El momento político actual me recuerda al melodrama de las letras de las muy conocidas coplas, que lo llevaban todo al límite, no solo en las letras, sino especialmente en todo lo que hace de guarnición, desde el escenario hasta la interpretación. Los entendidos en música popular española dicen que la grandeza de las mejores composiciones del género no está en la superficie, se esconde en los acordes de los acompañamientos, que hasta en las juergas entre amigos aparecen siempre porque son el eje de la pieza y en algunas son como una melodía paralela que circula por debajo (a veces a contrapunto), y que es la que le confiere esa emoción que transmite. Una alegre tonadilla como Las cosas del querer, una trágica zambra de desamor como La Bien Pagá o un artístico pasodoble (casi una obra sinfónica) como La gracia de Dios se quedarían en la cáscara sin esas armonías que son como columnas de granito. Muchos creen que lo que agarra es la historia que cuentan cuando tienen letra, pero el nervio está en esa música oculta que se clava como un arpón.
El pasodoble más solemne y emocional que existe es sin duda Suspiros de España, obra del maestro Álvarez Alonso, que lo compuso en 1902 en la ciudad de Cartagena. El pasodoble nació sin letra, aunque luego le hicieron varias diferentes; las más conocidas son la que escribieron para que Estrellita Castro la cantara en una película y otra la que mandó escribir Concha Piquer. Hay más, pero suelen interesar poco porque es la música la que se ha convertido en el símbolo de la nostalgia de una España en convivencia, porque se convirtió casi en el himno de los exiliados españoles después de la guerra civil. Y es que Suspiros de España es musicalmente la metáfora de un país en el que se habla mucho (la melodía) pero en realidad se dicen otras cosas (el acompañamiento y el contrapunto). Para colmo, el rimbombante título surgió casi de coña, porque el compositor ya tenía escrita la partitura pero no sabía qué título ponerle; andaba con un amigo por una calle cartagenera y en el escaparate de la dulcería «España» vieron un cartel anunciando «Suspiros». Ya estaba el título: Suspiros de España. Así de divertido y así de cierto. Y es una metáfora también porque España es una coña que unos se toman como drama, o bien es un drama que otros se toman a coña (yo soy de estos). Y lo que estamos viendo en estos días de pactos y negociaciones no es otra cosa que Suspiros de España. ¿Letra? Aquí los himnos no tiene letra.
Desde hace casi dos década, expertos, comentaristas, entidades de peso y trillones de conversaciones de barra de bar están en el acuerdo unánime de varias cosas, que al cabo son la misma: hay que revisar la estructura del estado, la relación entre los territorios, la jefatura del estado… Vamos, que urge reformar a fondo la Constitución de 1978, o bien hacer una nueva porque las condiciones en las que fue redactada la actual impidieron que se hiciera bien. Claro, que «hacerla bien» es un asunto muy complicado, porque ese concepto tiene distintas lecturas según para quien. Antes de que naciera la primera hija del entonces Príncipe de Asturias, se hablaba de cambiar la actual preferencia de los varones para heredar la corona, y en cada momento se apunta algo, pero nada se mueve. Al listado de opiniones unánimes en la necesidad de cambio hay que añadir a muchos políticos en la oposición, que cuando llegan al poder y tienen más capacidad de iniciativa se olvidan.
Los que claman por la III República no dicen de qué clase, y, por supuesto, cuál es la que proponen: centralista, unitaria (no es lo mismo), presidencialista, parlamentarista, federal, confederal, simétrica, asimétrica, orgánica por territorios, con doble superposición política… ¿Qué combinación zigzagueante se propone? ¿Cómo se articula la representatividad? Todas estas cuestiones son de vital importancia, pues no es lo mismo Suiza que Portugal, Francia que Estados Unidos, Rusia que Finlandia, y todas son repúblicas. Estas diferencias de visión se llevaron por delante la I República (la de ¡Viva Cartagena!), y fueron una gran dificultad en la de 1931. Ambas repúblicas surgieron del hartazgo o del cabreo y una propuesta de esa envergadura tiene que estar muy bien apuntalada en todos los sentidos. Si no hay más detalles, ser más radical que nadie no basta.
Dice el refranero que no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, aunque pudiera ser que ese aplazamiento sine die no sea desidia, sino intención de que las cosas permanezcan como están. En otros lugares se sigue la norma de Lampedusa («Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie»). Ya no es que cambie todo, es que ni siquiera se hace un gatopardismo pequeñito. Nada de nada.
Y la conclusión es que hay unos poderes que están infiltrados en todas las instituciones políticas, civiles y hasta marginales a los que les conviene el status quo, porque cuando los más opuestos hacen propuestas radicales hasta pasarse de vueltas, en realidad siguen el juego, porque como su idea es imposible en la presente correlación de fuerzas, siguen enarbolando su discurso «insobornable», y a tirar un tiempito. Lo vemos ahora mismo que se acercan elecciones: unos se plantan en el cambio de régimen, otros van a provocar donde no son bienvenidos y cada cual va a reforzar su electorado, que son cuatro años los que se juegan y no es cosa de quedarse en la cuneta por ser razonables. Si había alguna esperanza en los nuevos partidos, ya se ha diluido. Juegan a lo jugaban los que ellos llamaban los de la vieja política. Si por una vez, la gente se lanzara a las urnas y hubiera una escasa abstención, estoy convencido de que las neblinas se disiparían bastante, pero no parece que las fechas propuestas inciten más a votar, todo lo contrario. Y seguiremos con la misma sensación de provisionalidad que llevamos desde 2008. Supongo que alguna vez esa ansiada transparencia será posible; si fuera ahora, habría que ir considerando la posibilidad de que los milagros existen.
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