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¿cantamañanas?

 

Cuando hacemos recuento de los descubrimientos científicos realizados en España, de su riqueza natural (la más compleja, diversa y rica de Europa), de los triunfos exteriores de nuestros deportistas, artistas o personalidades de cualquier ramo, nos damos cuentas que no se entiende por qué siempre andamos en el vagón de cola, sobre todo por la valoración que nosotros mismos hacemos de España, donde a media población le da la risa cuando escucha el himno nacional y solo se valora la bandera cuando se trata de la selección de futbol (si gana, por supuesto, que si no…)

 

Acudamos a quienes más saben, y pocos como Antonio Machado han definido esta nación, desde pintarla como «Charanga y pandereta» hasta plasmar la terrible idea de las dos Españas. También hubo dos Francias, dos Alemanias, dos Holandas, porque siempre existieron ricos y pobres, amos y servidores, aristócratas y plebeyos. Esto cambió sustancialmente en Europa con las revoluciones burguesas del siglo XVIII, y aunque sigue habiendo de todo, las diferencias se fueron reduciendo poco a poco. En España no, aquí esa revolución no sucedió, porque el país contemporáneo fundado por Las Cortes de Cádiz en la Constitución de 1812 fue laminado por el absolutismo fernandino, y se perpetuó con el caciquismo provinciano, la maledicencia programada, los nacionalismos excluyentes y la utilización del miedo, con la religión como aliada.

 

Y si Machado definió a España, antes Galdós la había retratado, con una fotografía permanente porque no se mueve; casi siglo y medio después, esta sigue siendo una sociedad galdosiana. Hay una plutocracia que lo maneja todo con el poder del dinero y el látigo del miedo. Debe creer que el poder le pertenece por derecho divino, y cuando no tiene el poder nominal actúa como si quienes lo consiguieron en las urnas fuesen unos usurpadores. Ellos nunca pierden, porque siguen siendo los propietarios de casi todo (también quieren robarnos la dignidad), pero cuando el pueblo les dice que los suyos no tendrán la manija del poder político se remueven ofendidos, porque quienes no sean ellos son unos impostores. Se arrogan la bandera nacional, el escudo, el himno y la etiqueta de patriotas, como si esos símbolos no fuesen de todos. Luego critican que no haya apego general a esa simbología después de que ellos la hayan acaparado en exclusiva.

 

Ocurre hasta en el deporte, que cuando los que se creen elegidos de los dioses no ganan es que ha habido una conspiración, porque no reconocerán jamás que el otro fue mejor. Llevamos dos siglos de insultos, desprecios e infamias; lo más triste es que muchos de los que tratan de alcanzar el poder utilizan el mismo lenguaje. España es un país de revanchas y venganzas pendientes, y tengo la impresión de que, de tanto practicar el vocabulario de la corrupción moral, ya se ha incorporado a nuestro ADN. Cuando entran en política personajes como Ángel Gabilondo, Luis García Montero o la jueza Carmena, que simplemente actúan como demócratas europeos, casi son objeto de burla. ¿Qué puede esperarse de un país en el que se exige a un inmigrante ganar 1.250 euros al mes para traer a su hijo menor, mientras el salario mínimo es de 1.000 euros, hay un bar por cada 165 habitantes y un investigador por cada 15.000?

Por aquí no circulan los términos pendejo-pendeja, pero solemos usar algunas palabras que significan lo mismo, que empezaron por ser malsonantes y han derivado en graciosas; no son exactamente sinónimas, aunque todas son de la misma familia, y suelen tener distintos grados de estulticia, ignorancia, mala fe o cualquier otra característica. Me refiero a soplapollas, bobomierda (todo junto), pollaboba (compuesta y con rango senatorial), enterao (sin D), membrillo, primaveras y muchas más, dependiendo de la zona, del grado o de la especialidad pendejal de la criatura, sin olvidar las ya muy aclimatadas importaciones peninsulares soplagaitas y gilipollas (las gente de orden suele usar gilipuertas, y en el colmo de la pendejada hacen un spanglish y dicen giligate). El caso es que están por todas partes, y a uno se le va acabando la paciencia porque, después de aguantar tanta pendejada, trata de blindarse, porque, a estas alturas, mi cupo de papafrita (otra palabrita compuesta del gremio) está completo. Y sigo sin saber si España es un país de cantamañanas.

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Pegasus y las reglas de los espías

 

El trabajo de un espía de novela (y película) es muy ingrato, porque salva a su país o al mundo si se tercia pero nunca recibirá honores oficiales y casi nunca llega a saberse que una sola persona consiguió evitar una gran catástrofe. ¿Qué reglas siguen? Ninguna, trabajan en la sombra y hacen lo que sea necesario para conseguir o bloquear una información importante, y habría que preguntar por los detalles a  novelistas como John Le Carré,  Ian McEwan, Graham Greene, Agatha Christie o Ian Fleming, el creador del Agente 007; no nos van a decir gran cosa porque, o están muertos o saben más de lo que dicen, porque alguno de ellos formó parte del espionaje de su país durante la Guerra Fría.

 

 

Cuando hablamos del espionaje español, casi siempre nos da la risa, porque las historias que se cuentan suelen recordar a los disparates alrededor de la red TIA, de los cómics de Mortadelo y Filemón. Claro que, España, como todos país, cuenta con redes de información que trabajan en silencio, siempre, por supuesto, velando por la seguridad nacional, esa expresión que lo justifica todo. También está lo que se cuenta (no sé si real o parodia) de que, en los años 80, unos señores  se presentaron en el ministerio de Defensa de Argentina como miembros del espionaje español, para recabar información sobre los misiles Exocet que los argentinos había utilizado con cierto éxito en la Guerra de Las Malvinas.  ¿Se imaginan? Que somos espías españoles y veníamos a buscar información. Tiene más pinta de chiste que de realidad, pero es así como el cachondeo popular suele ver a este ente que se supone debe ser  discreto, aunque hay historias de exhibicionismo pues alguien que andaba manejando mucho dinero de fondos reservados jugaba fuerte a la ruleta en un casino vasco.

