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Nos vemos, Morote. Gracias

 

La semana pasada ha sido muy triste, porque han desaparecido algunas personas fundamentales para la construcción de la sociedad en la que vivimos. Han sido el río desde se han alimentado muchos canales colectivos, y sin quererlo se convirtieron en oráculos, a quienes ya no podremos acudir. Siempre seremos deudores de esa labor abnegada y pionera que fue la semilla de algo que nos hará mejores. Uno de esas personas que se nos ha ido es la de un referente social, cultural, político y humano de nuestra tierra, y es muy duro despedirse de alguien que nunca perdía el sosiego y siempre proponía una salida por muy complicadas que estuvieran las cosas.

 

 

Se ha ido Morote, un hombre tan sencillo que creo que en esa sencillez radicaba su gran carisma. Lo mencionan las notas de prensa como el Catedrático de Historia Francisco Morote, o el activista Paco Morote, pero dejémonos de etiquetas, era Morote, el nuestro, uno de los imprescindibles que invocaba Bertolt Brecht. Supe de él antes de conocerlo, cuando, siendo yo muy joven, escuchaba hablar de él, casi siempre por segunda o tercera boca; su alumnado de entonces estaba compuesto exclusivamente por chicas, porque las aulas estaban separadas por sexos, y el Instituto Isabel de España era femenino. Pero Morote sonaba en todas partes, porque vivía la enseñanza con décadas de adelanto, y eso fascinaba a quienes tuvieron la suerte de tenerlo como profesor.

 

 

Lo que se decía entonces es que era descendiente de Luis Morote, del que sólo sabíamos que era el nombre de la calle que transitábamos cuando íbamos a nuestro centro social comunitario: la playa de Las Canteras. Y resulta que sí, que era nieto o biznieto (nunca me acordé de preguntárselo) de Luis Morote y Greus, un periodista y político valenciano que, durante los turnos de gobierno de Sagasta, ocupó en el Congreso un escaño por Gran Canaria en los albores del siglo XX. Era lo que entonces se llamaba diputado cunero; es decir, se presentaba a las elecciones por un lugar en el que no había nacido ni residía. Pero, en contra de la desidia habitual de esta figura parlamentaria, él se ocupó de la circunscripción que representaba, visitó las tres islas orientales de Canarias y obtuvo entonces el cariño de los grancanarios, que por eso impusieron su nombre a una calle de la capital, cuando murió, aún joven, sin haber alcanzado los 50 años. También escribió sobre estas islas en su obra La tierra de los Guanartemes, que hoy es un documento interesantísimo, porque nos hace una fotografía social e histórica de cómo éramos hace más de un siglo. Por cierto, Luis Morote fue alumno de Giner de los Ríos, liberal, rayano en el socialismo (que era lo más de izquierdas que se podía ser entonces) y devino en ser un destacado regeneracionista. Como periodista, viajó a Rusia y entrevistó nada menos que a Tolstoi y Gorki, ambos anunciadores de los cambios que se avecinaban. Tiendo a pensar que a nuestro querido Morote el gen de izquierdas lo empujaba al monte.

 

 

El caso es que, carambolas del destino, nuestro llorado Paco Morote fue destinado como profesor de instituto a Las Palmas de Gran Canaria cuando aún era un veinteañero. Por fin lo conocí personalmente en los años de la Transición. Sentía curiosidad, porque me lo mencionaban como una persona muy especial, ya entonces casi una leyenda, por lo que, la primera impresión que tuve fue muy confusa; no era un líder al uso, no levantaba la voz, no sentenciaba como si tuviese la única verdad posible; era lo opuesto a los “Ché Guevaras” incendiarios que entonces surgían a mansalva. Se diría que buscaba ser invisible, pero había algo en él que proyectaba autoridad moral, y ese don que poseía lo tuvo siempre al servicio de las causas colectivas. Irradiaba temple, sabiduría, confianza y firmeza. Su apariencia frágil era la guarida de una roca. No hablaba de asuntos importantes a voleo, siempre tenía un argumento que podías discutirle, pero que era muy difícil de combatir porque detrás había muchas horas de estudio, lectura y reflexión. Y aunque hoy esa palabra empieza a ser utilizada por lo cachanchanes de la ignorancia como insulto, e incluso como burla, hay que reivindicar que Paco Morote era un INTELECTUAL con todas las de la ley, en la más noble acepción de la palabra.

