El reciente fallecimiento del escritor Fernando Sánchez Dragó me trae a la memoria un incidente muy curioso y a la vez muy representativo; sucedió a mitad de los años ochenta del siglo pasado, cuando estrenábamos democracia (o eso creíamos), autonomía y, decían, que una proyección cultural que iba a convertir a Las Palmas de Gran Canaria en la Bruselas del Atlántico. Uno puede ser bien pensado y todo eso, pero mi ingenuidad no llega a tanto y decidí observar lo que hubiere, porque mis ancestros campesinos me llevan a no creer en pajaritos preñados, pues por no creer ni siquiera tuve la fantasía infantil de los Reyes Magos, y eso da mucha ventaja.
Se celebraba en Canarias un congreso de escritores de nuestra lengua, presidido por el entonces inefable Camilo José Cela. Asistió la plana mayor de los renombrados autores españoles y algunas vacas sagradas de Hispanoamérica, aunque nos quedamos con las ganas de ver por aquí a Rulfo, a Octavio Paz o a García Márquez. Estaba, cómo no, Fernando Sánchez Dragó, haciendo gala, como siempre de su papel de enfant terrible, y en el marco de tanto oropel se le rendía un homenaje al patriarca Cela, tal vez como desagravio porque los taimados miembros de la Academia Sueca se negaban una y otra vez a darle el Nobel, que se merecía, según él, como nadie en el mundo.
Pero los dioses del Parnaso habían decidido que aquella no sería la gran noche de Cela, sino de nuestro Agustín Espinosa, que es probablemente el escritor más intenso que dio Canarias en el siglo XX. Vivió en una época también intensa; en su adolescencia lo poseyeron de golpe el modernismo, el novecentismo y el dadaísmo; en su juventud universitaria la sombra de sus amigos García Lorca y Luis Buñuel, experimentando en el Madrid intelectualizado y prerrevolucionario de Ernesto Giménez Caballero. En su prematura madurez se bañó en surrealismo, con sus amigos de Gaceta de Arte y con su propia intensidad.
Sin duda, Lanzarote fue piedra de toque en su escritura, como lo sería luego en la narrativa de Rafael Arozarena o en la visión plástica de César Manrique. No se puede sentir Lanzarote y permanecer impasible. El grueso de la escasa pero definitiva obra de Espinosa tiene mucho que ver con Lanzarote, y seguramente él la entendió mejor que nadie, como una mujer con la que se mantiene una relación sadomasoquista, una mujer bella pero fatal, como luego sucedería a Arozarena con Mararía.
De su estancia en Lanzarote como profesor nacen muchas de sus mejores páginas, y aunque su escritura fue posterior a su estancia, la novela Crimen (1934) nunca habría podido ser escrita por alguien que no hubiera respirado el aire azufrado del volcán conejero. Crimen es un edificio de palabras que se encadenan en una obsesión, algo abyecto y sucio y a la vez inocente y sublime. Esa polivalencia de la prosa de Agustín Espinosa lo hace merecedor del podio más extraño de nuestras letras, el de la prosa que no narra, sino que incita, las palabras que dicen una cosa y hace que entiendas otra. Surrealismo. Afortunadamente nuestro Alexis Ravelo se encargó en años recientes de rescatar y quitar el polvo a tan singular obra, pues nuestro llorado Alexis era un devoto absoluto de la obra de Espinosa.
Pero estábamos a mitad de los ochenta en el salón de actos de la Casa de Colón, lleno hasta los topes, y con un público muy escogido, pues, salvo las estrellas ausentes que antes mencioné, casi no faltaba nadie importante. Y ahí aparecen en la mesa el homenajeado Cela y Fernando Sánchez Dragó, que hacía de camarlengo de aquella ceremonia, y no se le ocurre otra cosa que decir en semejante santuario, y con todas las letras, que Cela había escrito la primera novela surrealista española. Y dijo mal, porque hasta se confundió de título, pues nombró otra que ni siquiera lo intentaba. Dos errores colosales en uno, todo un récord para una frase que pretendía ser lapidaria.
A los sudamericanos y a la mayoría de los peninsulares aquello les daba igual, esperaban a que terminaran los panegíricos para irse a la guagua que los llevaba a cenar a las Grutas de Artiles. Pero a los canarios no, porque Fernando había contado dos mentiras en una, pero había que tener mucha autoridad y decisión para romper aquel solemne protocolo entre los figurones más resplandecientes del idioma. Y ese jinete a caballo fue Jorge Rodríguez Padrón, quien desde el fondo de la sala lanzó una proclama corta y contundente, que se oyó hasta en la Punta de La Isleta:
-¡Eso es mentira, la primera novela surrealista española es Crimen, de Agustín Espinosa!
Tenía razón Jorge, tanta que el moderador de la mesa, el académico José Luis Castillo-Puche, lo mandó salir del salón de actos. Sobra decir que todos los escritores canarios (yo ya lo era con mi primera novelita publicada) allí presentes también salimos en estampida (para que se notara nuestra solidaridad con el expulsado Rodríguez Padrón) y dejamos a Sánchez Dragó con la palabra en la boca. Total, si iba a seguir diciendo mentiras… Como comprenderán, aquello acabó como el rosario de la aurora, y créanme que ese es sólo uno más de los episodios (¿peculiares?) que viví o de los que fui testigo las pocas veces que nuestros caminos se cruzaron. Como escribió Calderón, la muerte es desdicha fuerte. Deseo paz y descanso al autor de Gárgoris y Habidis, y me temo que nunca sabremos cómo lo recibió en el Parnaso Agustín Espinosa. Ya nos enteraremos, aunque no hay prisa.
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