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Las Sandalias del pescador es ficción

 

Buena parte de Occidente y su proyección colonial presta mucha atención cada vez que ocurre algo importante en la Iglesia Católica, y la muerte y consiguiente sucesión de un papa lo es, porque, al tratarse de un líder religioso que es considerado el vicario de Dios en La Tierra, tiene una autoridad que va más allá de lo social y se adentra en lo político. Además, tuvo durante siglos dominio de un territorio, los Estados Pontificios, y el papa tenía un poder absoluto, como era habitual en los estados medievales y modernos hasta el siglo XVIII. Por esa mezcla de poder espiritual y político, la influencia de la Iglesia Católica ha sido enorme, hasta el punto de que, los estados cristianos, cuando tenían algún conflicto, solían acudir al arbitraje de Roma, como ocurrió cuando Castilla, Aragón y Portugal intentaron dominar el mundo, y se repartieron sus áreas de colonización en el Tratado de Tordesillas (1494), con el respaldo del español papa Borgia (Alejandro VI).  Estos acuerdos se cumplían a rajatabla porque contravenir la autoridad papal podía acarrear la pérdida de legitimidad, ya que ésta siempre provenía de Dios, por intermediación de su vicario.

 

 

El papado refleja toda la historia de Europa desde la caída del imperio romano de Occidente, pues la decisión del emperador Constantino El Grande en el siglo IV de declarar el cristianismo como religión oficial del Imperio fue un hito fundamental, ya que antes los cristianos pasaron por muchas vicisitudes y persecuciones. El hecho de que ese emperador y los concilios que convocó encargaran al erudito San Jerónimo traducir la Biblia al Latín es la causa por la que esa lengua haya estado siempre en los documentos, ritos y la liturgia, puesto que es en esa Roma de Constantino donde La Iglesia toma la forma que, con sus leves evoluciones, permanece hasta hoy. Incluso, hay una prolongación del Imperio Romano en el lenguaje o en las divisiones administrativas, en conceptos (diócesis, provincia, vicario, prefectura), o cargos y dignidades reflejo de aquel origen prolongado en el tiempo.

 

El Imperio Romano cayó, pero, durante la Edad Media, algunos quisieron reeditarlo, como Carlomagno, que en el siglo VIII se adjudicó el título de Romanum gubernans Imperium​, y más tarde volvió a suceder con Otón I y el Sacro Imperio, y así, con concesiones territoriales al papa, en el Renacimiento, Roma no solo era la cabeza de la cristiandad, sino la capital de un estado que llegó a tener bajo su control un tercio de la Italia actual, pero que desapareció durante la revolución unificadora de Garibaldi, que desposeyó a La Iglesia de su dominio territorial a pesar de que España mandó en su ayuda tropas al mando del general Espartero. Así, puede decirse que desde 1861 el papa fue un cautivo entre los muros del Vaticano, hasta que en 1929 Pío XI llega a un acuerdo con Mussolini por el que nace la actual situación.

 

¿Por qué un estado con 44 hectáreas de superficie pesa tanto? Por la historia y por la leyenda, que, si cada una es razón suficiente para influir, juntas suponen un pilar que medio planeta no se atrevería a ignorar. Por eso, suena a indefendible cantinela de desinformados cuando desde posiciones muy integristas hacen la pregunta retórica de que por qué a los ateos, agnósticos o no creyentes les importa tanto lo que haga o diga el cabeza del barrio más pequeño de Roma y la maquinaria que lo rodea. Pues importa porque ese apoyo histórico aún influye sobre los poderes civiles de los países en los que existe el catolicismo. Y, claro, influye para bien y para mal. Por eso, según desde donde se mire, se califica a un papa según hacia donde dirija su enorme influencia, que a veces es más efectiva que el poder desnudo. Ya hemos visto cómo inciden los acuerdos con el Vaticano en la enseñanza o en las posiciones éticas de la ciencia. Porque a veces se invoca unos principios, pero, como Groucho Marx, si no le gustan tengo otros. Afecta a toda la ciudadanía porque los estados se cubren con la manta de la espiritualidad, aunque sus constituciones sean aconfesionales, como España, o laicas, y por eso también estaba en el entierro de Francisco el presidente de la autoproclamada libérrima Francia.

 

Ahora se habla de las presiones que sobre el cónclave puedan ejercer los estados, como si eso fuera una novedad. Ya pasaba en tiempos de Federico Barbarroja o el mismísimo Napoleón, quien tampoco se privó de ocupar Roma militarmente. La historia de la Iglesia (que es Historia sin apellidos) está llena de ejemplos. Del próximo cónclave va a salir el papa que más convenga, siempre es así, porque el primero objetivo de un pontífice es salvar a La Iglesia, y nada hay antes que eso. El Concilio Vaticano II no surgió porque a Juan XXIII se le ocurrió en una siesta en la residencia papal de verano de Castel Gandolfo, sino porque, después de los horrores de la II Guerra Mundial y los equilibrios que hizo Pío XII, con la supervivencia de La Iglesia como primer objetivo, había que actualizarse, o al menos parecerlo, para que el catolicismo de siempre pudiera mimetizarse en los cambios que Occidente estaba experimentando.

 

Francisco fue un buen hombre, coherente con su discurso y a la vez fiel guardián de las esencias. Quienes dicen que se quedó corto en esto o en lo otro deben sopesar lo complicado que es dar un pasito en las rigideces de una institución milenaria. En La Iglesia nunca hubo una revolución, pero sí evoluciones, y estas son muy lentas. Tal vez el pontificado de Francisco sea el inicio de algo, pero no esperen verlo mañana antes del desayuno. Los cónclaves siempre son un arcano, que los cardenales no son becarios novatos, y no creo que se les pueda manipular. Obrarán en conciencia y pueden equivocarse, pero lo que sí es seguro es que nunca votarán contra la permanencia de la Iglesia, eso está por encima de todo. Las Sandalias del pescador es una buena historia para una novela y una película, pero es ficción.

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