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Protocolos, educación y violencia

 

Hay muchas acepciones de la palabra protocolo, las más conocidas son la de una guía de los pasos que hay que seguir en diversas actividades profesionales, y la otra es el conjunto de normas que ha de conocer y aplicar cada persona o grupo en un acto público o de cierta solemnidad, que generalmente asociamos con ceremonias oficiales de matiz político, pero que también pueden ser de otro tipo, como, por ejemplo, una boda. Pero, si nos fijamos bien, la vida cotidiana es un conglomerado de protocolos que las personas usan para relacionarse con los demás.

 

 

 

Se dice que, en la aristocracia, y más en las casas reales, existen unas normas muy rígidas, no solo en cuanto a la jerarquía, que también, sino en todo acontecer alrededor de las vidas de las personas implicadas y de las instituciones que representan. Por eso siempre suelen ser distantes, que es lo que manda su protocolo. Cuando el exrey Juan Carlos I ganaba puntos por su fama de campechano, los más acérrimos monárquicos no lo veían con buenos ojos, porque tenía comportamientos que, ni en sueños, tendría un rey de catón (aunque ya hemos visto que se pasó de campechano y rompió el protocolo unas cuantas cosillas más).

 

En general, se suele pensar que la gente normal, sin cargos públicos, rangos militares, religioso o jurídicos, vive al margen del protocolo en sus relaciones que no tienen que ver con los anteriores. No es así; se han ido estableciendo comportamientos materializados de distintas maneras, y sin duda es la costumbre el factor más más influye. El campesinado de mi niñez estaba regido por un protocolo muy estricto, que raramente se saltaban, fuera la visita a un enfermo, el luto o los diversos asuntos que conformaban las relaciones. La edad era un factor determinante, y la voz de las personas mayores era escuchada con respeto, aunque luego no se estuviera de acuerdo con sus palabras. Existía la costumbre de hacer la visita cuando, en una familia, ocurría un hecho relevante, bueno o malo, fuese el nacimiento de un bebé, una boda, una enfermedad grave o un fallecimiento. Los vecinos visitaban a esa familia y se les llevaba un regalo, y se tenía en cuenta que no fuese de inferior valor que el que, en ocasión inversa, había recibido la familia que ahora regalaba.

 

Y así todo. Protocolo en las fiestas, en los bailes, en el orden en que pasaban las personas a una estancia, o cualquier otra situación en el que influía la permanencia, y no había un joven o un niño que se atreviera a hacerlo antes que el padre y la madre, y estos antes que los abuelos. Las cosas se pedían por favor y se daba las gracias cuando se recibía algo material o una frase amable. Y se hacía de manera natural, pero era un protocolo mucho más rígido que el de una casa real, y cualquiera podía arruinar su prestigio social si metía la pata gravemente.

 

La instrucción traslada conocimientos, pero la educación enseña la manera de relacionarse para que pueda haber una convivencia lo más armónica posible. Es evidente que muchas de esas costumbres eran fruto de una sociedad de otro tiempo y con otras ideas, y por lo tanto solía ser clasista, racista, machista, etc. Pero hay algo que hoy debemos seguir aplicando: hay que marcar unos límites, porque erigirse en dueño de sí mismo y arrasar todo lo que se encuentre por delante no es libertad, es volver a las cavernas. Cuando, desde posiciones maximalistas se dice que la educación es represión, en realidad es cierto. Pero cuando decimos de reprimir no nos referimos a torturas y castigos terribles. Hablamos de marcar unos límites, porque si no estaríamos en la ley de la selva, en la que se impone el más fuerte físicamente, y nos convertimos en depredador o pieza de caza.

 

Y el actual estado de agresividad social, la violencia que se impone en determinados barrios en los que la vida de las personas se valora muy poco y otros atropellos de unos a otros solo por la preponderancia de la violencia, es justamente que se han roto los límites. Las familias no pueden ser enemigas del profesorado, la educación es tarea de todos, y la verdad es que estamos perdiendo los papeles (el rol que cada uno debe asumir). Los adelantos tecnológicos se usan a menudo para acosar y no se respetan los protocolos; da escalofríos ver la violencia de unos hooligans de un equipo de fútbol, pero más terrible es cómo usan la violencia los padres de jugadores de infantiles. Si no recuperamos los límites, solo quedan dos salidas a los seres humanos: ser hienas o cervatillos; o ambas cosas, que viene a ser otra definición de la guerra.

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Un barquito, Señor Vicepresidente.

 

Hoy es el Día de Los Océanos, y estas islas en las que vivimos están en medio de uno de ellos, el Atlántico, segundo en superficie del planeta, con  82 millones de kilómetros cuadrados, curiosamente la misma extensión que la suma de los tres continentes que baña (Europa, África y América). La incidencia de los océanos en las islas que rodea es determinante, y si con el cambio climático se modifican muchas cosas, afectará directa y me temo que duramente al Archipiélago Canario.

 

 

Escuchaba hoy en la radio a un responsable de la facultad de Ciencias del Mar de la universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Explicaba que, entre el cambio climático y la contaminación, el Atlántico está sufriendo alteraciones, desde el punto de vista de la biología marina, la física y la química, y que muchos de estas alteraciones cercanas que tanto nos afectarían  no pueden ser estudiadas por un centros pionero y de nivel, como el que tenemos aquí, sencillamente porque no existe un buque oceanográfico para poder hacerlo. Hay que servirse de las migajas de otros buques españoles, que tienen su base en Vigo o Cartagena, o aliarse con proyectos extranjeros.

