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Al medir, contaremos

 

 

Supongo que, todo lo que escriba sobre la catástrofe de Valencia habrá sido dicho y analizado cien veces por comentaristas, políticos, ciudadanos con peso social y por la tertulia de cada cual en el cortado del bar de abajo. Y lo que te rondaré, morena, pues nos quedan plenos del Parlamento Valenciano y del Español, con sus larguísimas comisiones de investigación que permitirán a nuestros locuaces políticos maniobrar para buscar culpas en otros al tiempo que tratan de sacudirse las suyas. Ni en circunstancias tan tristes y desoladoras dejarán de enfangar la política. Es que no saben hacer otra cosa.

 

La realidad se impone en estos momentos, y lo que hace falta es tratar de devolver la normalidad a 78 municipios de Valencia, una extensión que equipara el daño a una guerra brutal que se produjo en minutos. Todo lo que no sea eso, sobra. Porque no es que haya llovido y como resultado se ha inundado una población, o siete, o veinte. En estos casos, se ayuda a las víctimas en su salud física, mental y económica, se limpia y se reconstruye, aunque hay cosas, aparte de la evidencia fatal de quienes han perdido la vida y el drama que queda en sus seres queridos, que no se resuelven en mucho tiempo. Por ejemplo, reconstruir casas para quienes las han perdido no se improvisa, ni hay nación en el mundo que pueda construir en semanas centenares de kilómetros de carreteras o levantar incontables pero imprescindibles puentes. Tampoco se puede improvisar un trabajo para quienes ya no tienen fábrica, oficina o servicio en el que fichar, ni campo en el que cultivar. Es cuestión de mucho tiempo y ese es el desafío humano que se presenta.

 

 

Es fundamental y prioritario quitar todo lo que hoy son toneladas de basura y hace dos semanas era el mobiliario de las familias, el coche en el que se iba al trabajo o incalculables objetos con valor emocional que ya nadie puede clonar. La salubridad es vital, hay peligro de infecciones y una larga lista de males que todos hemos oído enumerar mil veces en estos días. Actuar con la mayor celeridad sobre lo urgente es lo que toca, pero cuando esté todo limpio es cuando empieza una batalla en la que no se puede perder el paso. Porque han sido arrasadas miles de hectáreas de cítricos de todas clases, actividad en la que Valencia destaca, que produce trabajo y riqueza colectiva. En muchos lugares, la riada ha arrancado los árboles de cuajo y los ha convertido en basura. ¿Saben lo que cuesta roturar la tierra de nuevo, construir canalizaciones de agua, replantar miles de árboles frutales? Los cítricos no empiezan a producir inmediatamente, necesitan años para que crezca una naranja, un pomelo o un limón, y las cosechas de los primeros años van de menos a más, no son tomates, pimientos o calabacines, cuya cosecha es inmediata.

 

 

Lo mismo pasa con las distintas industrias, porque esa zona de Valencia es muy industriosa. Hay 40 polígonos industriales afectados, algunos destruidos, incontables puestos de trabajo en el aire (comparen la actividad industrial valenciana con la de Canarias, y el número de polígonos industriales lo señala). Hay una pujante industria del mueble, de cerámica, de farmacia, de perfumería y limpieza y hasta de juguetería, aunque hay más en Alicante, pero algunos de los juguetes estrella de las inminentes fiestas navideñas no podrán ser servidos a los Reyes Mayos, a Papá Noel y demás distribuidores de ilusiones. Todo eso tiene que volver a empezar, a veces desde cero.

 

 

Otro asunto es a ver cómo se ponen de acuerdo para determinar qué hacer con las reconstrucciones, porque si volvemos a levantar viviendas en un cauce inundable estaremos condenando a esas familias a lo mismo dentro de varias décadas, pues todavía hay memoria de lo que se llevó el Turia por delante hace más de medio siglo. Todo eso necesita mucho esfuerzo sostenido en el tiempo y mucha buena fe por parte de quienes operan y deciden. Quiero ser optimista, pero, por las cartas que muestran, me cuesta mucho trabajo. Y hay que contar con el ecosistema especial que el La Albufera, que ha dado muchas alegrías y riquezas a Valencia, y también ha generado muchas desgracias, porque sus comportamientos han sido y son secularmente peligrosos. Me limito a decir lo que comentaría mi abuela en casos así: “al medir, contaremos”.

