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La telaraña de Rabat

 

La democracia es un concepto que estiran y encogen como el chicle, y nunca comparece a gusto de todos. En una asamblea de vecinos el valor del voto directo es incuestionable, pero en una colectividad numerosa, un estado millonario en habitantes, salvo una decisión concreta que implique un gran cambio en la sociedad y haya que resolver en un referéndum, lo que funciona es la representatividad, y por ello, la soberanía del estado español -comunidades autónomas aparte- queda depositada en las Cortes Generales, es decir, Congreso y Senado. Luego está el gobierno, que se supone que gobierna con el apoyo y las rectificaciones de Las Cortes, por lo que las decisiones de los consejos de ministros o los decretos, han de contar con la mayoría representativa o bien han de ser refrendados en desde los escaños de la soberanía. Los gobiernos no legislan, proponen leyes, y es el Parlamento el que las acepta, las corrige o las rechaza.

 

 

A veces hay asuntos que no se rigen por una ley, sino que dependen de decisiones políticas, y cuando se trata de algo de gran envergadura es obvio en una democracia que hay que contar con los partidos con representación parlamentaria. Cuando es asunto de especial sensibilidad, se trata discretamente y, además, existe una comisión de secretos de estado en el Congreso. Por otra parte, si bailarle el agua a Rabat pone en cuarentena las relaciones con Argelia, valedora de los saharauis desde 1975, mal vamos, porque de allí viene la mayor parte del gas natural que consume España.

 

En cuanto a las formas democráticas, este reconocimiento que hace Pedro Sánchez es una chapuza monumental, porque, aparte de tener bien atadas e informadas las voluntades españolas a través de los partidos y el Parlamento, es que ni siquiera cuenta con la aquiescencia de su socio de gobierno de coalición. Es claro que se trata de la sopa de Mafalda, ahora el PP tendrá razón en cuantas críticas haga, porque Sánchez le ha dado munición, por no hablar de la extrema derecha y de los partidos nacionalistas. Estoy convencido de que, incluso muchos varones territoriales del PSOE y miles de militantes se preguntan cómo demonios pueden justificar semejante ocurrencia de su jefe. Porque esto es una ocurrencia de las gordas, como si ya no hubiera bastante con la pandemia, el precio de la energía, la inflación, la guerra y un sector de los camioneros haciendo una huelga violenta y rara.

 

Por otra parte, se necesita ser ingenuo para creer que con esto Marruecos va a quitar la presión sobre Ceuta, Melilla y Canarias con la emigración irregular. Para empezar, cuando en 1956 se constituyó el Reino de Marruecos, como Francia y España le cedieron la soberanía sobre sus protectorados y las perlas urbanas de Tánger, Tetuán y Larache, se daba por hecho que el asunto estaba resuelto, pero al año siguiente, en aras de la idea del Gran Marruecos, que en el delirio alauita debe extenderse a media Argelia, Mauritania, Mali y, por supuesto, el Sahara Occidental, Rabat quiso Ifni y eso dio lugar a una guerra que, cómo, perdió España. Cuando se pensaba que la voracidad territorial de Rabat estaba saciada, Hassan II montó la Marcha Verde en 1976, con el resultado conocido. Es decir, la política exterior de Rabat con respecto a España se basa en siempre en el chantaje. Y aunque Marruecos cumpliera sus tratos sobre la inmigración, hay que recordar que la presión migratoria de África viene de muy abajo, y Marruecos es solo una puerta de salida, por lo que, ya se buscarán la vida desde Senegal, por ejemplo.

 

Lo que nos vende el presidente del gobierno de Canarias (¿qué remedio le queda?) es que esto es formidable porque se acabará la avalancha migratoria. ¿Nos toman por tontos que no tenemos memoria ni sabemos mirar un mapa? Es que, además, ese envalentonamiento de Marruecos puede llevar a un conflicto armado a cien kilómetros de estas islas que se venden como paraíso. Argelia siempre está tensa con Marruecos, y quien sabe qué decisiones tomará con respecto a la nueva situación y en sus relaciones con España. Y hay otro peligro, que puede sonar disparatado pero que se basa en la realidad, y es que le demos pábulo a Rusia para abrir otro frente en el noroeste de África. Si no, al tiempo. Sería una guerra indirecta, como tantas; desde tiempos de Kruschev, Argelia siempre tuvo el apoyo de Moscú que, de ese modo, deseaba presencia en el flanco sur del Mediterráneo. Cuando surgió el conflicto del Sahara, Moscú se volcó con Argel para apoyar al Polisario, y así buscaba una salida al Atlántico, cosa que ni soñaron los zares. La URSS se desintegró, pero Moscú no ha roto sus lazos con Argel, así que estamos moviéndonos en arenas movedizas, y más con Putin en el Kremlin. No es que vaya a ocurrir mañana, pero solo la posibilidad de que suceda es fuente de inestabilidad, justo lo contrario de lo que deseamos en Canarias.

