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Elecciones, ¿y qué más?

 

Bueno, pues ya estamos en la recta final. El domingo se abren las urnas y por la noche, después de se haga el recuento, seguiremos sin saber gran cosa, todos habrán ganado, pero, salvo que haya un partido que saque una muy poco probable mayoría absoluta, estaremos igual semanas y semanas. Y la gracia es que debería importar poco quiénes se vayan a sentar en este ministerio o en aquella secretaría de Estado, porque eso es como conocer las alineaciones de los equipos antes de empezar el partido, porque el mejor de siempre puede tener un mal día y otro que nunca ha destacado se consagra con tres goles. El partido hay que jugarlo, y lo comparo con un partido de fútbol porque quienes gobiernan tiene que hacerlo contra las situaciones que se presenten y siempre contra la oposición, que hará lo indecible porque quien gobierna no pueda hacerlo debidamente. Y es que, en España, eso de la leal oposición hace mucho que no existe.

 

La histórica imagen de España nevada desde los satélites de la NASA - Logroño - COPE

 

Por otra parte, prevalece el arquetipo de que España no tiene remedio. Nunca lo tuvo, porque los remedios siempre son monolíticos, tiránicos y contrarios a la libertad, y pruebas de ello hemos tenido en los últimos 500 años. España es una abstracción que hoy vemos como una sola entidad, pero solo es España desde la Constitución de 1812, y no antes, porque aquellos reinos medievales de León, Castilla, Aragón o Valencia, el principado de Asturias, el condado de Barcelona o el señorío de Vizcaya eran distintos en fueros, en derecho consuetudinario y hasta en las lenguas que hablaban. Todo eso confluyó en las coronas de los Reyes Católicos, que completaron con la conquista de Granada, último bastión musulmán en La Península Ibérica. Y las mentiras que nos han ido colocando, como que con la caída de Boabdil se completaba el puzle de lo que hoy es España, y nos contaban en la escuela (cuando se daba Historia, manipulada, pero Historia) que, cuando decidió emprender la batalla definitiva para conquistar Granada (no reconquistar, porque se reconquista lo que antes fue nuestro, y Granada nunca fue parte de Castilla antes de 1492), la reina Isabel I dijo: ”Yo arrancaré uno a uno los granos de esa Granada”.

 

El mosaico español (que entonces no era español) se completó con la conquista de Navarra por Fernando el Católico, cuando ya la reina había muerto, y nunca supo el regente Cardenal Cisneros si aquel nuevo reino era Castilla o Aragón, por lo que, desde entonces, la única tierra aparte de esa España inexistente ha sido Navarra, que no perdió sus fueros ni siquiera en los tiempos absolutistas de Fernando VII o, más recientemente, con la dictadura de Franco. Hasta la Constitución de Cádiz, no había unidad de España (no puede unirse lo que no existe) sino que todos esos reinos, condados, principados, señoríos, (incluidos los de las cuatro Islas Canarias que primero fueron conquistadas), recaían en la corona. Y era el rey el estandarte de todos ellos, que siempre heredaron hasta hoy los monarcas españoles, y es por ello que, cuando se habla de los títulos del rey de España sale una ristra interminable de entidades que solo estaban unidas en su persona hasta 1812. A partir de ahí ya España existió jurídicamente.

 

Así que, si a uno de los reyes que hubo durante más de tres siglos, se le hubiera ocurrido repartir en herencia sus títulos entre varios hijos, Galicia, Andalucía, Valencia o cualquier otro territorio se habría convertido en un estado distinto. De hecho, ocurrió cuando el reino de Aragón se extendió por el Mediterráneo, y así vemos que Carlos III había heredado de su padre Felipe V la corona de Nápoles, de la que abdicó para sentarse en el trono de Madrid. De modo que el Estado de las Autonomía no es un invento de la Transición de hace 40 años, sino una respuesta a lo que latía en la genética política y social de un país que renacía, pero que no había perdido la memoria.

 

Por eso, cuando largan estupideces los líderes políticos, llenan sus discursos de grandilocuencia patriótica o nos cuentan sandeces (Aznar elogió en su centenario a Isabel La Católica como símbolo de la unidad de España), me temo que, quienes conducen no tiene el carnet. De esto no se salva ninguna fuerza política porque, o callan verdades históricas o se explayan reinventando la Historia. Cuando escucho a Puigdemont, a Abascal, a Aitor Esteban y a muchos y muchas más, decir verdaderos disparates que venden como verdades absolutas, me dan ganas de llorar. Creo que lo de que los dirigentes salgan de los votos es una regla de oro de la democracia, pero también creo que, cuando se alcanzan cargos de determinado nivel, habría que tener aprobado un curso sobre todo esto. Y un curso muy riguroso.

