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La canariedad y otras fundaciones

 

De vez en cuando nos sobrevuela una especie de musarañas lingüísticas, que aterrizan con palabras que nunca se sabe muy bien qué definen, porque en el fondo son polisémicas, cada cual interpreta a su manera y pueden tener significados distintos y hasta opuestos. Una de esas palabras es canariedad, que es un concepto del que lo único que tenemos claro es que significa lo que a cada uno le dé la gana. Hace unos-bastantes años, en una conversación casi de ascensor aledaña al tema, con el poeta y profesor grancanario afincado en Tenerife, Andrés Sánchez Robaina, me dijo una frase que se me quedó clavada: “Es casi incomprensible que alguien se autoproclame más canario que otro canario”. Me pareció que nuestro poeta quería decir algo más grueso, pero su elegante mesura lo dejó en un correctísimo comentario que en realidad expresaba su hartazgo de tantas mamarrachadas.

 

 

 

Todos podríamos considerarnos más canarios que otros canarios, porque lo que yo entiendo por canariedad puede ser algo que a otros no se lo parezca. Habiendo nacido en Canarias, con generaciones anteriores hasta donde me alcanza la genealogía, me he visto acusado de no cultivar la canariedad por no comprar bonos de la UD Las Palmas cuando estuvo a punto de desaparecer y se constituyó en sociedad anónima, porque por lo visto, en aquel momento la esencia canarista estaba en mantener vivo un equipo que practica un deporte inglés y en el que entonces había media docena de jugadores canarios y el resto peninsulares y extranjeros. Para otros, lo canario es  lo rústico, y también me ha pasado que, tomando una cerveza con unos amigos, pinché una papa arrugada embadurnada en mojo rojo con un tenedor, y alguien me corrigió sentenciando que las papas se comían con los dedos, “a lo canario”; yo tenía entendido que, por el contacto exterior más allá de La Península, en Canarias se usaban cubiertos antes que en el resto de España, lo mismo que tuvimos, por la presencia británica, agua corriente, alumbrado público y luz eléctrica antes que la mayor parte de España, incluyendo la capital. De manera que “a lo canario” sería comer con tenedor, por eso digo que es una palabra que define lo que a uno le salga de la sesera. Para las instituciones públicas, canariedad es igual a romería, carnavales o botellón (es optativo). También puntúan los bizcochos de Moya.

 

 

Después de haber deambulado unas cuantas décadas por este archipiélago, a la única conclusión que he llegado que, si es que existe una esencia de la canariedad, es el mestizaje permanente, porque no hay un momento de la historia en el que se fija “lo canario” y lo demás son guarniciones. Aquí ha venido casi todo de fuera, y se ha ido mezclando sobre el sustrato aborigen, que es un componente, las oleadas de conquistadores, colonizadores y transeúntes que perdieron el barco que les haría retornar a Normandía, Mallorca, Berbería, Portugal, Inglaterra, y luego indianos, hindúes, japoneses, alemanes y lo que se tercie.

 

 

Todo se va añadiendo y eso es ser canario, y tan canario es el lanzaroteño echado a la mar, como un majorero inventor del queso más sabroso, un palmero, herreño o gomero apegados a lo vegetal, y las dos islas capitalinas entre el comercio, la burocracia y las luchas por el poder. Incluso tienen más en común los habitantes de las medianías grancanarias con los labriegos de un valle gomero que con el ruido impenitente de la capital. Lo más común que hay ahora entre estas islas es el turismo, y a la postre todos navegamos sin rumbo por un océano que cada vez se me hace más grande, a pesar de los avances en el transporte y las comunicaciones. En el fondo, si hubiera otra vida, la mayor parte de los isleños querríamos habitar algo un poco más grande y no tan distante de todo; eso sí, no demasiado lejos del mar. Como contaba Jorge Edwards, los escritores chilenos se reunían a tomar café en Santiago, y el centro de gravedad de su mundo estaba muy lejos, preferentemente en Europa; y fue entonces cuando alguno dijo: “vendamos Chile y compremos algo más pequeñito cerca de París”. Pues aquí igual, para mi gusto, cerca de Lisboa estaría bien.

