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¿Son sombras o perros?

 
Ahora que iniciamos una nueva andadura de cuatro años en esta ciudad, vuelvo a ilusionarme con que, por fin, esta vez, las promesas se hagan realidad, y pueda sacar pecho por los servicios, el cuidado de cada uno de los barrios y el renacer verde que haga honor al nombre de la capital de Gran Canaria y de la provincia oriental, que tiene su origen en el primer atentado ecológico cometido en la isla, pues entonces fue instalado un asentamiento en la margen sur del Guiniguada, después de haber talado buena parte del bosque de palmeras que allí se levantaba y de construir con sus troncos la empalizada que transformó el campamento en fortín. Gran ironía es que, después de la masacre vegetal, llamasen al fuerte Real de Las Palmas, pues aquel enclave es embrión de la ciudad y también de su nombre (entonces las palmeras eran palmas), y es de ahí de donde proviene el gentilicio «palmenses» con el que se denomina a los habitantes de la ciudad, frente a los palmeros de la isla de La Palma, los palmeños de Palma del Río o los palmesanos de Palma de Mallorca.
 
Aunque el nombre naciera de la tala de un palmar, es un hermoso nombre vegetal que se rompe cuando los que pregonan lo políticamente correcto se empeñan en decir una y otra vez Las Palmas de Gran Canaria. Es esa su denominación oficial desde hace mucho menos tiempo que los más de cinco siglos de existencia de la ciudad, y es bueno que así sea para que se sepa en qué isla está, pero que coloquialmente tenga que repetirse una y otra vez nombre tan largo es, además de incómodo, innecesario. Hay poblaciones con nombres larguísimos: Santa María de Guía de Gran Canaria, San Bartolomé de Tirajana, Aldea de San Nicolás de Tolentino o San Cristóbal de La Laguna, y la gente las llama Guía, Tunte, La Aldea o La Laguna, y nadie se da por ofendido. Es como si cada vez que nombramos a una persona hubiera que decir su nombre compuesto y sus dos apellidos. Entiendo que el nombre de la ciudad es Las Palmas de Gran Canaria, pero, carajo, que nadie tome como una agresión que yo diga solamente Las Palmas cuando me refiero a ella con la familiaridad y el afecto de uno de sus habitantes.
 
Además, Las Palmas es un nombre hermosísimo, que nos obliga a buscar de una vez por todas el renacimiento de nuevos palmares, que en un descuido va a dejar el nombre de la ciudad en un vestigio histórico, por la ausencia total de palmas y palmares. Encima, cuando se les ocurre reverdecer algo, no siempre plantan palmeras canarias (phoenix canariensis), lo cual es un disparate, pues en el mundo entero envidian la especie, y da pena ver cómo hay avenidas de Los Ángeles de California o en La Habana bordeadas de nuestras palmeras, llevadas por canarios, y aquí tengamos una Avenida Marítima con palmeras extrañas, que, encima, son menos elegantes. Es como la negación de los nuestro.
 
Aquella fundación de la ciudad no fue tal, sino que nos remitimos a ella para datar el nacimiento de la población. Fue en 1478, un mal año para los Derechos Humanos, puesto que también fue entonces cuando el Papa Sixto IV concedió a los Reyes Católicos la petición de crear la Inquisición Española, cuyo primer Gran Inquisidor, el lunático Torquemada, podría estar en el museo de los horrores con tipos como Hitler, Napoleón, Stalin o Vlad el Empalador. Y en ese año de tanta intolerancia, mientras se expulsaba a los nazaríes de Granada y se maquinaba la expulsión de 400.000 judíos, es cuando los Reyes Católicos deciden «evangelizar» (otro eufemismo) las tres islas que no pertenecían al Señorío de Diego de Herrera y Fernán Peraza.
 
El capellán y cronista Pedro Gómez Escudero levantó acta del nacimiento de la ciudad un 24 de junio, día de San Juan Bautista, porque los seis barcos y seiscientos hombres que venían en nombre de la corona castellana arribaron a la bahía de La Isleta y atravesaron los arenales de Alcaravaneras durante la madrugada de 23 de junio, noche de brujas, aquelarres y sortilegios, con una Luna como un Sol iluminando la magia del solsticio de verano (Las crónicas nada dicen de eso, pero señalan el encuentro con una mujer que les indicó el camino, y que la tradición dice que fue Santa Ana). La tala de palmas y el asentamiento oficial tuvo lugar en la mañana del día de San Juan, y suena a predestinación porque los máximos responsables de aquella milicia se llamaban Juan: el capitán Juan Rejón, jefe de la partida, el obispo don Juan de Frías, que ya traía bajo el brazo desde Sevilla el permiso arzobispal para trasladar la sede de la diócesis del desértico Rubicón a un lugar de mayor riqueza, y don Juan Bermúdez, Deán del Rubicón, de quien dice Millares Torres que era conocedor de las costumbres y la lengua de los aborígenes. Y puesto que todos se llamaban Juan, y era la festividad del Bautista bautizaron la ciudad como Las Palmas (no la llamaron Juana de milagro).
 
Todo eso es memoria, pero no deja de ser irónico que cinco siglos después de su fundación siga discutiéndose en esta ciudad incluso por el nombre, cuando está en peligro el símbolo máximo de nuestra historia, unas veces porque un insecto venido de no se sabe pone en entredicho la leyenda del escudo que afirma que «Segura tiene la palma», otras porque no se reponen las que mueren o simplemente las cortan sin derecho a reposición. Sí parece seguro, de no obrarse un cambio milagroso, que seguiremos discutiendo al menos otros quinientos años, quién sabe si hasta perder la cabeza como el Bautista que nos nombró, con palmas o sin palmas, porque nos encanta llevar la contraria en cualquier asunto colectivo, sea un auditorio, una circunvalación, un estadio, un scaletrix (eso sí que es un nombre), un teatro o unos retoques al puerto o al litoral. Tal vez, si no discutiéramos, no seríamos nosotros, pues todavía está por ver si los perros de la Plaza de Santa Ana son galgos, podencos, bardinos o, vaya usted a saber si no son perros, sino sombras que se escaparon de un libro de Víctor Doreste.

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