Por distintas razones, vuelven a mi memoria dos figuras que forman parte de lo que soy: La cantante Cecilia y el escritor Alexis Ravelo. Sucede porque, al ver que hoy es 2 de agosto, mi memoria salta a ese mismo día de 1976 en el que había una larguísima ola de calor como no recuerdo otra, y de una intensidad que, por suerte, no se ha repetido, aunque haya cifras que me contradicen. Sé que estamos en un peligroso cambio climático, pero el calor de entonces (que no se suele mencionar cuando se mira hacia atrás) fue terrible. Recuerdo a docenas de parejas paseando a sus bebés desnudos en el cochecito y a medianoche, con las ruedas hundidas en el final de la ola de la playa de Las Canteras. No había otra manera de aguantar .
Pues ese 2 de agosto entendí el proceso de los mitos. Durante mi infancia y adolescencia, vi la desaparición física de muchas personas mitificadas, la mayoría con razón y otras sin explicación clara. Figurones inalcanzables fueron irrumpiendo en mi percepción del mundo y se turnaron en resplandecer y marcharse; desde la política, el arte, el deporte, la cultura o lo popular, llegaban a la cima y se desvanecían de golpe, pasando de la humanidad a la leyenda, aunque, en realidad, para mí nunca fueron humanos, pues no tuve ocasión de verlos en directo, eran fotos en revistas, periódicos, portadas de discos, o miniaturas desde las gradas de un estadio. La muerte puso la línea divisoria.
Ese día de hace 47 años que ahora evoco, fui al aeropuerto a buscar a mi amigo de Vallecas Joaquín Anes, y en la radio del coche dieron la noticia del accidente y la muerte de la cantante Cecilia. Esta vez fue distinto, no era el presidente Kennedy en imágenes de televisión en blanco y negro, ni Jim Morrison, ni el corredor automovilístico Jim Clark, ni siquiera los llorados Guedes y Tonono, futbolistas de la UD Las Palmas. Se trataba de Cecilia, una mujer distinta, de carne y hueso, que decía cosas muy importantes en sus canciones y que ahora estaba muerta. Estaba, además, el factor humano, pues tuve ocasión de acudir a un concierto suyo en La Laguna, que nada tenía que ver con los de ahora, pues la cantante subía al escenario, cantaba, y luego bajaba y charlaba con el público, con una naturalidad y sencillez que nos asombró. Llegaba a donde estabas, te preguntaba el nombre y te daba dos besos y se despedía llamándote por tu nombre. Los que la admirábamos, nos quedamos perplejos y por ello la admiramos más. Tengo que reconocer que las primeras ideas claras sobre la desigualdad entre hombres y mujeres me llegó por sus canciones.
Y de repente estaba muerta y entraba en la leyenda junto a Judy Garland, Edith Piaf o Billie Holiday. Pero yo la había tenido cerca durante un minuto, me preguntó mi nombre y me dios dos besos. No era lo mismo que saber de la muerte de Janis Joplin o de Jimmy Hendrix, a Cecilia la había conocido, dedicó un instante de su vida a memorizar mi nombre para poder repetirlo al decir adiós. No es lo mismo. Por desgracia, sus ideas, su preguntas y sus latidos, llegan hasta hoy, y siguen teniendo sentido su reivindicación feminista o sus lamentos por Mi querida España. Y es que los mitos traspasan el tiempo.
Por suerte, este 2 de agosto ha amanecido con la gran noticia de que van a traducir al griego la novela de otra de nuestras estrellas de vida fugaz, que empieza a perpetuarse en la eternidad; me refiero a Alexis Ravelo, que para quienes lo conocimos es un gran mito personal, como, por desgracia, también forman parte de lo que somos quienes se fueron cuando más fuerza tenían: Antonio Lozano, Lola Campos-Herrero, Andrés Solana, Marcos Martín Artiles, Javier Rapisarda, Sindo Saavedra, Manuel Almeida, Domingo Socorro, Juan Hernández, que, como Cecilia y Alexis, dejaron un gran legado, pero sentimos que les quedaba muchísimo por dar. Por eso hoy he brindado a la memoria de Cecilia, de Alexis y de todo mi altar de amigos eternos porque pertenecen a la misma dimensión que yo habito.
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