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Vivimos una ficción

 

En la plasticidad básica en la que imagino el mundo, no sé ustedes, pero yo reparto papeles y personifico situaciones. No me refiero al mundo tangible de ciudades y naciones, sino a ese otro que incide casi más que el real pero que en el fondo es una gran ficción, por no insistir en lo de una gran mentira. Nos movemos por códigos, aunque no nos demos cuenta de forma cotidiana. Piensen si no en algo tan banal como el fútbol, en el que un gol decisivo puede cambiar la vida y el destino de muchas personas, sea por un ascenso, por un descenso o por lo que sea. El asunto es que el gol no es el balón, no es la raya que a veces traspasa, ni los tres palos que forman la portería. El gol es una ficción al tiempo que una abstracción, que consiste en que el balón traspase ese plano virtual que conforman la portería y la raya. Es una convención en la que quienes participan aceptan esa regla.

 

Autor de la foto: Esteban Rodríguez García.

 

El mundo es similar. Por un lado están los dirigentes de estados poderosos, que se relacionan con las grandes empresas, bancos y todo el entramado productivo y financiero, que a su vez también tienen dirigentes de cuyas decisiones dependen otras, que se encadenan y pueden cambiar la vida, o arrebatársela, a millones de personas. Pero esos dirigentes de toda laya se irán  y vendrán otros, con lo que nunca sabemos cuál es la causa eficiente que hace que se produzcan determinados hechos, a veces terribles. Rusia no es Putin y todo su entramado de poder; Ucrania no es un pensamiento colectivo que quiere pertenecer a la UE y la OTAN. En realidad son esos dirigentes políticos y empresariales que están de paso los que parecen decidir, pero desconocemos quienes empujan a hacer algo o deshacer lo otro. Con lo cual los estados, las empresas y los sistemas son una ficción que finalmente no sabemos quién controla.

 

Cualquier persona común y corriente sabe que, si le pone una bomba al vecino de abajo, cuando reviente el piso del vecino se derrumbará también el suyo. Salvo que esté loco, nunca pondrá esa bomba. Estoy seguro de que Biden, Jonhson o Macron no pulsarían el botón nuclear porque las defensas contrarias están diseñadas para que el golpe sea devuelto en un acto de suicidio colectivo incomprensible. Es obvio que Putin tampoco quiere desaparecer. ¿Por qué entonces tenemos tanto miedo a que nos estemos acercando al abismo nuclear? Seguramente porque ninguno de los nombrados ni otros de su calaña tienen la última palabra. Por eso da tanto miedo. Los sistemas políticos son ficciones imperfectas; todos tienen fecha de caducidad. En cinco mil años de historia conocida, todos han fracasado, incluyendo el capitalismo, que en lugar de aprovechar algunas cosas positivas que sin duda tiene, se ha lanzado a primar las más negativas, lo que, por implosión, lo conduce al desastre.

 

Quiero pensar que todavía queda algo de lógica racional en esas cabezas.

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La igualdad de géneros o la piedra de Sísifo

 

Es innegable que se han dado grandes pasos en la lucha por la igualdad de la mujer, desde los movimientos sufragistas que comenzaron hace más de un siglo hasta la revolución sexual que siguió a la píldora anticonceptiva en los años sesenta. Y aún antes, en un ir y venir de siglos, pues se olvida con facilidad que la emperatriz Teodora (siglo VI) impulsó en Bizancio leyes que trataban de sacar a las mujeres de ese pozo histórico de desigualdad. Hubo otros intentos, pero luego venía otra ley, otra cultura u otra religión que los anulaba. Hay por ahí prospecciones que dicen que la mujer alcanzará su equiparación social absoluta al hombre dentro de quinientos años. En algo más tangible, los salarios, la UE han retrasado esa igualdad hasta 2038, alegando que la crisis de 2008 y luego la derivada de la pandemia ha obligado a cancelar el propósito de que fuera en 2021. Con el obstáculo superpuesto de una guerra en el corazón de Europa, no tengo ni idea de para cuándo esperan conseguir algo tan básico.

Si en esa culta y sofisticada Europa la desigualdad salarial (y otras desigualdades) es un hecho aceptado y que se perpetúa, qué decir del resto del mundo, donde hay sociedades en las que las mujeres no alcanzan la consideración de ciudadanas. Culturas centenarias, religiones, costumbres atávicas y la inercia del poder masculino se juntan para que en una época con medios nunca imaginados la mujer siga siendo una minoría discriminada. Queda mucho por hacer, porque el escollo principal es el cambio de mentalidad de la sociedad, incluso de buena parte de las mujeres. Hace apenas una década creíamos que en las sociedades occidentales el trabajo de sorriba ya estaba hecho y faltaban los detalles, los matices, pero ahora vemos que no es así, que hemos retrocedido, y aunque soy poco proclive a creer en conspiraciones, da que pensar ese resurgir del machismo, a menudo contemplado en algunos medios de comunicación como un chiste.

