La muerte de la actriz italiana Silvana Pampanini el pasado Día de Reyes a los 90 años de edad ha vuelto a regurgitar la memoria de la película Tirma, rodada en Gran Canaria en el año 1954. La película, por decirlo suavemente, no forma parte de la gran historia del cine, a pesar de que hay nombres luminosos como los del italiano Mastroianni o el español Rodero, ambos principiantes, o el ya entonces consagrado actor mexicano Gustavo Rojo, hijo de la escritora canaria exiliada Mercedes Pinto. Forma parte de la memoria insular más por los avatares del rodaje y de las historias que se contaban, fueran ciertas o no, que por el nivel de la cinta, basada en una obra teatral de Juan del Río Ayala y que narra un episodio alrededor de la conquista de Gran Canaria. Silvana Pampanini encarnó a la princesa Guayarmina.
Aquel rodaje y sus leyendas circundantes convirtió en mito la película, por lo que significó en la sociedad canaria de los años cincuenta, en la que se remontaba una posguerra terrible y seguía bajo una dictadura férrea y unas costumbres religiosas muy cerradas. Y para entenderlo, también tenemos que sumar la propensión de aquella década a mitificarlo todo, hasta tal punto que llegan hasta hoy los ecos de hechos y personajes que, aunque algunos tuvieron leve o gran relevancia, en otros se exageraba o se reinventaba añadiendo imaginación en unos casos y fanfarronería en otros. Pero son historias que siguen contándose con una aureola que nos cautiva, aunque no fueran más importantes que otros que sucedieron antes o después de esos diez años tremendos y a la vez mágicos.
Desde que se generalizó la narrativa en Canarias hace 40 años, no dejan de aparecer relatos en los que se remiten a los años 50 como elemento principal o como telón de fondo. Surgen una y otra vez, y si para toda persona la niñez es su patria, para quienes escriben y pasaron su infancia en aquella década esa memoria difusa se convierte en motor de muchos de sus textos. Es una curiosidad que seguramente tiene que ver con la necesitad escapista de aquella sociedad maniatada, y que engrandecía, deformaba o directamente inventaba historias con elementos imaginados. Tal vez por eso están tan fijados, porque tienen un componente de ficción a pesar de que fueron reales al menos en parte.
Enumerar y desarrollar cada uno de aquellos mitos equivaldría a crear una biblioteca no pequeña de narraciones que partieron de lo real pero que se han hecho casi inasibles y por lo tanto sugerentes. Pensemos en las historias legendarias sobre la emigración a Venezuela, la figura agigantada de Juan García El Corredera, el asesinato de Chanrai, las correrías de la Iglesia Cubana (una disparata logia parrandera tan curiosa como simpática), los sermones del Obispo Pildáin corregidos y aumentados, el rodaje de Moby Dick, las visitas de Evita o el Mariscal Montgomery o el episodio de la controvertida perra Chona, un invento de Juan Rodríguez Doreste, entonces periodista, con ilustraciones del pintor Juan Ismael, que fue una serpiente de verano para llenar periódicos y que actualmente hasta se documenta con descendientes de los dueños de una perra que nunca existió y de la que se contaba que desenterraba huesos de posibles asesinados en el baño de sangre durante y después de la guerra civil. A estos mitos locales habría que añadir la visión insular de asuntos que venían de fuera, del calibre de la apocalíptica carta de Fátima que se abriría en 1960 (se decía que anunciaba el fin del mundo), la aparición de los famosos manuscritos del Mar Muerto, el lanzamiento por parte de los rusos de la perra Laika al espacio sideral en la nave Sputnik (la llamaban Láctea en las tertulias) o la curiosa convergencia de la coronación de la reina Isabel II (Inglaterra siempre fue un mito en Canarias) coincidiendo en el tiempo por tres día con la conquista del Everest por Tenzing Norgay, un sherpa nepalí, y Edmund Hillary, inglés, cómo no.
Por lo tanto, Silvana Pampanini forma parte de aquella mitología que le adjudicaba docenas de aventuras amorosas (hubo dos caballeros del noroeste de la isla, con nombres y apellidos, que en su locura la siguieron hasta Madrid). Se ha dicho por aquí que fue una actriz de éxito efímero, pero no es cierto. Forma parte de aquella pléyade de actrices que fueron misses o damas de honor en Italia (ella fue Miss Italia en 1946), y que en Italia llamaron las «Maggioratas» (donna molto prosperosa e provocante): Sophia Loren, Silvana Mangano, Gina Lollobrigida, Lucía Bosé, Alida Vali… y, por supuesto, Silvana Pampanini. Fue conocida fuera de Italia y trabajó junto a nombres como Buster Keaton, de Sica, Mastroianni, Totó, Jean Gabin o Vittorio Gassman, y con los directores más importantes, de la talla de Zampa, Risi o Comencini. Así que, en Italia fue una estrella hasta los años setenta, y continuó trabajando en el teatro, el cine y en sus últimos años en la televisión. Seamos pues, justos y digamos que fue una actriz de éxito, que no conoció la notoriedad internacional de sus compañeras de generación porque no tuvo como aquellas la suerte de conseguir un papel idóneo en las muchas películas norteamericanas que en aquellos años se rodaban en Italia.
Ha muerto una actriz italiana que gozó del éxito y el respeto en su país, y que en Gran Canaria fue como la bajada a la tierra de una diosa lejana. Silvana Pampanini estuvo aquí, Rita Hayworth y Lana Turner no; vieron que era una mujer real, tal vez por eso es aún más mítica.
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(Este trabajo fue publicado en el suplemento Pleamar de la edición impresa del periódico Canarias7 del día 7 de febrero de 2016).
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