Aquí todo el mundo quiere pasar a la historia por una ley con su nombre, una reforma o un disparate que supuestamente mejore el estado. Al filo del comienzo del siglo XIX, cuatro figuras diseñaron, independientemente de lo brutos o cínicos que fuesen y cada uno a su manera, lo que es el estado moderno: el francés Napoleón, el norteamericano Jefferson, el británico Pitt y el austríaco Metternich. Después de este pócker de estadistas, ya nada fue igual, y las estructuras estatales de hoy son herederas de aquellos cuatro figurones que combinaron como pocos en la historia la teoría política con la eficacia.
Aquí todos se creen Napoleones, y reforman por acá una ley de educación, por allá otra sobre el aborto y por acullá un engendro nuevo sobre el poder municipal. Nadie se atreve con el toro grande, la Constitución, que está muy oxidada, ni con otros becerros mayores; dilatan, reforman, discuten y todo se pudre. España necesita una revisión general de arriba a abajo, pero solo hacen parches que encima no casan unos con otros. Nada se ha hecho con el Senado, se han olvidado de aunar ayuntamientos pequeños, ya no hay debate sobre las diputaciones. Como resulta que no tenemos media docena de Metternich y Jefferson, habría que externalizar este asunto, encargarlo a gente que sea puramente técnica, porque entre nosotros nunca habrá acuerdo, que eres del otro partido, que si tienes concierto y yo no, que la foralidad es sagrada…
Si de verdad se pensara en el Estado, propongo un acuerdo de todos los partidos parlamentarios para que encarguen a una comisión que lo reforme todo de una vez, y se comprometan a aceptar lo que saliera. Esa comisión estaría formada por cerebritos especializados en derecho, constitucionalismo y organización, de Nueva Zelanda, Canadá, Japón, Sudáfrica y por ahí, que los hay, y cuanto más lejos, mejor, que no distingan entre un gazpacho y una fabada pero que tengan todos los parámetros de cada lugar para ser justos y solidarios. Se les puede pagar tanto o más que al americano que escribió el discurso de Ana Botella ente el COI. Los encerramos en un cónclave, como a los cardenales papables, y no se les deja salir hasta que no lo tengan todo clarito y terminado. Luego Parlamento, referéndum y a otra cosa, caiga quien caiga.
Es la única forma, porque Napoleón no está ni se le espera.
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