 

No hay vuelta de hoja, y con la crisis se ve claramente que la mujer es la más perjudicada. Me da grima escuchar a esos líderes que se llenan la boca con sus discursos de igualdad que luego no se traducen en hechos. El machismo utiliza todos los medios a su alcance, desde la brutalidad más aberrante hasta la sofisticación de las modas y la imagen. Hay un machismo atroz a ritmo de vals vienés, que no lo parece, pero que finalmente es el mismo que el de los trogloditas del garrotazo. No hace mucho arrasó en los cines (antes fue fenómeno editorial) una historia de sadomasoquismo sobre la mujer. Siempre lo mismo, una y otra vez, cuando no es el Marqués de Sade es La Historia de O. Nos movemos entre el desaliento y la esperanza que nos empuja a seguir subiendo esa milenaria piedra de Sísifo por la ladera de la historia. No es día para felicitar a las mujeres, sino para tomar conciencia de que nunca habrá felicidad en una sociedad desigual.

 

Ya uno no sabe en qué lengua hay que decir cosas que ve con palmaria nitidez. Los seres humanos son diferentes uno a uno, pero tienen todos los mismos derechos y nadie es más que nadie. Hace unos días, en ministro de Asuntos Exteriores de Uganda, negaba el saludo a la presidenta de la UE, Úrsula von der Leyen. Aterra ver el nivel extremo de violencia que sufren las mujeres en otras culturas, pero es que miro alrededor y escucho las mimas palabras, como si estuvieran grabadas a fuego. Lo que más descorazona es que jóvenes y adolescentes repiten las mismas conductas, con lo que, quienes hemos dedicado muchos años a la docencia, tratando de inculcar valores igualitarios, sentimos una terrible sensación de fracaso. Pero hay que seguir, repetir hasta que también se grabe a fuego en las mentes que nadie es dueño de nadie, que la violencia quita vidas, anula libertades pero nunca da la razón al que no la tiene.

 

¿Se imaginan cuál sería la movilización del Estado si cada año una organización terrorista asesinara a un centenar de personas, maltratase a miles y humillase a millones? Pues eso está pasando aquí y ahora, y este terrorismo se une a otros que tienen que ver con la raza, la pobreza y el abuso de poder, cuyas víctimas siempre son los más débiles: mujeres, niños, ancianos, minorías étnicas, pobres. Y si ya es terrible la cifra de asesinatos machistas, no lo es menos que haya miles de mujeres atrapadas por el terror de una violencia incapacitante (vale también la verbal), que las va destruyendo por dentro.

 

Pienso en Ucrania, Yemen, Sudán, Afganistán, Siria, Pakistán y distintos lugares de África en los que hay guerras, y en la doble indefensión de las mujeres cuando los seres humanos dan rienda suelta a su brutalidad; hay historias de las guerras que no suelen contarse, pero la mujer es parte del botín que se incauta al enemigo. No hace falta remontarse a Atila o Gengis Khan, siempre fue así y hoy sigue sucediendo, incluso en espacios que se han declarado la guerra a sí mismos desde la desigualdad social, económica y de género; por dar dos referencias, Ciudad Juárez o Guatemala. Hoy, 8 de Marzo no es un día de fiesta para las mujeres, es una jornada reivindicativa para que tratemos de cambiar nuestra mirada sobre las cosas grandes y pequeñas, solo así podremos esperar que algún día cambien muchas imposiciones injustas y crueles, que dicen que son rasgos culturales pero que solo son perpetuaciones tribales de la ignorancia.

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Ucrania: impotencia e indignación

 

Cuando empezó la pandemia, aparecieron muchos profetas que habían anticipado con años de distancia lo que iba a pasar.  Muchos tenían base científica, otros información, no de lo que venía, sino de lo mal preparados que estábamos ante la posibilidad de que algo así ocurriera. Ahora, con lo de Ucrania está pasando lo mismo. Como ya conocemos el andar de la perrita, con el manejo de la des-contra-información y los silencios programados, desconfiar es casi obligatorio.

 

 

Analistas, militares en la reserva, ex-embajadores en países de la zona y otras figura supuestamente bien informadas, llenan horas de radio y televisión explicando detalles casi siempre superficiales y anecdóticos, pero, si hay una verdad, o varias, en el trasfondo que no se televisa, de eso no hablan, porque no saben, que ya es malo, o porque saben y no pueden hablar, que sería todavía peor.

 

Lo que sí queda claro es que Ucrania está siendo utilizada para algo que no sabemos qué es, no sólo por Putin, porque me da que pensar el ardor guerrero de Borrell, responsable de Exteriores de la UE. Y al final, ves en un noticiario o  en una foto una niñita ucraniana, con cara de pánico, tiritando de frío, y se te vienen abajo todas las defensas, y te quedas confuso porque en su carita lleva pintadas una franja amarilla y otra azul, la bandera de Ucrania.  Nos lo presentan como una salida del tiesto de un megalómano como Putin (que no es bueno ni tostado), y seguramente fue así al principio. Pero esto hace que aparezcan preguntas sin respuesta, ¿por qué?  Sientes impotencia e indignación ante esos gerifaltes que juegan al ajedrez con la vida y la muerte. Cada día que pasa empiezan a envalentonarse todos los discursos; son todos unos impresentables vestidos de domingo, pero la niña con la bandera de Ucrania pintada en la cara sigue temblando de frío y de miedo. Y muy pronto, me temo, de hambre.