 

Por otra parte, los autores del Siglo de Oro son una mina de conocimiento, pero, o no se les lee, o se les lee muy mal. Cervantes, Lope, Góngora, Quevedo y todos los demás (incluidas Santa Teresa y Sor Juana Inés de la Cruz) han sido poco o mal leídos, porque todas esas ideas tan originales que a menudo sueltan los políticos ya estaban con gran fundamento y rigor intelectual en todo ese inmenso arsenal de sabiduría. El ejemplo de leer bien a los autores nos lo dan los ingleses, que han sabido hacerse grandes apoyándose en Shakespeare, Milton o Marlowe. Tampoco se les ha ocurrido (habrá raras excepciones) echar un vistazo a la obra de Madariaga, Américo Castro, Juan Marichal o a ilustres extranjeros que hablan mejor de España que los españoles, como el inglés Chesterton (siglos XX) o el abate francés Bertaut de Fréauville. Si los políticos supieran algo de esto, España sería hoy una de las imprescindibles naciones del mundo, pero se les va la fuerza combatiendo con su ignorancia y sirviendo a intereses personales, que creen que los privilegios son un derecho. Por eso me digo que es una obligación moral en democracia ir a votar, pero después me pregunto para qué.  Si vamos un poco leídos a votar, tal vez lo hagamos bien.

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Libertad de expresión en todas direcciones

 

Entre la insaciable voracidad por censurar de lo que suelen llamar Woke, que quiere anular obras de arte, libros, canciones y pensamiento (de hecho, ya se han manipulado muchas páginas del mismísimo y Roald Dahl, y la ha emprendido contra Neruda, Woody Allen…), hasta la tradicional inquina de instituciones cerriles hacia cualquier tipo de idea, acto u opinión contraria a la suya, estamos rodeados. Ya sabemos que los regímenes totalitarios -y otros que también lo son aunque se vistan de democracia- niegan las libertades más esenciales o los derechos humanos reconocidos por la ONU en 1948, aunque pertenezcan inexplicablemente a esa organización, desde las ejecuciones en Irán por homosexualidad hasta las lapidaciones de mujeres “adúlteras” en varios países árabes, la negación de la enseñanza a las niñas en Afganistán o el robo de tierras en el Amazonas o en Centroamérica, obrar o pensar distinto al poder establecido es prácticamente una pena de muerte o cuando menos de prisión. Pensamos que estas cosas no pueden ocurrir en la civilizada Europa del siglo XXI, como tampoco se pensaba en los comienzos del siglo XX, y ya hemos visto lo que pasó.

 

 

Cada persona es única e irrepetible, pero cualquier poder quiere que esa diferencia que nos enriquece sea anulada para que todo sea según la doctrina de ese poder. Cuando la diferencia les parece insalvable (mujeres, homosexuales, inmigrantes de otra raza o religión…) se ataca a esos colectivos convirtiéndolos en objetivos que hay que destruir. De ahí nace todo el odio que empieza a campear por Europa Occidental. El gran enemigo de esta Europa no es la Rusia que martiriza a Ucrania, es otro mucho peor, es la propia Europa.

 

Todo sistema totalitario se afianza en la supresión de uno de los derechos fundamentales: la libertad de expresión. No puede haber disidencia, todo ha de ser como dictan las normas, que no son otras que las que emanan de ese poder absoluto. Ocurrió en la Alemania Nazi, en la URSS, en China, en Cuba y en países del Tercer Mundo donde la democracia nunca ha existido. Y ahora ese fantasma que recorría Europa para el escritor Stefan Zweig hace un siglo, sobrevuela otra vez nuestras democracias. Cierto es que el comunismo estalinista también fue genocida con sus compatriotas, pero ahora el gran peligro es la ultraderecha. Es necesario cerrar la puerta a los totalitarismos, a todos.

