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Se veía venir

 

Hace años que muchos venimos advirtiendo de que la siguiente epidemia a la pandemia del covid iba a ser la salud mental. Y digo epidemia porque ignoro cómo ha afectado todo esto a otros países y continentes. Y como solo hablo de España, pues será una epidemia. Lo más llamativo para los habitantes de estas islas es que, en la tasa anual de suicidios de todo el Estado, Canarias y Baleares están en el pelotón de cabeza. Las farmacias aseguran que la venta de medicamentos relacionados con las disfunciones mentales ha aumentado y últimamente se habla sin cesar de lo mismo, como si fuese algo que ha surgido de pronto, pero no es así, nuestra sociedad se sostiene sobre pilares como la competitividad, la automatización que sustituye a personas por máquina y a sobredosis de noticias (verdaderas o falsas) que son claros desencadenantes del estrés, la ansiedad, la depresión y otros cuadros verdaderamente graves y, en ocasiones, incapacitantes.

 

 

No hacía falta ser un lince para intuir las consecuencias psicológicas de la pandemia. Se veían venir: pérdida de trabajos, EREs inciertos, problemas en el empresariado o en los autónomos. En Canarias fue tremendo, porque el turismo, nuestra principal actividad económica, se quedó en cero. Aparte de eso, el miedo al contagio, la incertidumbre ante la lluvia de normas, a veces contradictorias e impuestas, palos de ciego porque para eso nadie está preparado. Y la salud mental en Canarias nunca fue una prioridad, que se resolvía con mitos que se volvían verdades por la repetición, como que la gente que habita determinadas zonas es más proclive a la locura por causa del viento, del polvo o del anticiclón de las Azores.

 

La sanidad canaria hace años que viene a menos, dando tumbos y perdiendo eficiencia y eficacia. Entre el regateo de medios y personal, que ha sido progresivo, y la innegable privatización de servicios esenciales, ahora mismo estamos en un momento muy complicado, y vemos que la salud mental está dejada de la mano de Dios. Ante el ruido de las nueces, empiezan a aparecer anuncios y declaraciones sobre posibles soluciones, que son tiritas para una hemorragia. Si ya es dramática la política asistencial de las personas mayores o incapacitadas, donde se pasan la pelota las distintas administraciones y de las que ya he tratado aquí, ahora surge un nuevo problema, y este de dimensiones espantosas: aumenta de manera considerable el suicidio entre los más jóvenes. Y si un asunto de esta envergadura es muy grave en cualquier edad, que adolescentes y menores de treinta años coqueteen con tan terrible solución a lo que consideran una vida que se convierte en un callejón sin salida, es algo que debiera disparar todas las alarmas, porque es una muestra de fracaso colectivo como sociedad y desde luego habría que entrar a saco con ese problema, que se ha convertido en una epidemia en la que también hay muertos, aparte de cientos o miles de personas tocadas y viviendo situaciones muy dolorosas que, afortunadamente no acaban en suicidio.

 

Esto es como la violencia machista, contabilizamos las mujeres asesinadas, pero muchas veces pasamos de puntillas sobre la multitud de mujeres maltratadas, fugitivas o adocenadas porque les han vampirizado su autoestima. Pues los suicidas son, aparte de un drama para personas y familias, la punta de un iceberg de una sociedad que está perdiendo la cordura y el control de sus emociones, y que nadie que no le haya visto las orejas al lobo se imagina el enorme sufrimiento que implica para quienes enferman y para quienes tienen a su alrededor.

 

No ayuda ver cómo gobiernos y multinacionales se aprovechan de la situación, la minimizan o la agrandan, según conveniencias. Es triste escuchar que el precio de la energía nos ahogue, y con la guerra en puertas y la constante amenaza de una extensión de la misma, pocos acicates hay para evitar esa decepción general (por llamarla suavemente), que destruye a los individuos y a las sociedades, porque unos males son consecuencia de otros, que a su vez son fuente de nuevos males.