 

 

La culpa es de mucha gente, ciertamente que propiciada por un sistema endeble por ineficaz y procrastinador. Por los datos que van apareciendo, en la materialización de la catástrofe en tales dimensiones (dicen que podría haberse amortiguado algo, no lo sé), hubo errores, negligencias y torpezas por todas partes. Nadie hizo lo que había que hacer, amparándose siempre en que esto o aquello tenía que hacerlo otro. Por consiguiente, la culpa de que la catástrofe no fuese enfrentada a tiempo es de todos, y no cuelas las distintas componendas que ahora van de un lado para otro.

 

 

Porque ahora viene un tiempo muy largo en el que cada cual debe estar donde le corresponde, y sobra quien anteponga su carrera política (chalaneo demasiadas veces), a un trabajo colectivo y necesario o a la curva estadística de las encuestas de su partido. Sería como decirnos que vivimos en un estado fallido, porque desde el cargo más alto hasta el solitario concejal de la oposición del municipio más pequeño, todas las instituciones públicas son Estado. Y en circunstancias como esta, el Estado, es decir, todos, tiene que estar a la altura. Esperando estoy a algunos partidos que consideran que sus diputados son instrumentos para sus ambiciones personales o sus ensueños políticos.

 

 

Hay que tener claro que se trata de una empresa de años, y los medios están poniendo el foco aquí o allá con la inconfesada idea de aprovechar el río revuelto. También debe ponerse especial vigilancia en quienes quieren hacerse de oro con las adjudicaciones imprescindibles en la reconstrucción. Es cuestión de dinero, sí, pero no solo de dinero. No bastan un par de Consejos de Ministros. Acometer esa tarea necesita limpieza, dignidad, generosidad, trabajo, dedicación plena y política (de la buena). Va a ser duro, quien no se vea capaz de aguantar el tirón, que nos haga el servicio de dar un paso a un lado, por favor.

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Democracia, mezquindad y confusión.

 

 

Democracia liberal, burguesa, parlamentaria y no sé cuántas cosas más es la manera en que, según quien, se define a este tipo de organización política imperante en lo que conocemos como Occidente. Pero claro, para los que gustan de los sistemas uniformizantes y en los que todo se hace en nombre del pueblo, la democracia es otro tipo de representatividad. Así, vemos que el apellido oficial de Corea del Norte es “democrática popular”, y la República Democrática Alemana fue, de 1945 a 1989, lo que llamábamos Alemania Oriental, que pasó a formar parte de lo que hoy es el estado alemán. Así que, la palabra democracia, que se toma del clasicismo griego, etimológicamente significa “poder del pueblo”.

 

 

Definición tan rimbombante se puede interpretar de muchas formas, pues unos la ajustan a una revolución en nombre del pueblo, que al final no se diferencia mucho del absolutismo monárquico del siglo XVIII conocido como Despotismo Ilustrado (todo por el pueblo, pero sin el pueblo), que fue criticado por Rouseau y los enciclopedistas, lo que generó un movimiento que exigía dar la soberanía al pueblo. El resto de la historia ya lo conocemos, porque lo que salió de aquella revolución que se apuntó Francia, pero que tenía su base en Inglaterra y sus colonias americanas que luego serían Estados Unidos, es esta democracia occidental, con monarcas o sin ellos, que está en manos de una clase política gregaria de distintos intereses económicos, y  que funciona desde la supuesta soberanía popular (el pueblo, siempre el pueblo), pero que se materializa siempre en una dimensión etérea que se viste de grandes pompas y resonantes nombres.

