El poeta romano Juvenal fue quien criticó las prácticas del poder para tener el apoyo o al menos la indiferencia del pueblo. Daba o vendía a muy bajo precio comida a los más pobres y les celebraba jornadas de entretenimiento en el circo. Ese sistema populista fue utilizado durante siglos, pues sabemos que lo hicieron muchos, desde Julio César, que regalaba trigo, hasta Aureliano que daba pan directamente. Hoy, el entretenimiento es una industria muy poderosa, pero no es gratis, aunque los poderes económicos la mantienen en gran parte a través de la publicidad, que finalmente acaban pagando los consumidores porque forma parte del precio del producto, no de su valor. Y hemos llegado a la apoteosis en los últimos años con el fútbol. Las cifras se han disparado porque el negocio y el rendimiento mediático es extraordinario, y como muestra recordemos que hace menos de 20 años hubo un gran debate porque un gran club español pagó por el traspaso de un jugador croata una cantidad que entonces se antojaba estatosférica, y que le pagaba un salario insultante, que no era ni la décima parte de las millonadas que se pagan hoy y a todo el mundo le parece normal. Sentí vértigo al escuchar esta tarde en la radio que en una población española decenas de miles de personas hacían una celebración porque su equipo de fúlbol ha ascendido de de 2ªB a 2ªA, y en otra docena de ciudades se preparan fastos similares, porque no es solo esa reiteración madrileña (liga y champion) de concentraciones y desfiles por plazas y estadios, es una orgía de bufandas y griterío general. Eso, aunque procede del fútbol, nada tiene que ver con el juego, es la utilización que se hace antes y después del tiempo que dura un partido.
Estamos saturados de ascensos, descensos, ligas, copas, eurocopas y, por si fuera poco, ahora un Mundial de presupuesto disparatado en un Brasil con graves problemas de supervivencia para gran parte de la población. Y esas gestas deportivas se celebran con un recorrido glorioso por la ciudad, como se homenajeaba a los generales romanos que regresaban victoriosos de una gran batalla, para que el César los coronase de laurel en las escalinatas del Capitolio entre los vítores del pueblo. Ya no se trata de un deporte sino de acumular copas en vitrinas, establecer ránkings, vender camisetas. Nada que tenga que ver con el deporte del balompié en sí mismo. He escuchado que personas con escasos recursos se han gastado lo que no tienen para ir a Lisboa a ver un partido de fútbol. Tampoco entiendo que se presentasen en la tribuna del estadio lisboeta jefes de estado, primeros ministros, alcaldesas y otros consulados, como si no tuvieran tareas más urgentes y provechosas para el interés general que gastarse un dineral a nuestra costa para acudir a un partido de fútbol. Y luego se extrañan de la abstención en las elecciones. Qué pena. Si Juvenal anduviese por aquí volvería a ver ratificada su sentencia, cambiando el circo romano por la adrenalina y la competitividad inducida alrededor de un deporte, que es muy bello cuando se juega bien, pero que debiera acabar cuando el árbitro pita el final del partido. Pero claro, eso no es negocio ni tiene utilidad política.
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