 

Y nadie mueve un dedo, porque la gente está enganchada a las plataformas audiovisuales y a las redes sociales, donde se aúlla y queda en eso. Y ahora la prioridad oficial es a ver qué lugar se ocupa en la lista de las elecciones de mayo. Se hablará de todo, pero serán brindis al sol, y la muestra es que estamos coqueteando con una guerra directa en la que las bombas caerán bastante más cerca y no somos capaces como sociedad de plantarnos y decir basta. De manera que estamos en una emergencia con respecto a la salud mental, pero ya si eso te atenderán en meses si tienes suerte, y media hora cada mes. O bien la consulta privada, pero hay que pagarla, pero entonces no hay dinero para la entrada cuando venga Shakira a contarnos lo que ya sabemos. Definitivamente, nos hemos vuelto locos. Literal.

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Alexis Ravelo, el Hombre Abrazo

 

Cuando se escribe una necrológica sobre una persona admirada, uno explaya su mente sobre su obra, trata de hacer una especie de compendio de lo que la ha hecho grande, sus cuadros, su música, sus libros, y, si ha sido el caso, alguna vivencia personal o una anécdota representativa ocurrida si alguna vez tuvimos un trato personal, aunque fuera breve. Si quien ha partido es un amigo, que, además es un gran escritor reconocido, al que hemos visto nacer a la literatura, crecer con la fuerza y la velocidad de una planta tropical y, casi a traición, ser arrebatado por la Huesuda tan inesperadamente que tienes que cerciorarse muchas veces hasta asumir a regañadientes que, es verdad, que se ha ido, todos los libros, los cuadros, las canciones y las anécdotas se comprimen en un nudo de dolor sobre el que prevalece el desgarro por la ausencia de un ser querido.

 

 

Esta triste mañana de 30 de enero, Alexis Ravelo se me ha ido como del rayo, que diría el poeta Miguel Hernández. Con el poeta de Orihuela digo “un manotazo duro, un golpe helado, / un hachazo invisible y homicida, / un empujón brutal te ha derribado”. Ya no veo libros ni premios. Alexis era un gran escritor desde sus primeras prosas, pero lo primero que te llegaba era su bonhomía, su sonrisa perenne y un cuerpo grandote que te abrazaba aun sin tocarte. Yo lo llamaba “El hombre abrazo”, porque cuando tenía que ponerse serio -y se ponía muchas veces porque era de una ética innegociable- tenía que hacer un gran esfuerzo para borrar momentáneamente la sonrisa que derramaba siempre de manera natural. No se alteraba ni montaba aspavientos, pero quien estaba delante sabía que era un muro contra lo que le pareciera injusto.

 

Y luego está la literatura. Podría hacer juegos de palabras con su inseparable Eladio Monroy, elucubrar sobre la posible bestia que llevamos dentro y cómo nos hizo dudar en su novela Los nombres prestados, su versatilidad para la literatura infantil, el teatro y lo que se pusiera por delante, su capacidad para componer una novela supuestamente traducida de un autor norteamericano inexistente, su maestría con la guitarra y su voz cantando en una azotea de Los Llanos de Aridane, a medianoche, Ojalá, de Silvio Rodríguez, su manera de estar en el mundo sabiéndose humano para que el merecido éxito no le afectara. Siempre fue el mismo. Pero todas esas cosas no me salen, porque ahora me va a faltar ese abrazo permanente.