 

La verdad es que todas las formas de intentar hacer un cambio hacia una sociedad más justa acaban igual, con una dictadura escalofriante de derechas, otra igual de tenebrosa de izquierdas, o con esa democracia liberal-burguesa-parlamentaria, que es un paripé representativo, que se pervierte en sí mismo porque quienes gobiernan hacen o deshacen en función de los votos que cada cosa genera, pero, una y otra vez, demuestran que lo que realmente les importa es alcanzar o mantener el poder, en función de intereses que casi siempre andan entre bambalinas. En nuestra época, el sistema es tremendamente eficaz, pues tiene mecanismos sociológicos y de psicología social capaces de mover montañas a través de los medios de comunicación, y elementos de propaganda que circulan por periódicos, radios, televisiones, libros, películas, plataformas digitales, etc. Consiguen generar pensamientos que la masa cree propios, pero que provienen de un maquinaria infernal e interesada.

 

Y en esas estamos. Se nos hace luz de gas de muchas formas, y caemos de buena fe en sus trampas. Las ideologías se convierten en religiones integristas, y los antañones palabrones “derecha” e “izquierda” ya se han diluido en un libro esperpéntico que solo tiene cubiertas, con las hojas en blanco o con expresiones esbozadas, a veces con los mismos garabatos. Palabras como libertad, justicia, patria, pueblo, grandeza, etc, están en todos y cada uno de esos libros y, supongo, que con significados diferentes.

El problema mayor es que esas palabras y sus distintos significados no son estáticos, cambian cada día, y se enredan en eso que llaman política, que también se ha ido desvirtuando y ya no sabe distinguir lo esencial de lo accesorio. Un partido que se dice de izquierdas legaliza el matrimonio de las personas del mismo sexo; la derecha pone el grito en el cielo, pero luego, hasta algunos de sus más conocidos líderes hacen uso de esa ley; un partido de la llamada derecha elimina el servicio militar obligatorio y convierte en profesionales las Fuerzas Armadas, y no pasa nada porque lo ha hecho la derecha, porque si se le ocurre hacerlo a la izquierda… Bueno, creo que no habría podido. Ese es el juego confuso que vemos cada día, porque somos más antimilitaristas que nadie, pero clamamos por la presencia del ejército cuando hay demasiado fuego o demasiada agua.

 

La tragedia de Valencia es un ejemplo claro. Unos por otros y con miedo a que tal o cual decisión repercuta en la opinión pública (las urnas), se pierden en la guarnición y se olvidan del filete. Así no hay manera de avanzar. Cuando sucede una emergencia de este calibre, no se puede hacer política electoral, hay que estar en las graves decisiones, siempre pensado en amortiguar el daño. Pero ya sé que eso es un sueño. Por lo visto en España estamos condenados a la confusión eterna. En 2009 se realizó un informe sobre las consecuencias del cambio climático, se recomendaban unas obras y unas medidas que entonces los políticos (la Generalitat valenciana, el ministerio de Obras Públicas, ayuntamientos, diputaciones) consideraron inviables por tratarse de una inversión muy costosa. De haberse acometido el plan, la actual tragedia de Valencia habría sido sensiblemente menos destructiva. Comentaba uno de los redactores del informe que, ahora, el coste de estas inundaciones va a ser diez veces superior a la inversión que no se hizo. Bien dice el refranero que “el dinero del mezquino anda dos veces el camino”.

 

Y todo por esa perversión democrática que hace que lo que gobierne no sean los programas, sino el miedo a perder votos. Quien únicamente gana con esto son las empresas de encuestas, que absorben una buena parte de los presupuestos públicos para saber si esto o lo otro quita o pone votos. Temblando estoy con lo del Guiniguada, porque, siguiendo la costumbre, puede convertirse en un pozo sin fondo, que además de arruinarnos nos dificulte aun más movernos en la ciudad. Eso, claro, si algún año de estos se llega a un acuerdo sobre lo que se va a hacer, porque ahora mismo, como siempre, solo hay confusión. Entiendo que las administraciones estén muy ocupadas con los carnavales y el Mundial de 2030, pero yo sigo temblando cada vez que llueve, mirando hacia los riscos y temeroso de que al Guiniguada, al barranco de Matas, al de Don Zoilo o al de La Ballena  se les ocurra traer de golpe el agua que alguna vez trajeron. No sé cuándo, pero ocurrirá, y entonces entonaremos los Kiries. Antes no, que no es divertido.