 

Sánchez ha hecho muchas cosas, unas bien y otras no, pero en principio todas parecían encaminadas a amortiguar los golpes de la crisis, la pandemia, la sequía y la guerra en la que no estamos, pero sí participamos de palanganeros. Ya vimos cómo Rajoy, en siete años, no consiguió enderezar la nave, y eso que entonces solo había un asunto, la crisis financiera (surgió luego lo de Cataluña y se resolvió de la peor manera), aunque sí que pudo sacar decenas de miles de millones para salvar la banca, dinero del que nunca más se supo. Y ahora viene Feijóo metiendo miedo con el sanchismo, que no se sabe bien lo que es, una especie de nebulosa malvada que usurpa el poder a los que, por designio divino, siempre deben tenerlo en sus manos.

 

Sé que es predicar en tierra baldía, que siguen resecando con espectáculos adormecedores como la gran boda del siglo, en la que, en medio de una ola de calor, las camareras llevaban camisa blanca de manga larga debajo de un vestido negro, encima un delantal, y con los pies cubiertos por medias tupidas, como toca a la servidumbre. Y a la gente, por lo visto, le parece bien, incluso ha habido algunas quejas porque no llevaban cofia, lo que denota un clasismo que, sorprendentemente, empieza desde abajo. Si ya el PP es propenso a lo rancio, lo de la ultraderecha es sencillamente borrar la precaria democracia que hemos tratado de construir en los últimos 40 años.

 

Como sé que se me echarán encima los de siempre, ya les digo que escribo libremente, nadie me da prebendas ni sobres bajo mano. Si pongo el grito en el cielo, es porque repiten un espejo de la historia, están siguiendo el guion punto por punto. Ya nos sabemos su cantinela desde Cánovas y Sagasta. Por cierto, me adelanto, porque también estará seguramente en la escaleta del asunto que, antes del 23 de julio, hablará el nacionalcatolicismo, algo que resulta medieval hasta al mismísimo Vaticano. También sé su mantra, lo repiten de memoria desde la época de Pío XII.

 

Por lo tanto, mi deseo es que, dentro de un año, diez o de otros cuarenta, se pueda decir sin miedo lo que se piensa, porque siga vigente como derecho que hay libertad en lo que se piense, se lean libros tal y como fueron escritos o se acuda a una manifestación a favor o en contra de lo que sea. También sé que dirán que por qué no hablo de la educación, la sanidad, el machismo y su procesión de muertes, abusos y discriminaciones; de la inseguridad creciente, la desigualdad social, la inmigración, la dependencia, el racismo, los salarios, el caciquismo encubierto o el cambio climático. Pues porque de todo eso he hablado y hablaré siempre, y es obvio que, si se atenta contra la libertad de expresión, todos esos asuntos quedarán ocultos bajo la fanfarria patriotera de aquellos a quienes se les llena la boca con la palabra España. También me opongo a quienes, en aras de un progresismo a ultranza, echan leña a la hoguera inquisitorial. Es decir, la libertad de expresión debe funcionar en todas las direcciones, y es hora de que aprendamos a ir contra los argumentos, no contra quien los esgrime. Descalificar a una persona no desmonta su discurso, porque, ya saben, la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. Pues miren, resulta que la España de verdad es todo eso que he mencionado, que afecta a la inmensa mayoría de las personas que habitan nuestro país. Así de simple.

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La vaca de Eleuterio y la desinformación

 

En la mayor parte de las campañas electorales, poco se habla de las propuestas, pero en esta que nos martiriza es que se han olvidado por completo de ellas. El colmo de la hipocresía es llamar posverdad a la mentira mil veces repetida que acaba aceptándose como cierta. Es una normas que funciona, para empezar con el uso del propio nombre. Debo ser muy desconfiado, pero no me creo casi nada de lo que se acepta como verdadero. Y es que no lo entiendo, porque es muy obvio que nos engañan, pero los medios tienen su cohorte de palmeros que corean supuestas verdades absolutas en cualquier ámbito, sea el deporte, la política, la economía o las artes. Incluso las ciencias empiezan a estar en entredicho (recordemos el asunto de las vacunaciones), porque no acabamos de saber si finalmente el huevo contiene mucho colesterol, porque hay gente supuestamente autorizada que dice que todo obedece a una campaña publicitaria de desprestigio del huevo por parte de las industrias cárnicas.