 

Hace unos días, iba con la familia por el paseo de Tomás Morales cuando nos cruzamos. Con nosotros iba nuestra sobrina y sus dos pequeñines, un bebé de un año y una niña de tres, a la que, con su ternura habitual, Alexis preguntó: “¿quién es esta niña con el pelo tan bonito?” La niña, en lugar de dar su nombre le contestó con otra pregunta: “¿y tú no tienes pelo?” Alexis, soltó una carcajada de las suyas y ya se echó la niña al bolsillo. Ese era Alexis Ravelo, un ser humano grande y generoso, sencillo y profundo sin exhibirlo. Me sirvió más de una copa cuando era camarero en el legendario Cuasquías, y yo le elogié la potencia de su prosa en uno de sus primeros libros de relatos, publicado por el empuje de su mentora Lola Campos-Herrero. Recuerdo que entonces le dije que aquella prosa necesitaba más espacio, y él mismo debió darse cuenta porque lo siguiente que publicó fue la primera novela con el detective Eladio Monroy. Y el resto de la historia ya la conocen.

 

Ahora se ha ido con Lola, y conociéndolos a ambos, deben estar pasándoselo en grande, haciendo cabriolas con el lenguaje y llenando de sonrisas ese espacio que no acabamos de imaginarnos, pero que será un lugar muy divertido y tranquilo porque andarán por allí ellos dos, compinchados con Antonio Lozano y el “profeta” Juan Ramón Pérez. Menudo póker de ases. Ganas le dan a uno de morirse, pero como diría el propio Alexis, no hay prisa. Al irte, nos has hecho una trastada amigo, escritor y paladín de la paz, pues, por caprichos del destino, te has ido el mismo día que el Mahatma Gandhi, un 30 de enero, fecha en la que, haciendo un chiste tuyo, el pelo debe importar muy poco. Buen viaje.

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El zapatero, la lluvia y la presa de Soria

 

Con razón, se viene hablando mucho del cambio climático. Parece que las actividades humanas inciden en el clima, aunque me sorprende que siga habiendo debate, sobre todo por las trastadas que hemos sufrido en los últimos años. Aparte de esta obvia circunstancia, por razones que seguramente podrán explicar los especialistas, ha habido períodos con más lluvia y otros con menos, y así hemos asistido desde los famosos primeros años sesenta en los que, en el lenguaje propagandístico del franquismo, se popularizó la expresión “pertinaz sequía”, que no fue tal, sino una manera de justificar la pobreza que tuvo el régimen, y convirtió la gran sequía real de 1944/45 en un chicle que generalmente no se correspondía con la lluvia real, que cumplía ciclos como siempre, pues hubo gran sequía en 1927/30 y luego a finales de los cincuenta y primeros años sesenta, que fue la época en la que se inmortalizaron en el NO-DO las inauguraciones de pantanos presididas por Franco, y fue tal la propaganda que en Andalucía lo llamaban Curro (aquí diríamos Pacuco) el de los pantanos.

 

El Guiniguada llegando a LPGC en 1981

El caso es que ha habido períodos secos y otros lluviosos, de fríos intensos y olas de calor terribles, aunque ahora parece que esos extremos se dan con mayor frecuencia e intensidad. Es curioso cómo la gente se quejaba de las temperaturas de diciembre, y ahora incluso hay titulares de noticiarios que dicen con cierta pena que el invierno aún no se va a ir, cuando apenas acaba de llegar, y ya se está temiendo que llueva en carnavales. Pues claro, y mejor que sea así, porque febrero suele ser un mes de lluvias. Me crucé con dos chicos en la calle que se quejaban de que hacía dos días que no podían ir a la playa; ¡pero si estamos en enero! Que sí, que esto es un paraíso de sol y tal, pero yo dejo las quejas por lluvia para agosto.

 

Y es que hay inviernos lluviosos y otros menos, los primeros son aquellos en los que nos llegan frentes desde de suroeste, del cálido Atlántico, y que los campesinos grancanarios llaman “El Tirajanero”, que es el que suelta trombas de agua, corren los barrancos y se llenan las presas, aunque la de Soria, con capacidad para 32 millones de metros cúbicos, no se hay llenado nunca, y si se llenara en un temporal tendría que ser el diluvio universal, si bien en las últimas décadas se han  mejorados los cauces para la recogida de agua. A principio de los ochenta hubo un par de inviernos lluviosos, en los que el Guiniguada discurrió varias veces como un río entre los capitalinos riscos de San Roque y San Nicolás, aunque la presa de Soria no rebosó; si hubo una ocasión para que eso sucediera, fue en la primavera de 1964, y para entonces la presa estaba en construcción, pues no se acabaría hasta 1972.

