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La vaca de Eleuterio y la desinformación

 

En la mayor parte de las campañas electorales, poco se habla de las propuestas, pero en esta que nos martiriza es que se han olvidado por completo de ellas. El colmo de la hipocresía es llamar posverdad a la mentira mil veces repetida que acaba aceptándose como cierta. Es una normas que funciona, para empezar con el uso del propio nombre. Debo ser muy desconfiado, pero no me creo casi nada de lo que se acepta como verdadero. Y es que no lo entiendo, porque es muy obvio que nos engañan, pero los medios tienen su cohorte de palmeros que corean supuestas verdades absolutas en cualquier ámbito, sea el deporte, la política, la economía o las artes. Incluso las ciencias empiezan a estar en entredicho (recordemos el asunto de las vacunaciones), porque no acabamos de saber si finalmente el huevo contiene mucho colesterol, porque hay gente supuestamente autorizada que dice que todo obedece a una campaña publicitaria de desprestigio del huevo por parte de las industrias cárnicas.

 

 

Y así pasa con todo, y cuando se expande en Internet no hay quien lo pare. Esto me recuerda un viejo chiste de estudiantes, en el que, en un examen oral, un alumno soplaba a otro las partes del oído. El martillo, dijo el alumno; muy bien, siga, susurró el presidente del tribunal. El estribo, repitió a ciegas el alumno lo que su compañero le soplaba, y el tribunal aceptó la respuesta y le animó a continuar. El yunque, volvió a decir el alumno, extrañado de que los profesores lo creyeran. La trompa de Eustaquio, le sopló el cómplice, y el alumno dudó, porque estaba convencido de que el tribunal no iba a tragar con aquello. Tú, díselo, insistió el soplador, y el examinando pensó que de perdidos al río y contestó: «Las trompas de Eustaquio, y como ustedes tragan con todo, pues también el cipote de Archidona, el perro del hortelano y el macho de Pepito Monagas que come papeles de periódicos ingleses». «¿Y por qué no el coño de la Bernarda?», ironizó el presidente, a lo que el alumno contestó, ya muy seguro: «pues sí, también, para nota». Así estamos: el cipote de Archidona, la vaca de Eleuterio y la posverdad que es directamente una falsificación, que encima dicen que es emocional.

 

Desde que existe la prensa, allá por el siglo XVIII, se ha utilizado la información para crear estados de opinión. Napoleón dictaba mensajes que eran reproducidos por todo el país para convencer a los franceses de la necesidad de hacer grande a Francia, humillar a los germanos, conquistar Rusia y llegar por La Península Ibérica al Cabo de San Vicente, que la mayoría de los franceses desconocía dónde estaba. Es más, ni siquiera sabían leer, pero siempre había alguien en cada pueblo que leía en alta voz.

 

Este fenómeno ha ido aumentando con el tiempo, y si Ortega y Gasset fue tan conocido en su tiempo como hoy pueda serlo el más popular de los escritores fue porque gran parte de su obra la escribió en la prensa, y España entera esperaba a ver qué habían escrito Don José (Ortega), Don Miguel (Unamuno) y Don Antonio (Machado, o mejor, Juan de Mairena). En los pueblos más alejados, con una España en la que el analfabetismo absoluto era del 85% en 1931, se esperaba con fruición los artículos de los tres autores mencionados, que alguien leía en alta voz y que luego se trasladaba de boca en boca por todo el pueblo. El periódico llegaba con varios días de retraso, a veces semanas, pero el estado de opinión de toda España se generaba a partir de un artículo de dos o tres mil ejemplares de tirada. A veces, ni siquiera llegaba el periódico, pero unos a otros se informaban por carta o traía la nueva alguien que había viajado a la capital.

 

Apenas nació, la radio se generalizó en tiendas, cafés y casas de gente acomodada en los años treinta. El ya muy mentado Goebels, ministro de Propaganda de Hitler, se dio cuenta de que los ensayos que Mussolini había hecho en Italia con sus encendidos discursos radiados eran adecuados para extender la ideología nacional-socialista entre los alemanes. En la Guerra Civil española, la radio fue un instrumento determinante, puesto que, a través de las ondas se alentaba a los soldados propios, se desmoralizaba al enemigo, se informaba, se arengaba y se desinformaba. Quien más la usó y mejor provecho le sacó fue Queipo de Llano desde Sevilla, y en la II Guerra Mundial la radio fue imprescindible. Cuando Churchill prometió a los ingleses sangre, sudor y lágrimas, lo hizo a través de la radio, por no volver a repetir la historia de la canción Lilí Marlenne desde Radio Belgrado. Hasta el Vaticano se dio cuenta de que la comunicación era fundamental, y en 1931, Pío XI encargó la instalación de la Radio Vaticana nada menos que a Marconi, y empezó a emitir en febrero de 1931.

 

Hoy, la información es más que nunca poder, pero tiene a la vez más posibilidades de hacerse permeable y de ser manipulada o dinamitada por otros. Hace unos años, la información se podía controlar mejor, pero ahora el mundo está regado de terminales de bolsillo que pueden contradecir las versiones oficiales, y corren a la misma velocidad. Por eso el poder -cualquier clase de poder- sigue obsesionado por controlar la información, asunto que hoy es imposible. Y como ven esa imposibilidad, inundan las redes y las ondas hertzianas con informaciones de consumo que hagan que lo verdaderamente importante, aunque es asequible, se olvide. Por desgracia, para lo más que se utiliza hoy la información política es para desinformar, asunto que deberíamos tener en cuenta antes de decidir qué voto vamos a introducir en la urna.

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