 

Con el Acuerdo Tripartito de Madrid, España formaría con Marruecos y Mauritania un triunvirato que administraría el territorio hasta un posible referéndum que, décadas después, pareció que iba a celebrarse, durante la misión de la MINURSO y el Plan Baker (si hasta hubo debate sobre el censo). Un gobierno español en tiempos muy confusos (noviembre de 1975) dejó tirado en el desierto al pueblo saharaui, el único que sigue hablando español en África. Una vergüenza que se agravó con el acuerdo pesquero que poco después firmó Adolfo Suárez con Rabat y que, de facto, reconocía a Marruecos autoridad sobre el banco pesquero de las costas saharianas (La UE pecó de lo mismo años después).

 

Así, con una indignidad tras otra, el pueblo saharaui lleva sufriendo 47 años sin pisar la Tierra Prometida (los hebreos solo vagaron por el desierto 40 años). Ahora, Sánchez cae en la telaraña de la palabra de un estado que saca partido a las falsedades y los incumplimientos. Me duele por el pueblo saharaui, y porque deja a Canarias al lado de un polvorín; también me duele por España, que en política exterior no pinta un monigote porque se pasa la vida dando palos de ciego, con cualquier gobierno, lo que significa que quienes mueven los hilos están más arriba, o más atrás, o más ocultos. ¿Y así quiere España hacer de puente entre Europa e Hispanoamérica, si no es capaz siquiera de guardarle las espaldas a una comunidad autónoma como Canarias, que está al albur de los caprichos de Rabat como moneda de cambio? Que España esté en la OTAN y en la UE no es mucha garantía, pues ya sabemos que todo depende de los intereses de Bruselas y Washington. Y Dios nos libre si van juntos.

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Los comportamientos tribales

 

Hay una vieja muletilla que dice de alguien que viene más «apurao» que marzo, porque tiene que recuperar el tiempo de un febrero gandul que solo tiene 28 días. Y también se habla popularmente de febrerillo loco, referido al tiempo meteorológico, que también reza que «en febrero, un día malo y otro bueno». Y si febrero es loco, este año se ha lucido y cumplido con exceso su fama. En cuanto al tiempo meteorológico nos ha dado demasiada calima, y ahora las tormentas atlánticas ya tienen nombre y, a veces, se convierten en galernas que llegan a la costa francesa del Golfo de Vizcaya.

 

 

Marzo, el “apurao”, está recogiendo los platos rotos por febrero, que este año se ha lucido, pues si el covid ha generado muchos cambios en todo el mundo, la guerra de Ucrania ha dejado pequeña a la pandemia. Si empezábamos a ver la luz al final del túnel de dos años terribles y estábamos esperanzados con el futuro, empezando por el primer mes de la serie en el mundo antiguo (marzo era el primer mes del año), nos ha traído justo lo contrario del sosiego que esperábamos. A Julio César le dijo un ciego en la escalinata del Senado romano “cuídate de los idus de marzo”, pero nadie nos anunció de lo que febrero iba a dañar a marzo y a todos los meses siguientes.

 

Ingenuamente nos preguntamos por qué esta guerra en Ucrania nos preocupa tanto y nos hemos acostumbrado a que haya masacres parecidas en medio planeta. Es muy sencillo, porque es nuestra Europa, y ya hemos visto cómo un conflicto en una pequeña parte del mapa afecta a todo el continente e islas periféricas. Si le ocurre una desgracia a alguien a quien no conocemos y que vive en la Cochinchina, lo sentimos como personas civilizadas pero no nos afecta lo mismo que si esa persona es de nuestra familia, es nuestro amigo o simplemente es el vecino de al lado. En el segundo caso actuamos con celeridad para ayudar, porque nos vemos en ese espejo.

 

Y es que no son comparables las complicaciones políticas y económicas (esperemos que no más allá) que tiene para nosotros lo que le pasa a un país que tiene un sistema de vida parecido al nuestro y que puede incidir en nuestra cotidianidad (de hecho ya nos está afectando), y hace que se pongan en funcionamiento (propaganda interesada aparte) mecanismos de supervivencia de la tribu, el grupo o la alianza a la que pertenecemos. Y hasta nos han señalado al culpable, porque es habitual escuchar en los noticiarios llamar “la guerra de Putin”, al conflicto. No justifico que estos comportamientos colectivos sean diferentes (mejores) a los evidenciados en otras catástrofes humanitarias sean así, solo trato de explicar el mecanismo.

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La ciega pereza de Europa

 

El 27 de febrero de 2011, escribí y publiqué este texto:

 

