No tengo datos específicos para determinar el lugar del ranquin que ocupa Ángel Víctor Torres entre los presidentes de Canarias, ni tampoco el de los demás, porque probablemente nunca sepamos cuántos y cuáles sapos ha tenido que tragarse cada uno y cuántas veces se la han jugado. Además, las circunstancias siempre son distintas, y hay que reconocer que las que ha tenido que lidiar el actual presidente se llevan la palma, hasta el punto de que ya es chiste viejo lo de esperar qué otra catástrofe nos espera antes de las elecciones de mayo.
Hay tres cosas en Torres que son indiscutibles: una es que no hay en este planeta antídoto contra su optimismo y su apostolado por la esperanza; otra es que, si los extraterrestres celebran un cara a cara con los terrícolas, no será con un presidente norteamericano, como (cuentan que pasó en una base militar californiana) la que, aseguran los creyentes en tales teorías, tuvo que afrontar Ike Eisenhower; esta vez sería con Torres, eso seguro, nadie más dotado. La tercera cualidad de nuestro presidente es que podría ser actor, presentador o conferenciante “sin papeles”. No sé si es que tiene una memoria descomunal, o que controla como nadie el cue, promter o como se llame, porque nunca lo ves mirar hacia un lado u otro; se diría que improvisa, que no lee, y eso le da un plus de credibilidad enorme, porque cuesta creer a alguien que cada dos por tres tiene que mirar un papel, descubrimos que está leyendo una pantallita o que directamente nos endilga un discurso con los papeles en la mano. Eso a nuestro Ángel Víctor nunca la pasa, y la muestra es el reciente mensaje de fin de año, que pronunció sin un error, de pie en un escenario y hasta sin atril. Eso no se ha visto nunca.
Como siempre, ya veremos a fin de año en qué acertó Nostradamus, que se interpreta muy bien a toro pasado. Pero, leído con mi precario latín o en traducciones, la verdad es que el francés se lo montó muy bien, porque la culpa siempre la tiene el intérprete, ya que directamente no te dice lo que predice; quien lo hacía con todas las letras fue un portugués, Gonzalo Anes de Bandarra, que era un humilde zapatero del pueblo de Troncoso, cercano a Lisboa, y se arriesgó a predecir hechos concretos, con fechas y datos, como la desaparición del rey don Sebastián I, y como consecuencia de ello, la pertenencia de Portugal al trono de España durante seis décadas. Y estos hechos sucederían cien años después de la muerte del zapatero adivino. Por eso me fío poco de Nostradamus y menos de sus intérpretes. Llevaban prediciendo desde hace tres o cuatro años la muerte de Isabel II y la de un personaje importante de la Iglesia Católica. Claro, una señora nonagenaria y dos Papas ancianos y enfermos son claros candidatos. Pues durante cuatro años fallaron las predicciones, y al final, claro, se murieron la reina y Benedicto XVI.
Y es que son tiempos de calima, que el diccionario de la RAE define como cualquier fenómeno que llena el aire de partículas, dificulta su respiración y enturbia la visibilidad. La palabra «calina» es su sinónimo más usado, casi parejo con «calima», y suele aplicarse al enrarecimiento del aire por diversas causas, sea el vapor de agua en tierra (niebla, neblina), sobre el mar (bruma) o incluso por la contaminación industrial (calígine). Pero para los canarios, la calima es exclusivamente la procedente del vecino Sahara en forma de polvo en suspensión cuando sopla el viento del este o del sureste y hay restos de las grandes tormentas de arena en nuestro muladar, el desierto más grande del mundo. Cuando el viento del nordeste nos trae el alisio, cesa la calima, y no son raros en invierno unos días con este fenómeno; suele hacerse acompañar de aire muy frío, al contrario que las calimas de verano, microscópica metralla abrasadora entre el bochorno. Aunque esta vez tampoco tan frío.
Cuando se respira mal y la visibilidad es reducida, se siente una especie de sensación claustrofóbica, y es como si todo funcionara a cámara lenta. De noche, las farolas proyectan haces espectaculares que rompen la oscuridad, pero todo se vuelve fantasmagórico y tenue, como en el poema de Tomás Morales «Puerto de Gran Canaria sobre el sonoro Atlántico, / con sus faroles rojos en la noche calina…», que acaba con esa sensación de vivir un sueño/pesadilla, como queda expresado en distintos versos del famoso soneto de nuestro poeta modernista: «silencio de los muelles en la paz bochornosa», «brillando entre las ondas muertas de la bahía», «vierte en la noche el dejo de su melancolía».
También tiene ese aire confuso y cansino el ambiente que recrea JJ Armas Marcelo en su novela Calima, esta vez en medio de una calima de verano, pues se me antoja que la de Tomás Morales es invernal. La calima, calina o como quieran llamarla, el viento este-sureste, está presente en nuestra literatura, sea en los textos de Agustín Espinosa (Lancelot 28º-7º), en la polvorienta Mararía de Arozarena y en docenas de narraciones y poemas. Y siempre es lenta, con un toque melancólico y una sentencia del tribunal supremos de la Naturaleza, en la que consta en qué lugar estamos en el mapa, que muchos constatamos como un hecho geográfico y otros tratan de ocultar porque lo siente como una tragedia. Y esta es la calima que estuvo en Navidad, recibió el Año Nuevo y sigue en enero, pues tal vez sea el polvo de una inexistente comitiva regia en viaje desde Oriente. Y metido a Nostradamus interino, espero que de ahora a mayo la caja de Pandora amaine y deje pasar a Ángel Víctor una temporada tranquila mientras disfruta viendo cómo alcanza la UD Las Palmas el ascenso directo.
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