, todos los sectores, todas las voluntades. Esta gente parece estar en una dimensión que no se corresponde con el sentir mayoritario de la población, y que, como yo, casi nadie entiende.

 

Hace unos días, fui de compras, y todavía siento cierta inseguridad al caminar por la calle, y voy con cuatro ojos por lo de las distancias y el uso de las mascarillas, porque hay gente que sigue sin darse cuenta de que somos nosotros los que tenemos que controlar el espacio y el aire que respiramos. Las informaciones oficiales no ayudan, porque a menudo se contradicen y la calima tampoco, pero esa visión difusa por el polvo en suspensión es como la gran metáfora del tiempo que vivimos, en el que los mil peligros se diluyen en el cruce de desinformaciones, y tratan de que todos seamos felices porque Rafa Nadal ganó en Australia.

 

Cuando salíamos a la calle, al principio del uso de la mascarilla, cruzábamos la mirada con personas que creíamos conocer, pero no estábamos seguros, salvo cuando veías miradas, ademanes o características inconfundibles de alguien muy cercano. Con el rostro cubierto, la mirada es fundamental, pero las gafas oscuras añaden un obstáculo más. Este ha sido otro aprendizaje, porque ahora identificas a las personas con más facilidad. Así que, en estos casi dos años de pandemia hemos aprendido muchas cosas, pero todas tienen que ver con la supervivencia, y esperamos que pronto llegue el día en que, sin peligro, podamos recuperar el tipo de vida y la manera de relacionarnos, que ahora empieza a parecernos un sueño, o bien la actualidad se nos antoja una pesadilla, en la que podemos sobrevivir, pero preferimos el sueño de la vida anterior al 14 de marzo de 2020.