 

 

Además, lo suyo no se paraba en la teoría. Podría decirse que fue también un hombre de acción, pues se sumaba a cualquier iniciativa que tuviera que ver con la justicia, la igualdad, la tolerancia, el feminismo, y, en fin, los Derechos Humanos. Y si la iniciativa necesaria no existía, él la creaba. Era de los que siempre están donde tienen que estar. Tomar un café con él o caminar un tramo de calle a su vera era siempre un aprendizaje, tenía una gran capacidad de análisis, y conocimientos para apabullar, pero solo hablaba lo justo, y nunca daba lecciones, pero inevitablemente él era una clase magistral con piernas, un hombre sabio, empático, discreto e insobornable, hasta el punto de que, cuando vio que los partidos de la supuesta izquierda finalmente eran nichos de poder (y por lo tanto una jaula de grillo), se alejó de militancia tóxicas y estuvo en el epicentro de lo que entendemos como sociedad civil. No predicaba libertad e independencia, las practicaba. A veces, cuando escucho voces que casi presumen de haber descubierto nuevos caminos, me entra la risa, porque Morote ya estaba de vuelta de dónde ellos nunca han ido. Es lo que tiene saber pensar con conocimientos en la mochila.

 

 

Y se ha ido Paco Morote, el descendiente del diputado, un canario que nació en Murcia, aunque su geografía predilecta era el ser humano. Deja un ejemplo de humanidad, largueza y empatía, y un legado que es pura generosidad, la lección teórica y práctica de un sabio. A quienes lo admiramos se nos ha apagado un faro. Se ha ido sin aspavientos, como le gustaba hacer las cosas, pero dejando una huella que nos ha marcado para bien. Descansará en paz, seguro, porque para él la paz era no tener miedo y mirar las cosas con perspectiva. Va a seguir en nuestra memoria agradecida por haberlo conocido. Nos vemos, Morote. Gracias.

  • (La foto ha sido tomada de la red donde no figura la autoría).
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Mitos para envolver mentiras

 

El ser humano de nuestros días prescinde cada vez más del conocimiento y se deja llevar por la ola de la moda, la publicidad y los cantos de sirena del éxito fácil que siempre es de otros y que finalmente es una gran frustración para la mayoría. Esta frustración, combinada con la voracidad de quienes realmente tienen el poder, suele desembocar en sociedades que abandona toda disciplina de pensamiento, y para quienes quieran ampliar esta idea recomiendo las últimas obras de la escritora germano-española Rosa Sala Rose, en las que, a través del repaso de la catástrofe social, humana e ideológica que fue el nazismo nos alerta de lo que ahora mismo se nos viene encima. Reparte las culpas entre el capitalismo salvaje, la inacción de lo que durante décadas fue la anestesiada clase media europea y la torpeza de la izquierda en su conjunto, que a menudo parece hacerle el juego a los buitres. Lo que hace unos años parecían hipótesis improbables es ahora pura realidad.

 

 

Dice la autora que cuantos más mitos pongamos alrededor del poder más nos alejamos de la democracia. Es el huevo de Colón, que ha estado siempre delante de nosotros y ella lo expresado desde hace más de veinte años. Entretener a las masas con una Eurocopa, unos Juegos Olímpicos y otros eventos muy mediáticos, en un continente acosado en el sur por las migraciones, en el este por una guerra inventada y por todas partes por mil distracciones incontrolables, no parece que sea lo más indicado cuando nos estamos jugando el futuro. Me asombra que Ucrania juegue la Eurocopa o que vaya a Eurovisión, es casi cruel.