“En los últimos 50 años, Europa ha vivido la etapa más próspera de su historia, y se ha creado la idea de que siempre fue así, que las calamidades y la miseria solo sucedían en otros continentes, y que en Europa había dificultades cuando las naciones entraban en guerra o la asolaba la peste, el cólera o una catástrofe natural como el terremoto de Lisboa. No es verdad, Europa es un continente muy castigado por todo tipo de desgracias. Desde la época de los romanos, los europeos se han peleado por fronteras, religiones y etnias. Queda esa sensación de que es la cuna de la civilización occidental, pero también lo es de los genocidios y la intolerancia. Como dato, en la hoy próspera y ejemplar Austria, que fue durante los dos últimos siglos un centro generador en muchos aspectos (político, intelectual, científico), después de la II Guerra Mundial y hasta bien entrados los años cincuenta hubo una hambruna, hasta el punto que muchos niños fueron evacuados a otros lugares de Europa para que comiesen tres veces al día. El Reino Unido también pasó hambre por esa época, y ni en Francia o Alemania se vivía prosperidad. Sobra hablar del sur de Italia, de Grecia, España y Portugal, porque sabemos cómo fueron aquellos años terribles. Europa está perdiendo una oportunidad de oro en estos momentos, y los errores que hoy se cometan (por acción u omisión) pueden traer consecuencias futuras no deseables. Así que, no creamos que Europa está vacunada contra los desastres, pero al contrario que otros lugares con menos recursos, tiene la ocasión de evitarlos, y para ello hace falta una generación de políticos, empresarios e intelectuales que dé la talla. Esa es la gran pregunta: ¿Los tenemos?

 

 

No hacía falta ser un historiador erudito ni, por supuesto, futurólogo, bastaba con sumar dos más dos (en este caso restar). En los manuales básicos de Filosofía explica claramente que toda causa tiene su efecto; por consiguiente, salvo calamidades naturales, todo lo que sucede no es por casualidad, es por causalidad. Incluso algunas catástrofes que se tienen por imponderables de la Naturaleza, tienen su origen en actos anteriores, como ciertas inundaciones, incendios o sequías. El cambio climático acelerado que se nos echa encima es un ejemplo claro de ello. ¿Cómo es posible que esa oportunidad europea de la que hablaba hace más de una década no estuviera clara ante los ojos de las clases dirigentes de todo el continente y aledaños, con sus asesores, consejeros y especialistas en algoritmos que utilizan para todo, y podía vislumbrarla cualquiera? Bastaba con tener dos dedos de frente, pero por lo visto nadie los tenía (o no los usó) en el rimbombante Parlamento Europeo, en la Comisión Europea y en el Consejo de Europa. No solo no fueron capaces de sacar una conclusión básica con lo que estaba sobre la mesa, sino que caminaron en sentido contrario, y un ejemplo claro es el Brexit, que no es solo culpa de los británicos.

 

Los nacionalismos jugaron un papel definitivo en el enconamiento Londres-Bruselas (¿o debo decir Berlín?) Debido a su innegable potencial económico, Alemania influyó sustancialmente en las soluciones a la crisis financiera de 2008. La canciller alemana Merkel paseaba por el mundo un prestigio que no sé muy bien en qué se basaba, y a pesar de que era evidente, por los resultados, que las políticas deberían ir en sentido contrario para salir del bache (lo demostraba cada día Estados Unidos) ella tenía agarrado por el cuello al BCE y con las políticas de restricciones remachó el clavo. Este empeño, por ejemplo, no es ajeno a que Londres se sintiera con una mano atada (la otra era la libra, porque nunca entró en el euro), mientras Francia paseaba su Grandeur en la invisibilidad de Hollande y la incapacidad de Macron para capitanear el otro portaaviones de la economía continental y única potencia nuclear de la UE. Los demás nada podían hacer. Y así, Europa fue aminorando y languideciendo hasta que la despertó de su modorra un virus que, por fin, hizo que se pusiera las pilas, ojalá que no demasiado tarde.

 

Entonces la OTAN parecía estar escondida, y en la debilidad rusa, que aplaudía de dientes afuera, fue sumando al Tratado a países que hasta 1989 eran antagonistas desde el Pacto de Varsovia. Era una forma de humillar a Moscú. Europa tendría que haberse opuesto, pero una vez más tragó con las decisiones de Washington, y le reían las gracias a Putin cuando machacaba a Georgia o reforzaba al sátrapa de Siria. Ahí Europa perdió la oportunidad de plantarse y hacer su propia política de defensa unitaria, ya que el presupuesto militar de los 27 países que la conforman suma cuatro veces el de Rusia, ojivas nucleares aparte. Es dinero malgastado porque no hay una línea conjunta y cada uno va a su bola. Eso sale carísimo, y no solo en dinero.

 

Lo que se veía venir ya está aquí. Parece que hay unidad de Europa en este caso, pero siempre con la tutela de Estados Unidos. Lo triste que es hay unidad ante una guerra en el corazón del continente, pero lo deseable habría sido que no hubieran perdido el tiempo en nacionalismos y reproches Norte-Sur, o en arrasar económicamente a Grecia (por poner un ejemplo) y con una Europa unida y preparada. A Putin (que es un fanático sanguinario, pero no tonto) no se le habría ocurrido ni en sueños atacar Ucrania. Si lo vieron, son culpables de desidia y casi diría que de traición; si no lo vieron, la respuesta a mi pregunta final de hace 11 años es negativa: no hemos tenido dirigentes que supieran leer los vericuetos de la historia, algo tan obvio que hasta lo escribió hace once años un columnista ultraperiférico en un puerto insular de la Quinta Puñeta. Y ahora, a ver quién le pone el cascabel al gato. A mí no me pregunten.