Cuando escribo este artículo es domingo por la noche. Antes de sentarme al ordenador, paré delante del televisor para programar alguna grabación, y me di de bruces con un reportaje de una cadena generalista que rememoraba una corrida de toros, ahora calificada de feminista, de hace más de 30 años, que hizo un torero, entonces en su apogeo de… bueno en su apogeo. Congregó a miles de mujeres (las cifras bailan, pero la plaza estaba a tope y decía la locución que si hubiese tenido el triple de aforo también se habría llenado). Las corridas de toros me parecen un ejercicio de crueldad inadmisible, y cuando aparecen en mi televisor salto de canal inmediatamente. Eso iba a hacer justo en el momento en que una voz en off dijo con música de sentencia que esa corrida marcó un antes y un después en la liberación de la mujer.
Semejante afirmación me causó el mismo efecto que si se me hubiera caído encima un piano de cola. Como me parecía imposible que tal cosa estuviera en el guion de un programa de televisión medianamente serio, aproveché la posibilidad que tienen ahora los televisores para hacer retroceder la emisión como si estuviese grabada en una de las antañonas cintas cassette. Rebobiné 15 segundos, di al play, y efectivamente, la voz decía exactamente lo que yo había entendido sin dar crédito. Dejé que siguiera y alguien afirmó que, ese día, las mujeres que acudieron a la corrida se sintieron libres, hasta el extremo de que el lanzamiento de ropa interior al torero fue una celebración de la libertad.
Según el guion del reportaje (no lo decía expresamente, pero lo daba a entender), aquella corrida de toros, fue una especie de hito en el camino de las reivindicaciones del feminismo por la igualdad de derechos de hombres y mujeres. Tanto era el convencimiento verbal de la crónica, que parecía que lo que se contaba tenía el mismo rango histórico que el gesto de Rosa Parks, una mujer afroamericana de Alabama, que el 1 de diciembre de 1955 se negó a dar el asiento a un hombre blanco y prendió la mecha de la denuncia de racismo estructural que llevaría a una lucha social muy dura y más de una década después a conseguir la Ley de Derechos Civiles en Estados Unidos, o que se equiparaba a sucesos como los del 28 de junio de 1969, cuando unos disturbios en Nueva York fueron el inicio mundial de la lucha por los derechos de los homosexuales.
Es decir, si un tipo que programa un espectáculo taurino solo para mujeres, que, como todos los toreros también es llamado matador de toros, liquida a siete animales en medio del jolgorio y el despiporre de miles de mujeres que enloquecen de emoción, y acto seguido esas mujeres lanzan bragas a la arena como símbolo de no se sabe qué (a mí me suena a sumisión total, aunque yo de estas cosas no entiendo), se anula el valor del esfuerzo, el sufrimiento, la lucha y la incomprensión de Flora Tristán, Emilia Pardo Bazán, Mercedes Pinto, Virginia Wolf, Clara Campoamor, Lidia Falcón, Cristina Almeida y ciento y la madre de mujeres que han sido víctimas de abusos, injusticias y ninguneos y que se han ganado con sudor y sangre el respeto humano e histórico que se les debe, y viene a resultar que el gran símbolo de la lucha por la igualdad es un torero cuya contribución en el saldo de esa gran deuda histórica es que mató a siete toros y recogió más ropa interior femenina que nadie en una plaza de toros, aunque no consta el número de bragas y sujetadores.
Pues ese es el nivel, no sé si de algunos medios o el de la sociedad en general, o si el pensamiento lógico se ha echado la camisa por fuera. Si este disparate relacionado con la lucha por la igualdad de hombres y mujeres se aplica a otros asuntos de mucha importancia, gran sensibilidad o ambas cosas, puede entenderse por qué esta sociedad se ha convertido en un bebedero de patos. Cualquier bravata se vende como la última palabra en cualquier tema, y como casi nunca se permite que el otro acabe la frase, allá va cada cual con su discurso que suena superpuesto al otro y así no hay manera de establecer, no ya un debate, sino una simple conversación.
Resulta que personas con prestigio académico, político, cultural o social aceptan pulpo como animal de compañía siempre que convenga a la convivencia, al progreso, a la patria o la caja en la que transportaba Lolita Pluma los chicles y las piruletas que vendía. Hay leyes que no se aplican, acuerdos que no se cumplen y nada tiene un valor por sí mismo, sino que vale según quien lo diga o para lo que se diga. Ni es serio, ni es patriótico, ni es democrático, ni es nada, porque las secuencias se construyen con una mentira sobre otra, y lo que ayer era innegociable hoy es constitucional y viceversa.
Para mayor confusión, si cruzamos la frontera, las cosas no van mejor. Resulta que no son serios ni los grandes acuerdos internacionales (que nadie cumplirá, como ya es costumbre) y ando buscando la manera de hacerme cliente de ese banco en el que firmas pagar un 5% pero luego solo pagas el 2,1%. Si un torero recogiendo bragas del albero de una plaza de toros puede ser un hito en la lucha feminista, tampoco sería tan raro que le otorgaran a Trump y Netanyahu el Premio Nobel de la Paz, y ya si eso meten en el bloque a Putin, Zelensky, Jameini, al presidente de Corea del Norte y a una prima segunda mía, que tampoco ha movido un solo dedo por la paz pero le hace ilusión el Nobel.
Lo que no puede ser es que, quienes son amnistiados, sigan predicando su propósito de reincidir en actos por los que fueron encausados, y hasta proponen hojas de ruta. En eso, como en casi todo, se cambian las reglas del juego en medio del partido. En el punto en que estamos, si es un hito liberador de la mujer que un matador de toros apañe más prendas íntimas que nadie y que una presentadora se predique feminista para alimentar el morbo sobre sus atuendos cuando da las campanadas de fin de año, me estoy pensando la posibilidad de presentarme a Reina del Carnaval. Ahora todo es posible, distinto o al revés.
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