 

 

Los mitos han sostenido el poder desde los dioses asirios y babilónicos, las deidades griegas y romanas, el César convertido en dios y las monarquías medievales cuya legitimidad se hacía provenir de Dios y que convertía a los reyes en seres extraordinarios, inviolables y superiores. Con la Revolución Francesa este edificio mitómano se vino abajo en la teoría, pero en la práctica se transformó, pues luego ha habido un Napoleón (proporcionalmente, el mayor criminal de la Historia, por encima de Hitler y Stalin), y muchos poderosos demócratas que a la postre han hecho tanto daño a la libertad como los tiranos etiquetados. Los mitos de la divinidad que derramaban autoridad sobre algunos mortales escogidos se sustituyen por otros, si bien la religión sigue alimentando la mitomanía en tiranías o en democracias.

 

 

Hablar de los estados islámicos, en los que la religión forma parte de la esencia legislativa, es ir a bulto, está demasiado claro y una evidencia palpable cada día. Me refiero a los estados occidentales, supuestamente racionales y laicos, que se acogen al cristianismo en sus diversas ramas y que explotan la culpabilidad como elemento muy productivo para el poder. Todos los presidentes norteamericanos son excepción piden una y otra vez a Dios que salve a América (a ver quién salva a los que ellos declaran como enemigos), en Inglaterra es al rey al que hay que salvar y en todas partes se invoca un mito que a veces es terreno, pero un mito. El marxismo fue un mito cuasi religioso en la Rusia stalinista, en Japón el emperador era un dios mortal, y la democracia se está convirtiendo en una palabra sagrada, es decir, peligrosa.

 

 

Yo no sé si Dios creó al hombre, pero sí estoy convencido de que el hombre ha creado a Dios según le ha convenido en cada momento (Saramago dixit). Y esos símbolos dan miedo. La convivencia debe regirse por normas democráticas, como el código de la circulación, pero cuando sacralizamos palabras y conceptos como pueblo, patria, bandera, democracia, constitución, estatuto, himno… Entonces estamos convirtiendo en mito lo que es simplemente un instrumento práctico, algo terrenal y necesario. Una constitución es un papel recordatorio como la lista de la compra, uno mitificado y otro. Me dan miedo estos tiempos, supuestamente democráticos, en los que se milita en el nacionalismo a ultranza, en la suprema unidad de la patria, en el ecologismo irracional o simplemente en un tipo de música que crea maneras de vestir y conductas que casi siempre conducen a la intolerancia. Si llevas un suéter sobre los hombros eres un pijo, si comes carne eres un violento, si cantas rancheras eres un antiguo.

 

 

Es para echarse a temblar cuando empiezan a aparecer salvapatrias, paladines de la democracia y guardianes de leyes de convivencia que se veneran como libros sagrados. Cada vez se hace más verdad lo que Juan Luis Cebrián calificó hace un cuarto de siglo como “dictadura democrática”. El que piense que debe haber una agencia tributaria por autonomía es un traidor a la unidad de la patria, el que opine lo contrario es un fascista irredento, y en casi todo igual. Eso se llama intolerancia, es decir, el que no comparta lo que a mí me sale del capricho es mi enemigo. Duras pruebas nos esperan y difíciles tiempos inmediatos si no entendemos que la democracia es diálogo, y que las leyes son herramientas que nada tienen que ver con lo sagrado. Para empezar y terminar, nada hay sagrado más allá del respeto al otro, y los mitos nos están ahogando y metiendo en un mundo cerrado y virtual que solo se ve por cientos de canales de televisión, pero que, en realidad, no existe. Tal vez tenía razón Azorín cuando dijo que no hay más realidad que la imagen, ni más vida que la conciencia.