 

 

Y así pasa con todo, y cuando se expande en Internet no hay quien lo pare. Esto me recuerda un viejo chiste de estudiantes, en el que, en un examen oral, un alumno soplaba a otro las partes del oído. El martillo, dijo el alumno; muy bien, siga, susurró el presidente del tribunal. El estribo, repitió a ciegas el alumno lo que su compañero le soplaba, y el tribunal aceptó la respuesta y le animó a continuar. El yunque, volvió a decir el alumno, extrañado de que los profesores lo creyeran. La trompa de Eustaquio, le sopló el cómplice, y el alumno dudó, porque estaba convencido de que el tribunal no iba a tragar con aquello. Tú, díselo, insistió el soplador, y el examinando pensó que de perdidos al río y contestó: «Las trompas de Eustaquio, y como ustedes tragan con todo, pues también el cipote de Archidona, el perro del hortelano y el macho de Pepito Monagas que come papeles de periódicos ingleses». «¿Y por qué no el coño de la Bernarda?», ironizó el presidente, a lo que el alumno contestó, ya muy seguro: «pues sí, también, para nota». Así estamos: el cipote de Archidona, la vaca de Eleuterio y la posverdad que es directamente una falsificación, que encima dicen que es emocional.

 

Desde que existe la prensa, allá por el siglo XVIII, se ha utilizado la información para crear estados de opinión. Napoleón dictaba mensajes que eran reproducidos por todo el país para convencer a los franceses de la necesidad de hacer grande a Francia, humillar a los germanos, conquistar Rusia y llegar por La Península Ibérica al Cabo de San Vicente, que la mayoría de los franceses desconocía dónde estaba. Es más, ni siquiera sabían leer, pero siempre había alguien en cada pueblo que leía en alta voz.

 

Este fenómeno ha ido aumentando con el tiempo, y si Ortega y Gasset fue tan conocido en su tiempo como hoy pueda serlo el más popular de los escritores fue porque gran parte de su obra la escribió en la prensa, y España entera esperaba a ver qué habían escrito Don José (Ortega), Don Miguel (Unamuno) y Don Antonio (Machado, o mejor, Juan de Mairena). En los pueblos más alejados, con una España en la que el analfabetismo absoluto era del 85% en 1931, se esperaba con fruición los artículos de los tres autores mencionados, que alguien leía en alta voz y que luego se trasladaba de boca en boca por todo el pueblo. El periódico llegaba con varios días de retraso, a veces semanas, pero el estado de opinión de toda España se generaba a partir de un artículo de dos o tres mil ejemplares de tirada. A veces, ni siquiera llegaba el periódico, pero unos a otros se informaban por carta o traía la nueva alguien que había viajado a la capital.

 

Apenas nació, la radio se generalizó en tiendas, cafés y casas de gente acomodada en los años treinta. El ya muy mentado Goebels, ministro de Propaganda de Hitler, se dio cuenta de que los ensayos que Mussolini había hecho en Italia con sus encendidos discursos radiados eran adecuados para extender la ideología nacional-socialista entre los alemanes. En la Guerra Civil española, la radio fue un instrumento determinante, puesto que, a través de las ondas se alentaba a los soldados propios, se desmoralizaba al enemigo, se informaba, se arengaba y se desinformaba. Quien más la usó y mejor provecho le sacó fue Queipo de Llano desde Sevilla, y en la II Guerra Mundial la radio fue imprescindible. Cuando Churchill prometió a los ingleses sangre, sudor y lágrimas, lo hizo a través de la radio, por no volver a repetir la historia de la canción Lilí Marlenne desde Radio Belgrado. Hasta el Vaticano se dio cuenta de que la comunicación era fundamental, y en 1931, Pío XI encargó la instalación de la Radio Vaticana nada menos que a Marconi, y empezó a emitir en febrero de 1931.

 

Hoy, la información es más que nunca poder, pero tiene a la vez más posibilidades de hacerse permeable y de ser manipulada o dinamitada por otros. Hace unos años, la información se podía controlar mejor, pero ahora el mundo está regado de terminales de bolsillo que pueden contradecir las versiones oficiales, y corren a la misma velocidad. Por eso el poder -cualquier clase de poder- sigue obsesionado por controlar la información, asunto que hoy es imposible. Y como ven esa imposibilidad, inundan las redes y las ondas hertzianas con informaciones de consumo que hagan que lo verdaderamente importante, aunque es asequible, se olvide. Por desgracia, para lo más que se utiliza hoy la información política es para desinformar, asunto que deberíamos tener en cuenta antes de decidir qué voto vamos a introducir en la urna.