 

 

Lo más triste es que, tanto contrabando de conceptos inútiles y nos olvidamos de lo esencial, que somos seres humanos y que las culturas nacen y crecen cuando se van mixturando con otras vidas y otros pensamientos. Hacer una cruzada por cómo se decora el justillo de un atuendo canario de época es perdernos en lo de siempre. Y me parece que ahora en lo que tenemos que pensar es en cómo sobreviviremos al desastre climático, demográfico y social y sus consecuencias, y que hemos permitido entre todos mientras afinábamos el timple para ir a la romería de San Honorato. Refiriéndome a la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, y agarrándome al Zavalita de la novela Conversación en La Catedral, le comentaba hace unos días a un amigo que podemos afirmar que la ciudad -qué inquietante coincidencia- se fundó precisamente el mismo año que la Inquisición española, en 1478, pero todavía no sabemos exactamente cuándo se fundió.

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Mudanzas, tribulaciones e imbéciles

 

Escribió San Ignacio de Loyola que en tiempos de desolación no hay que hacer mudanza, aunque luego alguien cambió la palabra desolación por tribulación, cuando es obvio que no es lo mismo la devastación y la ruina que equivale a la primera que la angustia o la desdicha que es la segunda. El caso es que el fundador de los jesuitas aconsejaba no hacer cambios cuando las cosas no están claras. Es obvio que, creyente o no en sus ideas religiosas, hemos de convenir que el de Loyola fue un hombre inteligentísimo y con unas habilidades sociales que aún hoy se proyectan en sus sucesores, razón por la cual no han gozado de muchas simpatías en el Vaticano de los últimos 500 años.

 

 

Para empezar, si cuando hay problemas (sean desolaciones o tribulaciones), nos aferramos a dejar las cosas como están, nunca se producirían cambios y por lo tanto habría sido como ponerle pausa a la evolución de la Humanidad. Se me podría decir que los cambios han de hacerse en tiempos de bonanza, pero en estos, si es que alguna vez alguien pensó que lo eran, no iban a hacer cambios, porque lo que funciona no se toca. Ya diría Einstein más tarde que si queremos obtener resultados diferentes no podemos hacer siempre lo mismo. Es decir, los grandes cambios se producen y nunca se acaba de saber muy bien por qué. La gracia es que, después de muchas tiranteces y que incluso durante la Ilustración el Papa disolviera la Compañía de Jesús, ahora mismo es un jesuita el que se calza las sandalias del pescador. Lo que es evidente es que los conflictos de los jesuitas con los estados y con la Iglesia Romana tienen casi siempre su base en que a sus componentes les daba por pensar, y se metían a hacer cambios. Es decir, que se pasaron una y otra vez las normas del de Loyola por el arco del triunfo, y muchas veces fueron vistos como los nuevos Templarios, porque han llegado a alcanzar en algunas épocas enormes cotas de poder, y eso al Vaticano y a las coronas europeas no les gustaba (salvo a la zarina Catalina de Rusia, que los protegió).

 

 

Vivimos tiempos de desolación y por consiguiente de tribulación, de eso no hay duda. Y empezamos a no entender la lógica que se aplica aquí, en Madrid y en todo el planeta. De manera que nos asaetean con conspiraciones que ya habrían querido dirigir los jesuitas expulsados de España por Carlos III, organizaciones secretas y revoluciones cósmica por todas partes. Los adivinadores e intérpretes de la realidad y el futuro están forrándose a costa de la ignorancia y la desesperación. Hoy se lee todo, desde las mancias tradicionales como la lectura de las manos, las cartas o los posos del café, a otras más peregrinas o exóticas, como la suelta de cangrejos en una cesta o cualquier otra manera. Hay quien hasta lee las nalgas. No es raro que tengan nutrida clientela en un mundo en el que los y las llamados “influencers” tienen legiones de abonados, que siguen sus consejos sobre asuntos médicos, económicos o psicológicos sin haber pisado nunca siquiera el vestíbulo de una universidad. Estamos en la era de la ciencia infusa. Las consecuencias suelen ser catastróficas.

