Érase una vez un espacio al que había que tener cuidado al nombrar, no fuera a ser que al decir nación, estado, país, territorio se molestasen unos u otros, y había que andarse con ojo al emplear terruño, comarca, zona o paraje, porque siempre había alguien a quien la palabra le parecía poco, mucho, inadecuado o inexacto. En el extranjero, como no tenían esas limitaciones, llamaban España a ese espacio, pero cuando lo visitaban se iban muy confundidos porque a los de Portugal, Alemania o Rusia les parecía lógico que los llamasen portugueses, alemanes o rusos. Llamar español al azar a cualquiera de los habitantes de aquel territorio podía resultar muy comprometido. En ese espacio que los extranjeros llamaban España pasaban cosas muy extravagantes, como que, sin saber el porqué, el amor fuese agravante o eximente del mismo delito, o que lo que para unos se tenía por lógico para otros se consideraba alta traición. Eran tan peculiares que convocaban un referéndum que luego llamaban consulta y más tarde proceso participativo (¿refeconsulproce podría ser?), en el que se hacían preguntas metafóricas cuyas respuestas podrían ser interpretadas según preferencias. En ese espacio que los extranjeros llamaban España, había naciones que no eran estado, países que no eran naciones y territorios que no eran países. Allí nada era algo con seguridad. Y hasta hubo un tiempo en el que los dirigentes a distintos niveles de aquel espacio se volvieron todos locos de remate. ¿Qué pasó después? Pues lo normal: un manicomio.
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