Aplicar la Ley de Memoria Histórica no es venganza, es justicia. Siempre he pensado que hay que mirar al futuro, pero precisamente por eso es necesario no olvidar el pasado. El valor de la Historia es ese, conocer de dónde venimos y aprender de los aciertos y errores que hemos cometido como sociedad. Pero para que eso se materialice de forma transparente y didáctica, hay que buscar siempre la verdad. Adulterar la Historia es como conducir sin espejo retrovisor, porque lo que vemos a través de él también afecta a lo que tenemos delante de nuestra mirada. Por ello, porque creo en que hay que avanzar, porque necesitamos todos los elementos que nos permitan hacerlo de la mejor manera, abomino de quienes falsean la Historia buscando su propio beneficio, porque la concordia, la avenencia y la unión como sociedad son incompatibles con el olvido, y es delito de lesa humanidad mentir adrede para generar crispación y violencia. Las cicatrices siempre estarán ahí porque son el resultado de nuestra memoria. Reabrir heridas con mentiras es de miserables.
No se trata de justificar sino de entender. Con la historia no hay que ser equidistante, hay que ser honesto y veraz. Y si ya resulta complicado para historiadores honestos acercarse a una verdad absoluta, si se manejan muchas fuentes -algunas interesadas-, más confusión se produce cuando se miente deliberadamente, si se reescribe la historia y, sobre todo, cuando se arma un edificio dialéctico que es puro sofisma porque prescinde de datos comprobados y crea una ficción con mala fe, asunto al que ni siquiera se atreven quienes escriben novelas históricas con honestidad, pues juegan con las circunstancias pero nunca alteran los hechos. Hay supuestos “historiadores” que hacen más ficción que Alejandro Dumas.
Vivimos tiempos en los que la demagogia pasta en la desmemoria. Cuando se habla de dar una sepultura digna a los asesinados que yacen sin nombre en cunetas, tapias de cementerios y otros lúgubres panteones del oprobio, sacan enseguida los también asesinados del otro bando. Que también los hubo, y negarlo sería mentir. No se pueden negar las sacas de las cárceles que realizaron durante la guerra milicias fanatizadas del bando republicano. Paracuellos del Jarama es una desgracia y una vergüenza. El más conocido de los asesinados fue Pedro Muñoz Seca, ilustre dramaturgo católico muy crítico con la II República, autor, entre otras obras, de La venganza de Don Mendo. Esos hechos ocurrieron, y otras atrocidades similares, ocasionadas por el odio irracional a cuyo origen no fueron ajenos los incendiarios y demagógicos discursos pronunciados desde tribunas supuestamente legítimas y respetables. Esa es la forma en que se gestan las brutales guerras civiles, en las que, con todo el horror que supone el enfrentamiento entre soldados que ni siquiera se conocen, lo más brutal, satánico y aborrecible suele ser lo que ocurre lejos de las trincheras.
Por lo tanto, estamos en que hubo una guerra civil, pero esta acabó teóricamente el 1 de abril de 1939. A partir de entonces hubo un bando vencedor, y a los asesinados propios se les dio una sepultura digna. Pero no solo no sucedió lo mismo con los muertos del bando republicano, sino que los vencedores siguieron sus matanzas sistemáticas (en Canarias tenemos como paradigma la Sima de Jinámar), los encarcelamientos y la destrucción social de quienes tuvieron alguna participación política o militar en la contienda. Es decir, la guerra civil acabó en 1939 para los vencedores, pero no para los vencidos, que fueron masacrados y perseguidos con saña durante años, hasta el punto de hasta sus hijos sufrieron el ostracismo de un régimen genocida.
Si comparamos nuestra guerra civil con otras muy sangrientas, vemos que otras terminaron el día que se firmó la rendición del bando perdedor. Un ejemplo es la Guerra de Secesión norteamericana, en la que no hubo revancha contra los perdedores, y Lincoln decretó una amnistía para funcionarios y militares que estuvieron con los confederados, y que podrían haber sido acusados de alta traición. Hasta los más destacados dirigentes del Sur vencido, el presidente de la Confederación Jefferson Davis y el comandante del ejército sureño Robert Edward Lee, a pesar de su rango militar anterior, pudieron rehacer sus vidas y tuvieron una vida civil sin represalias, incluso prestigiosa.
Por ello, cuando se reclama una sepultura digna para quienes fueron asesinados en esa larga noche de piedra que reflejara el gran poeta gallego Celso Emilio Ferreiro, no se miden magnitudes equivalentes con lo que ocurrió con los vencedores, cuyos muertos están todos dignamente enterrados y reivindicados. Así que decir lo contrario es falsear la historia, mentir, volver a generar odio desde los púlpitos. Parece que no han aprendido nada de la Historia, porque la desconocen o porque la tergiversan. Y el colmo de la miserabilidad es cuando encima convierten a las víctimas en verdugos, como ha ocurrido con las acusaciones terribles vertidas sobre Las Trece Rosas. El fusilamiento de las trece jóvenes pertenecientes a las Juventudes Socialistas fue en agosto de 1939, cinco meses después de acabar la guerra. Pura venganza. Por ello, mentir, falsear y revolver en la basura, como hace de vez en cuando determinada dirigente que es un peligro incluso para los suyos, es jugar con fuego. Demuestran que en ellos sigue anidando esa España rancia, inquisitorial y vengativa, la que con triste acierto definiera Antonio Machado. Qué pena que haya quien siga creyendo en quienes tratan de sacar tajada del odio. Pero mientras Muñoz Seca siga en una fosa común de Paracuellos y no sepamos dónde descansa García Lorca, seguirá haciendo falta la aplicación de la Ley de Memoria Histórica. Por justicia.
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