 

 

¡Ah, y los extraterrestres y seres de otras dimensiones!  No es una novedad la teoría de que los alienígenas anduvieron por aquí en tiempos remotos, o que incluso continúan infiltrados entre nosotros quitando y poniendo reyes y llevando a la Humanidad a donde ellos quieren. Libros, películas y documentales de canales supuestamente serios se nutren de renombrados investigadores que aseguran que las pirámides eran generadores eléctricos o que los mayas o los sumerios hablaron directamente con astronautas de otros mundos, que confundieron con dioses por sus extraordinarios poderes. No solo refutan toda la ciencia histórica y los trabajos arqueológicos, sino que directamente los desprecian y los tienen como parte de una gran conspiración de silencio en el que han estado y están todos los gobiernos del mundo (pronto nos enteraremos de todo, seguro que Milei acabará largando). Es más, los hay que aseguran que hombres singulares como Leonardo Da Vinci o Nicola Tesla tenían contactos estelares (incluso hay quien afirma que estas figuras eran extraterrestres o híbridos).

 

 

Lo paranormal manda, y a veces me sumo a lo de las conspiraciones porque tratan de explicar hechos históricos con insinuaciones esotéricas que podrían exonerar a los culpables en las conclusiones que saquen los desprevenidos. Se especula, por ejemplo, con Federico García Lorca, al que convierten en cinco minutos en una especie de chamán adivinador y casi en un ángel exterminador, porque toman unos versos en los que habla de su propia muerte. El misterio del asesinato de Lorca nada tiene de paranormal; todo el silencio cómplice o miedoso que rodea su muerte es el fruto deseado por los asesinos, no otra cosa. Se dijo, como gran ejemplo del misterio, que, aunque Lorca habló muchas veces para las cámaras de cine y para los fonógrafos, no se conserva ni un solo registro de su voz. Eso no es un misterio, se trata de la concienzuda limpieza que trató de hacer el franquismo de una voz que sonaba muy fuerte y en contra. Lo raro es que aún haya películas mudas y fotografías, tanto era el odio que atrajo el gran Federico. Por eso me parece indignante que se trate de convertir en un hecho esotérico algo que fue, ni más ni menos, que un vil asesinato, meditado con saña porque temían que Federico, incluso después de muerto, fuese un catalizador de la rebelión.

 

 

Y así andamos, como en una de las variadas versiones del viejo proverbio, dicen que judío: «No te acerques a una cabra por delante, a una mula por detrás y a un imbécil por ninguna parte». Y eso es lo que quieren, que nos volvamos imbéciles, porque como tales nos tratan.

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Etiquetas, mentiras y totorotas

 

Son tantas las cosas que suceden a la vez, las tonterías a las que lo medios le dan rango de histórico o los hechos importantes que pasan desapercibidos, tantas las mentiras que tragamos como manjares, mientras ponemos en cuarentena verdades como puños, que, si nos descuidamos, nos volveremos locos, a menos que tengas un sentido del humor muy entrenado o un equilibrio mental a prueba de bomba. Esta semana, el festival de disparates ha ido más lejos que de costumbre (que ya es bien distante), y no consigo centrarme en un asunto, porque no sé si merece la pena devanarse los sesos con uno de ellos, o pasar por encima y seguir viendo los telediarios como si fueran verdad. Tampoco sirve para mucho, aunque saco de ahí la miseria moral de las bombas sobre gente inocente, las hambrunas que se usan como arma política, la degradación del planeta o la ineficacia general de cualquier institución política canaria. Y paro de contar porque empieza a aumentar el diámetro de mi cráneo y puede estallar en cualquier momento.