 

En un valle cumbrero del alto Guiniguada, la sequía era dramática, y había sido anunciada como castigo por un zapatero que tenía su casa y su taller en unas cuevas excavadas en el risco junto a la carretera. Este hombre era un solitario, pues no tenía parentela conocida en todo el valle, donde la endogamia habitual en estos parajes de medianía hacía que se repitieran los apellidos y todo el mundo era medio primo de casi todo el mundo. El zapatero, daba buen servicio a la gente. Poco a poco se fue sabiendo por su boca que había estado en Venezuela, donde aprendió bien el oficio, y con los bolívares que trajo compró las cuevas donde vivía y trabajaba. Se jactaba de conocedor de casi todo, como si el simple hecho de haber vivido 10 años en Caracas le hubiera concedido ciencia infusa. Criticaba la dictadura en las propias narices del Cabo Primero Jefe de Puesto de la Guardia Civil, que le llevaba las botas a poner punteras y se hacía el sueco porque pensaría que aquel era un hombre inofensivo, pues lo mismo defendía a De Gaulle que a Fidel Castro. Vamos, que estaba loco.

 

Y en su locura hablaba de las fuerzas del cosmos, que confundía con un dios vengativo. La gran sequía, que se prolongaba ya varios años, por lo visto fue la reacción de las fuerzas superiores por el asesinato (así lo calificaba él) de Marilyn Monroe, en el verano de 1962. Adoraba a la actriz, de la que tenía un almanaque de varios años atrás, traído de Venezuela, en el que se veía a la actriz desnuda sobre una colcha de terciopelo rojo. Aquello era muy escandaloso en el contexto del lugar y de la época, pero para él era la representación de la belleza genuina y no quitó el almanaque ni siquiera cuando el cura párroco le pidió casi de rodillas que ocultara aquel pecado a los ojos de la clientela, pues con frecuencia eran menores los que iban a llevar y a retirar los zapatos.

 

Lo que lo volvió loco del todo fue el asesinato del presidente Kennedy en noviembre de 1963. El zapatero maldecía solo o en compañía, y anunciaba un apocalipsis impreciso porque la Humanidad había permitido un crimen contra el único hombre que podría salvarnos a todos. No estaba claro si el fin del mundo iba a ser por fuego, agua, terremotos o huracanes, pero decía que teníamos los días contados. Y continuó sin caer una gota durante todo el invierno, pero en la primavera de 1964 apareció el rabo de un ciclón (un abrazo a Félix Hormiga)  que empezó a jarrear como nadie recordaba. Pronto, el agua del Guiniguada creció sin medida, se llevó por delante, puentes, paredes y media carretera, y por supuesto, ocultó bajo las aguas las cuevas del zapatero, quien, subido a un promontorio, gritaba entre la furia del barranco y los estampidos de los truenos, recortando su figura como la de un profeta bíblico contra los relámpagos de la tormenta, mientras gritaba: “¡Esta es la venganza de dios, asesinos de Marilyn y Kennedy!”  Nunca se supo exactamente de que dios hablaba, pero sí es cierto que, en Gran Canaria, en aquella primavera de 1964, después de media docena de años de “pertinaz sequía”, llovió como no ha vuelto a llover con la furia desde entonces, tantos litros en tan poco tiempo. El final de la historia del zapatero la contaré en otra ocasión. O no.

 

Y en esas estamos, pero como el dios cósmico del zapatero siga tomando nota, tiene argumentos para cabrearse y mandar una lluvia que, por fin, llene la presa de Soria. Luego ya discutiremos qué hacer con tanta agua, y sería curioso (ya imposible) conocer la opinión del zapatero.