 

Y ahora se arma la mundial con el caso Pegasus. Según las reglas de los novelistas antes citados, vale todo con tal de conseguir información o manipularla para confundir al contrario.   ¿Es que Francia no rebusca en las trastiendas de los independentistas corsos o las posibles redes del terrorismo islámico?  Eso siempre es guerra sucia, y admitir que existe un entramado de espionaje, que eufemísticamente suelen llamar «servicios de información», es reconocer que se suelen saltar las vallas, porque eso siempre es guerra sucia, lo llamen como lo llamen o lo justifiquen como factor que trabaja en favor de la democracia. Y el ejercicio de hipocresía generalizadas es que se echan manos a la cabeza  invocando la democracia, quienes hacen exactamente lo mismo cuando tienen poder. Es un atentado contra la libertad y la democracia, pero irrita mucho que empiecen a tirar piedras los que han cometido y cometen el mismo pecado. La única seguridad democrática es la transparencia.

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El respeto a la muerte

 

Hace muchos años, era frecuente que se viajase a Hispanoamérica a realizar una especialidad médica, por razones que desconozco, que bien pudiera ser que el embudo del MIR aquí era muy estrecho o bien que hubiera alto prestigio en determinados hospitales de allá. El caso es que entonces, a través de un amigo común, hablé mucho con dos doctoras que habían tenido esa experiencia, y lo que más me sorprendió es que habían constatado que en Europa la vida se valoraba muchísimo, y la medicina y la cirugía se andaba con pies de plomo antes de aplicar tratamientos o realizar operaciones, mientras que en los hospitales en los que ellas habían trabajado en Buenos Aires se entraba a saco, y ya se vería luego cuál era el siguiente paso. La conclusión a la que llegaban era que la mortalidad quirúrgica era mucho mayor allá, y la sociedad lo tenía perfectamente asumido.

 

 

Aunque las grandes ciudades latinoamericanas son comparables en adelantos tecnológicos con las europeas, lo que probablemente hacía que la muerte se enfrentara con una naturalidad que a nosotros nos parecía excesiva (cuando no escalofriante) era la historia como naciones en las que ese espíritu pionero forjó un ADN colectivo que tenía claro que a menudo había que jugársela, y a veces se perdía. Y aunque la mayor parte de aquellas naciones se construyeron desde el catolicismo español y portugués, con grandes inmigraciones italianas en el Cono Sur, el sustrato aborigen se metió en la conciencia colectiva, aun cuando, en algunas zonas hubo feroces exterminios de indígenas. Como diría irónicamente Manuel Picón en su trabajo Caraballo mató un gallo, “los indios metían mucho ruido y no dejaban dormir. Hubo que degollarlos; algunos murieron”. Murieron indios en diversos genocidios, pero incluso ahí, permaneció su idea de que la muerte es un elemento más de la vida.

 

En estos días, ha saltado la noticia de que se ha detectado en el Reino Unido (ya ha viajado a otros países) un adenovirus que ataca al hígado de niños menos de 10 años, y la OMS ya cuenta 170 casos en todo el mundo. Es muy grave y todavía no está claro en las informaciones que llegan que tenga algo que ver con la covid, por lo cual hay todavía mucha confusión. Hace unos años, cuando se trajo a España a un misionero enfermo de ébola y luego hubo un contagio en una enfermera que lo atendió, se armó un follón mediático considerable, y todos estuvimos pendientes de la evolución del misionero evacuado, y de la enfermera contagiada. Y aquello pasó, y cuando nos ha llegado la covid hemos contado los muertos a miles, y tal vez esa constatación de la facilidad con que se puede perder la vida nos ha hecho perderle el miedo a la muerte o al menos tratarla como algo que forma parte de lo cotidiano. Tal vez por eso ahora sea posible que vivamos con precaución, pero sin restricciones, con cifras con las que hace tan solo un año se detenía por decreto el funcionamiento de la sociedad. El peligro no ha cambiado, pero sí la percepción que tenemos de él.

 

Lo que sí debieran tener en cuenta quienes tienen conocimiento y responsabilidades políticas o sanitarias, que ese respeto por la vida que antes teníamos es algo que deberíamos recuperar, porque la vida es un bien único y no podemos jugárnosla cada día, a ver quién saca más rápido el revólver, por un tramposo trío de sietes, como los buscadores de oro del Klondike o del río Sacramento californiano. Cuando alguien así habla para los medios, debe pensar en la sensibilidad de sus posibles oyentes, porque he oído decir, de boca de responsables supuestamente cualificados, que tampoco es para tanto, que solo ha muerto un bebé en el Reino Unido. Estadísticamente es un dato positivo, pero habría que ponerse en el lugar de la madre y el padre del bebé fallecido, para ellos es como si el planeta se hubiera partido en dos.

 

Así que, cuidado, investigación, socialización y todo lo que quieran. La muerte es un hecho que forma parte de la trayectoria de los seres vivos, sea un vegetal, un animal o un ser humano, tal y como se definía en los manuales de las viejas enciclopedias (nacen, crecen, se reproducen y mueren), pero precisamente por eso merece respeto y sensibilidad.