 

 

Por ejemplo, las redes sociales están llevando al paroxismo agresiones que hacen mucho daño, y como se trata solo de pulsar mensajes, se producen con una crueldad terrible. Hay una serie de ideas que parecen estar aceptadas por el inconsciente colectivo. Y si no, comprueben: los bajitos tienen muy mala leche, los gordos son unos bonachones, los delgados son muy estrictos, las rubias son tontas, los altos son elegantes, las delgadas tiene estilo, los funcionarios son muy tiquis-miquis… Etiquetas que acaban generalizándose y resulta que son falsas, porque conozco a rubias muy inteligentes, a funcionarios muy amables, a delgadas sin estilo o a flacos relajados. Hay de todo, y la profesión, el color del pelo, la altura, el peso, las creencias o cualquier otra circunstancia permanente o transitoria no es un indicativo del carácter, la manera de ser o la imagen de las personas.

 

Si tienes los dedos finos y largos dicen que tienes manos de pianista, guitarrista o músico, y todos recordamos cómo las enormes manos contra catálogo del prematuramente desaparecido timplista José Antonio Ramos acariciaban con talento, maestría y agilidad los trastes del pequeño instrumento. Si seguimos esas ideas preconcebidas, ¿qué podríamos decir de alguien que es bajo y gordo? ¿Que es bonachón por el peso o que es una hiena por la talla? Hay altos elegantes y bajos también, y de igual manera los hay de todas las estaturas que no lo son. Y lo mismo podríamos decir de otras etiquetas que suelen achacar violencia, ternura, tacañería, generosidad o paciencia según el lugar de procedencia, la religión o cualquier otra característica. Que una persona sea castaña o pellirroja, de Polonia o de Bolivia, trabaje en la sanidad o el comercio, mida o pese más o menos, no la define, y por eso a la gente hay que tratarla de forma individual. Ya lo dice el refrán: «Cada persona es un mundo y cada doce una docena». Pero eso era antes, ahora primero disparan y luego piensan.

 

En el mismo listado que organismos internacionales o estatales han ido poniendo fechas para recordar asuntos importantes para la convivencia, la salud, la cultura o cualquier otro aspecto importante de nuestra vida en común, aparecen días señalados, incluso internacionales, dedicados al tequila, al chiste, a la tapa o la cerveza, que se igualan en el ránking con aquellos que llaman nuestra atención sobre asuntos tan graves como la trata de seres humanos, el Alzheimer o el racismo. Bien está que se reivindique que se pueda llevar el perro al trabajo, o que haya gente que encuentre importante promover la broma, pero eso no debería estar mezclado con asuntos como el cáncer, el comercio de armas o el agua potable como elemento vital. Ya se celebra el Día más triste del año, porque sí, y lo que se consigue con esto es que las cosas verdaderamente importantes queden diluidas en un cajón de sastre en el que tienen el mismo rango que los días dedicados a la croqueta. Si no ocurre un milagro que nos despierte de esta hipnosis colectiva, habría que proclamar no el día, la semana, ni el año, sino el Siglo Internacional del Totorota.

 

Para reducir la circunferencia de mi cerebro, invoco a los grandes poetas de siempre, que, con su absurdo oficio construido con imágenes imposibles, me ayudan a mantener la cordura. Tagore escribió: «No debes llorar por el Sol porque las lágrimas te impedirán ver las estrellas». Atahualpa Yupanqui cantaba: «En esas anochecidas, / llenitas de oscuridad, / a ‘naide’ le ha de faltar / una estrellita prendida». Los chinos dicen que todo hombre es capaz de ver en el cielo tantas estrellas como días vivirá. Espronceda hablaba con el Sol, Buenaventura Luna con el satélite de su nombre, Agustín Millares con las estrellas y Bécquer comparaba la sonrisa de la amada con el cielo. El hombre, desde su más íntima expresión transcendente, a donde primero mira es al cielo, porque venimos del cosmos y acabaremos siendo polvo cósmico. La poesía de los astros y el firmamento no es una cursilería, es la constatación física y real de la pequeñez del hombre en la infinitud del tiempo y el espacio. Cada vez que sabemos de un meteorito o de una lluvia de estrellas debemos recordar que nosotros también estamos compuestos por leve materia de cometa envuelta en vapor de agua. Y lo olvidamos siempre. Feliz semana.