En una entrevista que le hice hace diez años a Arturo Pérez-Reverte, aludiendo a su memoria como corresponsal de guerra, me dijo una frase escalofriante: «En la guerra no hay inocentes». Venía a decir que las víctimas tampoco son inocentes, incluso los niños, pues se entra en una dinámica de destrucción y crueldad que hace posible que niños de ocho años sean a menudo factores de muerte.
Esta reflexión nos hace temblar, porque si la infancia, que es el símbolo de la inocencia, se mancha con el odio y la sangre, ¿qué podemos esperar de los adultos? Y así debe ser, porque de otra forma no se explican casos como el de aquel médico pediatra del hospital de Sarajevo que se convirtió en francotirador en las montañas que rodeaban la ciudad, y disparaba con su rifle a todo lo que caminase por la calle, incluso niños. Por ello hay que evitar siempre el primer disparo, porque luego ya no se sabe qué puede ocurrir con la mente de los seres humanos implicados.
Es escalofriante la conversación que mantienen los escritores Arkadi Bábchenko y Emir Suljagic, antiguos soldados en Bosnia y Chechenia. Si lo que dicen es de verdad lo que piensan, Pérez-Reverte no se equivocó. Por eso hay que oponerse a la guerra a toda costa.
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