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Ya he visto esa película

 

Mañana, Villanueva de la Serena y Don Benito (Badajoz) deciden en sendos referéndums la unión de ambos municipio. Para que esa fusión se produzca,  las dos consultas han de tener más de un 66% de  apoyos, es decir, dos de cada tres de votos en las dos circunscripciones han de ser SI. Según parece, han hecho estudios que dicen que esa fusión traerá beneficios para ambos municipios, y resulta insólito que eso suceda en un Estado en el que la fuerza que más funciona es la centrífuga (dividirse).

 

 

Con ruido de fondo del culebrón Ayuso-Casado, está claro que en el ADN español está la controversia y el enfrentamiento, y se da mucho más valor a lo que nos separa que a lo que los une (luchas por el poder aparte). Ya lo retrató Goya en sus pinturas negras de la Quinta del Sordo.  Antes y después lo hemos vivido y no aprendemos, y solo con mirar un par de siglos para atrás podemos contar la misma historia una y otra vez: Guerra de Sucesión, División durante la Guerra de la Independencia, Guerras Carlistas, los siglos XIX y XX salteados de asonadas, proclamas de secesión, cambios de régimen… El problema siempre es el mismo, yo puedo negociar y acordar con quien acepte mis principios. Vemos muchas veces cómo unas minorías parlamentarias exigen a una mayoría que les pide su apoyo que se lleve adelante su programa. Pasa en la derecha y en la izquierda, y así seguimos.

 

En su carta de renuncia ante el Congreso, el rey Amadeo de Saboya, votado por una mayoría en La Cortes, escribió: «…Si fueran extranjeros los enemigos de su dicha (la de España), entonces, al frente de estos soldados, tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles…»  Después de eso, el mismo parlamento que había instaurado una nueva monarquía proclamó de I República.  El primer presidente fue Estanislao Figueras, que intentó sin éxito aunar las voces; aguantó 5 meses, y una noche, sin dimitir ni hacer trámite alguno, se subió al tren que salía para Francia y amaneció en París. Se veía venir, porque poco antes había dicho en el Congreso: «Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!»

 

Pues con este guineo de catalanes en huida, vascos levantiscos, meapilas farisaicos, monárquicos, republicanos unionistas, republicanos federalistas y la madre que… bueno, que somos un país sin letra en el Himno Nacional porque es imposible que haya un acuerdo. Ahora, este capítulo Ayuso-Egea-Casado poniendo dinamita en las columnas del primer partido de la oposición es más de lo mismo. No está documentalmente probado que lo dijera, pero se atribuye al canciller alemán Bismark esta frase: “España es el país más fuerte del mundo, lleva siglos intentando autodestruirse y todavía no lo ha conseguido”. Pero bueno, no es mi problema, ya he visto esa película muchas veces, y siempre acaba igual. Es lo que tiene el cine.

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Está de moda lo innegociable

 

Llueve sobre mojado, y hemos llegado a la globalización de la cabezonería como referencia diplomática. Es como si en todas las culturas, como aquí en el castellano antiguo, existieran la idea y la expresión “sostenella, no enmendalla”. Da igual que se esté equivocado o no, y aun a sabiendas de que se empecina en el error, los hidalgos del medievo mantenían la espada en alto, provocando duelos por tonterías, en los que a menudo había consecuencias letales, pero preferían morir defendiendo una certeza o un error, daba lo mismo. Se cuenta que no era raro que murieran ambos duelistas, porque con aquellas espadas un tanto primitivas, acertabas o acertabas, y aunque no tuvieran mucho filo, si una tizona caía sobre una cabeza, lo normal era que esta se abriera como un melón o que se partiera el cuello. Brutos, fanáticos, analfabetos y violentos hasta el punto de no apreciar su propia vida.

 

Una gran diferencia entre lo seres humanos y los animales consiste en que estos no tienen conciencia de la muerte, o al menos no en la dimensión humana. Cuando los animales salvajes de la misma especie luchan por controlar un territorio o por ser el elegido en época de celo, lo hacen por instinto, porque en su cerebro animal tienen programada esa orden, y no saben que aquella puede ser su última pelea. Los humanos somos animales, pero muy evolucionados, y se supone que la superioridad humana sobre el resto de las especies proviene de que pueden pensar. Pero es frecuente que esa capacidad quede anulada por el fanatismo, las costumbres de algunos pueblos, el orgullo malentendido o el ansia de poder. Entonces no funcionan logros humanos como son el pensamiento o el lenguaje, y es como si entrase en funcionamiento el modo animal que los humanos llevamos dentro. Porque el pensamiento, la cultura y el diálogo es lo que permite el entendimiento.

