El próximo viernes es Día de Canarias, que debe ser cosa buena, porque incluso se hacen actos en los que se reconoce a quienes han hecho aportaciones importantes a la sociedad. Esa parte me tiene contento porque homenajean a personas y entidades muy cercanas, queridas y admiradas, como Juancho Armas Marcelo, Olga Cerpa y Mestisay y el Centro de la Cultura Popular Canaria. También a Yolanda Arencibia y Andrés Sánchez Robayna, dos grandes figuras de nuestras letras que nos han dejado recientemente, Como la cabra tira al monte, me fijo en la cultura, término equívoco, ambidextro y, como diría Cantinflas, intransigente, intransferible y que no es lo uno ni lo otro sino todo lo contrario. En otras épocas, la cultura tenía más que ver con el capricho de un rey, un papa o una duquesa que con el mercado. Los pintores, escultores y arquitectos se hacían con una clientela entre los más pudientes, y esto fue determinante, por ejemplo, en la pintura flamenca, pues, en Flandes, los ricos comerciantes encargaban cuadros y tapices, y de esta manera se establecía una oferta y una demanda.
En el siglo XXI la cultura también es un nicho de empresas y un surtidor de puestos de trabajo. Este mercado es cada vez más globalizado, controlado a menudo por multinacionales o, en el caso de España, por grandes empresas que a su vez son tributarias de otras de mayor calado. Es raro encontrar hoy una discográfica que marque el ritmo, una productora de cine potente o una editorial importante que empiece y acabe en ella, suele formar parte de un grupo empresarial multimedia en el que hay cadenas de radio y televisión, editoriales de libros de todo tipo, productoras audiovisuales y empresas paralelas dedicadas a la distribución y al marketing. Lo demás viene a ser testimonial y deficitario, aunque casi siempre sea lo mejor, pero eso al mercado le da igual.
Canarias es una terminal de ese mercado global, y funciona un mecanismo similar al de las muñecas rusas hasta que llegamos a la más pequeña: el mercado canario-canario. Entonces nos tropezamos con el problema de que este es un territorio pequeño y fragmentado, y el público a quien están dirigidas las producciones culturales es muy reducido. Pero no existe ni ha existido nunca un proyecto serio y argumentado, más bien al contrario, porque esas actividades en las que se hacen fotos los políticos siempre son flor de un día. Cada vez que alguien trata de poner a funcionar alguna idea que vaya en esa dirección, la desidia se alía con los que quieren mantener el statu quo y con los dinamiteros. Estamos en un territorio en el que dar a conocer la cultura es complicado porque hay un desprecio endémico, y palabras como artista, poeta o intelectual suenan a menudo como un insulto, porque así se propicia.
Decía el escritor norteamericano John Updike que, por la tendencia a premiar minorías, a él nunca le darían el Premio Nobel porque reunía todas las características desaconsejadas por la Biblia del multiculturalismo: blanco, anglosajón, varón, heterosexual y cristiano. Y, efectivamente, no se lo dieron. Traigo esta referencia porque ya cansa tanta canariedad de usar y tirar, tanto ombliguismo retumbante que en nada se concreta y que suena muy fuerte cada año alrededor del Día de Canarias, entre una romería y un pasacalle. Parece ser que es obligatorio sentirse orgulloso de ser canario, como si eso fuese un logro personal que necesitara un esfuerzo. Se es tonto o listo, rubio, moreno o pelirrojo, saludable o enfermizo, hábil o patoso por genética, y se es canario por nacer en Canarias, lo mismo que quien nace en Helsinki es finlandés. Me pregunto qué es eso que hace que los canarios debamos ufanarnos de serlo, y que no tienen los pobres y desventurados catalanes, asturianos, ingleses, mexicanos y japoneses. Yo se lo digo: nacer. Por eso siempre invocamos a la madre que nos parió.
Como mucha gente de estos muladares, como Updike, soy blanco (si no retrocedemos mucho, porque la mayoría ignora por dónde va el guisante de Mendel), además de varón y toda esa ristra de características que también tienen extremeños o baleares, y que por lo visto me hacen especial sin yo saberlo. Puedo añadir en mi favor que sé tocar el timple y la guitarra (nivel Somos costeros). Sé diferenciar una alpispa de un guirre y un cherne de una vieja. Cuando los urbanitas se ponen la chaqueta de estameña y demás atributos que por lo visto nos pertenecen por etnografía, tal vez homenajeen a sus ancestros, pero en mi caso, campesino de nacimiento y niñez, están en mi memoria de lo cotidiano, como la quesera y el farol. También forman parte de esa memoria las nasas y el chinchorro, el azufre y las despedidas en el muelle a los emigrantes a Venezuela, los bailes de taifas y las partidas de envite. Y aunque no pudiera acreditar nada de eso, seguiría siendo canario. Ya saben, nacer.
Se me activa el cabreo en fa sostenido cuando aparece alguien que trata de darme lecciones de canariedad, enarbolando precisamente cosas que apenas conoce de oídas. Decía el mencionado Sánchez Robayna que desconocía qué atributos hacían que un canario fuese más canario que otro canario. Lo suscribo, porque a esos eminentes teóricos de la identidad, que son los que han llenado nuestras calles de franquicias y multinacionales que han laminado el pequeño comercio, se les llena la boca en Fitur hablando del queso de media flor sin haber visto ni una sola vez cómo se cuaja la leche con la flor de un cardo. Pues miren, aprovechando esa furia domesticada, les digo que por culpa de estos que se disfrazan (vestirse es otra cosa) de canarios tenemos las tasas de paro más altas de la UE, los salarios más bajos de España, una economía concentrada mayoritariamente en una sola actividad, y tengo que aguantar lecciones de identidad porque ellos han sacado del armario «el traje de típico», aunque siguen creyendo que el plátano y la esterlitzia son plantas autóctonas.
Esa memoria de nuestros antecesores, no solo es respetable, es venerable, pero se olvidan de la memoria que puede hacernos avanzar y que es olvido consciente: hemos sido los primeros en España en usar cubiertos para comer, en alumbrado público, en agua corriente en cada vivienda, en usar cuarto de baño en cada casa… Todo eso nos vino por el mar, y no se quiso aprovechar. Con el contacto con Gran Bretaña, si nuestra clase dirigente del siglo XIX hubiera sido otra, hoy estaríamos a la altura industrial de Cataluña, que sí supo y quiso. Resumiendo: empiezo a estar hasta los epidídimos de tanto disfraz. Ah, sí, Feliz Día de Canarias; como dirían en la campaña de Bill Clinton, “¡Es la canariedad, estúpido!”.
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