 

La cuestión es que hace falta un barco, lo mismo que es necesario reforzar otros servicios públicos vitales, y eso depende de la Consejería de Hacienda y más cosas del Gobierno de Canarias. Por lo visto, la gente de la ULGC ha hablado con  Asticán para que diseñe una propuesta, y con el Vicepresidente Román Rodríguez, que es el responsable de la consejería de las perras. Parece ser que dijo que se estudiaría. Bueno, pues ya existe la propuesta de de Asticán. La universidad insistirá, pero pedía ayuda de la sociedad para que el Gobierno entendiera que es un instrumento necesario para investigar sobre nuestra supervivencia. Desde este rinconcito, escucho la llamada y le digo al Señor Vicepresidente, don Román Rodríguez, que le dé un par de vueltitas al asunto y a ver de qué manera se puede buscar el dinero para ese barquito tan necesario.

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Optimistas a la fuerza

 

 

Uno, que es impenitente consumidor de cine y literaturas varias, se imaginaba que, al llegar el nuevo milenio, se repetirían las imágenes de los milenaristas del año mil, que anunciaban todo tipo de catástrofes. Sorprendentemente no ha sido así. Tal vez haya sido el exceso de adivinadores, cartomantes y sibilas televisivas a toda hora lo que ha anegado el panorama y ha sembrado el descreimiento. Se mezclan charlatanes de toda laya y ya no creemos a nadie, aunque a veces acierten, pero hasta un reloj de agujas parado da la hora exacta dos veces al día. En todo caso, si alguien tiene alguna facultad extraordinaria, supongo que no podrá ejercerla en horario de oficina y ponerla a funcionar como una máquina; según tengo leído, esas cosas, si existen, se manifiestan de improviso, y casi siempre fuera del control de quien las experimenta.

 

 

No crean que no he tenido la tentación de meterme a profeta y predicar el apocalipsis, y quien sabe si con garantías de hacer una buena fortuna, pero desistí porque con tal desastre todo quedaría reducido a cenizas y no habría en qué gastar tantos euros; que esa es otra, porque a ver si luego me iba a entender con la nueva moneda. Si ya era difícil hacerse millonario en pesetas; ahora, con el euro, nos lo han puesto 166 veces y pico más complicado.

No hace falta ser profeta; mires donde mires, el apocalipsis está servido: África ya estaba en la miseria material y humana con tantas guerras y sequías; en Asia los jinetes cabalgan desde la miseria de Calcuta hasta la guerra inútil de Afganistán, la tensión entre Pakistán y La India o el revoltijo de Indochina, Indonesia o Filipinas; en América del Sur no está el horno para bollos en ninguna parte, y como muestra piensen en Argentina, Brasil o Venezuela; Centroamérica postrada como siempre, desde Haití hasta Guatemala y México; Norteamérica, qué les voy a contar, dados al Prozac, agarrados a un rifle y mandando marines a todas partes. Ya no les hablo de Palestina, de Chechenia, de la tensión balcánica…

Los gurús tradicionales ya no marcan el paso; unos porque se han muerto, otros porque han envejecido mal y están siendo sustituidos  por una muchedumbre de  especialistas que emboscan a la gente en Instagram y alrededores, y encima no parecen charlatanes, sino buena gente, el problema es que la mayoría no sabe de lo que habla sino la superficie. Hablan sobre asuntos que los verdaderos especialistas controlan después de años de universidad y décadas de investigación. Pero ahora, una chica monísima o un joven muy explicado, irrumpen con el respaldo de que son famosos, poseídos de una ciencia infusa que mucha gente traga porque lo dicen ellos, que fueron estrellas de un reality o los hicieron miss o míster de no sé qué. La mayoría son carteles parlantes de publicidad de ropa o zapatillas, y al fin y al cabo eso no mata a nadie. Pero los hay que se atreven con temas muy serios, y a veces peligrosos, sobre los cuales eminentes voces se andan con pies de plomo, pero estos nuevos guías tratan a la ligera, con el consiguiente peligro que tiene lanzar mensajes que, si se llevan a la práctica, pueden dañar mucho a las personas por la falta de rigor.

Y ahora, en este caldo de cultivo de la ignorancia, llega este galimatías que se define con la palabra Ucrania, previa pandemia de covid que, de repente, ya no se percibe como un peligro, pero ha inyectado un miedo inconsciente que tardará años en desaparecer. Con este panorama, no es raro que los agoreros hayan desaparecido, ya bastante agoreros son los periódicos, la radio, la televisión y las redes sociales. No me extraña que aquí nos echemos en brazos del fútbol y los carnavales a destiempo. La realidad supera a la ficción, y el drama universal literario y cinematográfico que ocasiona el dichoso anillo maldito de Tolkien es una menudencia cuando pensamos en el fanatismo, la intolerancia, la pobreza, la avaricia y las armas nucleares prestas a ser utilizadas. Es que vamos a terminar por no ver la Champion y el Roland Garros, porque cualquiera puede adivinar quienes van a ganar el año que viene porque parece el Día de la Marmota, y pasa igual con casi todo. Ya, ya sé que debo pedir hora en un gabinete psiquiátrico, pero me empeño en ser optimista. En realidad, no nos queda más remedio que serlo, de lo contrario nos volveríamos locos.