 

Dicen que quienes desconocen la historia están obligados a repetirla, aunque yo creo que, aun conociéndola, entran en un bucle salvaje y la única manera de entenderse con esas personas es darles la razón, con lo cual el diálogo es un intercambio de monólogos que defienden posturas inamovibles, porque se sacraliza el primer envite, y de ahí nadie se mueve. Cuando se produce esta sacralización, tanto sea de una situación evidente y razonable como de un error caprichoso, detrás surge la vanidad y el fanatismo, y aunque sea obvio que ese enfrentamiento puede dañar a ambos contendientes, ninguno da un paso atrás y al final es la gente corriente la que sale perjudicada por la soberbia salvaje de sus dirigentes.

 

Y esta locura recorre el planeta en todas direcciones, sea en cuestiones domésticas, sea en asuntos que complican a muchos países. Y ya no es la desfachatez de unos pocos, que los demás meten en vereda, es como un virus destructivo (mejor, autodestructivo) que afecta a todas las ideologías y a todos los estratos de cualquier índole. Ya los debates no acaban con una votación y a otra cosa, porque no hay debate. El mascarón de proa de cualquier asunto en el que haya dos partes enfrentadas es que cada una plantea de entrada que determinados temas no son negociables, y del otro lado de la mesa se responde con similar posición sobre esos u otros puntos. Así es imposible avanzar, en ninguna dirección. Es como si el cerebro de los dirigentes estuviera involucionando hacia más allá del tigre o el ciervo, acercándose a veces a lo reptiliano.

 

La infección tuvo como arranque el referéndum de independencia de Escocia 2014, que los unionistas de Cameron ganaron por los pelos. Envalentonado, en premier británico convocó otro referéndum en 2016 para salir de la UE; ¡oh, sorpresa! Con mentiras y manipulaciones triunfó el NO, y a pesar de que luego se demostró el engaño de los antieuropeístas, entre ellos Boris Johnson, el Brexit se hizo realidad porque su repetición no era negociable a pesar del claro perjuicio para todos, incluyendo a los británicos.  Los independentistas catalanes, para no ser menos, convocaron su propio referéndum en 2017, y desde entonces hay una especie de provisionalidad, porque cuando se acercan a una mesa, la autodeterminación es innegociable, para unos porque sí y para otros porque no. La lista de atrincheramientos entre PSOE y PP (uno y otro en gobierno y oposición) es inmensa, y hace daño a ambos, pero ahí siguen con lo mismo, y ahora lo que nos tiene en vilo es el asunto de Ucrania, donde para Putin es innegociable la ampliación de la OTAN y para la OTAN su libertad de hacer alianzas hacia el Este. Johnson cómo no, echa leña al fuego para ganar protagonismo británico, ya sin Europa, y Biden y Putin llaman al otro a la cordura desde la insensatez. Yo ni siquiera me molesto en cruzar los dedos, porque eso tendría muy poco efecto en mentes ensoberbecidas y con instintos reptilianos. Si no, los cruzaría.

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La sorprendente fortaleza de la seda

 

Como la fecha de San Valentín se nos echa encima, hablemos del amor.  Hace unos años habría dicho que la única condición indispensable para que avance una relación de pareja es que quienes la componen entiendan el amor de la misma forma. Ahora hay que andarse con pies de plomo, porque existen parejas abiertas con terceras relaciones o que incluso llegan a formar un mismo núcleo de convivencia con tres o más personas. Seguramente a unos les va bien, y a otros no tanto, porque siempre es más fácil entenderse en un diálogo que en una asamblea. Esto último también es discutible, porque las parejas-parejas a veces no consiguen caminar mucho tiempo por el mismo camino.

 

 

Todo esto de las relaciones abiertas se vende ahora como lo más de la modernidad, pero es tan viejo como el mundo, lo que salía a la luz solamente cuando estallaba el globo. De entre las tantas frases con olor a sentencia que salieron del genio de Oscar Wilde, hay una que suena muy graciosa pero que es el retrato de muchas situaciones; decía Wilde: «el matrimonio es una cadena tan pesada que, a menudo, hay que llevarla entre tres». Desde que el mundo es mundo, generalmente la mujer llevaba la peor parte, pero ese es otro tema, no menor, por supuesto.

 

Por eso, en vísperas del comercial Día de los Enamorados (y Enamoradas, supongo),  me gustaría que estas notas sirvieran de homenaje a las parejas de cualquier tipo que avanzan juntos sobre el tiempo, compartiendo, tirando o empujando, para conseguir que se pase, desde la imantada atracción física del principio, a una especie de nirvana, que se compone de complicidad, ternura y reciprocidad, que acaba siendo la plenitud entre las parejas que lo consiguen. El mejor deseo que puedo regalarles por San Valentín es que consigan esa pareja; si ya la tienen, que avancen en ese amor que, como la seda, no lo parece, pero es tan fuerte como para sostener el puente colgante de la vida.