Estamos en la antesala de la Navidad, una fiesta que en la cultura occidental dominada por el cristianismo desde el siglo IV tiene como detonante el mito del nacimiento de un niño que lo cambiará todo. Y en realidad lo ha cambiado, porque Occidente tomó nuevo rumbo desde que en el año 313 el emperador Constantino el Grande proclamó en el Edicto de Milán que el cristianismo sería en adelante la religión oficial del imperio romano. Antes de eso, coincidiendo con el solsticio de invierno y el día más corto y oscuro del año, se celebraban las fiestas dedicadas a Saturno, dios de la agricultura, en agradecimiento por las cosechas, y como a partir de esas fechas los días iban creciendo, habría más luz y saludaban el regreso del Sol Invictus. Era un tiempo dedicado a buscar la luz, y por ello la Iglesia de entonces quiso sustituir aquellas fiestas paganas arguyendo que ese Sol Invictus era Jesucristo niño, y se empezaba a invocar la luz con velas, antorchas y hogueras desde el 13 de diciembre, ligando a Santa Lucía de Siracusa (muerta a principios del siglo IV) con la nueva celebración. Como no era fácil que los romanos renunciaran al festín y la algarabía que eran anteriormente las saturnales, se les permitía la semana siguiente celebrar la llegada del nuevo año que venía con la luz creciente. Y en realidad es el comienzo del ciclo de la luz solar en el hemisferio norte, un tiempo para hacer parada y recapacitar, volver a los lugares de origen y ver a la familia al menos una vez al año. Esa necesidad de compartimentar la vida y medirla en ciclos es la base de la celebración de la Navidad, más allá de creencias religiosas, y ese niño mitológico que nace es cada uno de nosotros, renovado una y otra vez buscando la luz creciente. La Navidad representa la luz en la oscuridad del invierno, el recomenzar, y es muy anterior al cristianismo, por ese calendario de ciclos por el que se rige el ser humano desde sus orígenes más remotos sobre La Tierra. Y esta es la hora de volver a empezar.
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