Eso que llamamos vida
Como estas fiestas se basan en el nacimiento de un niño, pienso que la actualidad es muy evangélica, a juzgar por las interpretaciones que se dan de una misma cosa. Ese niño crecería y se haría llamar Jesucristo. Lo que sabemos de él proviene de unos textos que no sabemos si son tradición o historia, cosa improbable porque no está documentado como exigen las academias. Por lo tanto, es asunto de fe. En uno de esos escritos, el Evangelio de Juan 16, 16-20, Jesucristo dice a sus discípulos: «Dentro de un poco no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver. En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, en cambio el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo». No consta en el Evangelio, pero, conociendo la impulsividad que se le adjudica al discípulo Pedro, debió decirle: «Maestro, por lo que más me gustas es por lo bien que te explicas».
Y en esas confusiones andamos. Para el alumnado de cualquier edad y quienes se dedican a la docencia, el año comienza en septiembre. Como en casi todas las familias hay siempre alguien que está en edad escolar o estudia algo, este calendario paralelo funciona para casi todo el mundo, porque se une al final de las vacaciones, que son mayoritariamente en verano. Con el fútbol y otras ligas pasa lo mismo. Luego hay un interregno que, en nuestro ámbito occidental de raíces culturales cristianas, se rompe con la llegada del Adviento, en el pórtico del mes de diciembre. De repente nos dicen que no, que el tiempo empieza a contar el 1 de enero, y se iluminan las calles, esperando la llegada del niño ya mencionado, un barbudo subido a un trineo o tres viajeros en camello, asuntos todos de recorrido milenario, que en la era de las aplicaciones informáticas quieren cambiar como si hubieran implantado una nueva versión en nuestro móvil.
Pero las ciudades se llenan de belenes, disfraces de viejo barbiblanco o enviados de los camelleros. También suele visitarnos la calima, el viento y la llovizna, y el mar se pone bravo. Nos cuentan historias de paz y amor de cualquier parte del mundo, pero evocando siempre un territorio del que solo se ocupa la cartografía militar, y acabamos de Charles Dickens hasta el gorro. Luego viene la Nochevieja, en la que ya empieza a entrar en la tradición adivinar qué presentadora llevará el vestido más transparente en la retransmisión de las campanadas. Es decir, unos miden en solsticios, otros en cursos, otros en temporadas, otros en fiestas de Navidad, Año Nuevo y Reyes y otros no sé qué medidas novedosas han descubierto. Nos llaman a la alegría, aunque a veces nos inunde la tristeza. Es un ajuste de cuentas con el tiempo, esa máquina inexorable que no necesita reloj.
Cada año nos sorprende la Navidad sin habernos preparado para que nos deseen felicidades por sistema, ni para soportar prédicas edulcoradas, donde se nos viene a decir que somos culpables de las penurias ajenas, y en un supremo acto de generosidad acuden a la televisión muchos famosos a hacerse publicidad. Algunos exhiben una desfachatez monumental, pues suelen tener su residencia fiscal en Andorra, Mónaco, Panamá o Miami, y luego hay que darles las gracias porque rifan una camiseta o una foto firmada. Lo que deberían hacer es pagar impuestos en España, eso sí que sería solidaridad. Y seguimos midiendo el tiempo, viendo cosas que nos van poniendo de mala leche. Aunque no es la Navidad lo que molesta; lo que de verdad irrita es lo que ahora llaman postureo (la hipocresía de las apariencias de toda la vida).
Por ello, lo que realmente celebramos es que seguimos vivos, y lamentamos la ausencia de los que están lejos o de los que ya solo están en nuestra memoria. Es una manera de hacer recuento de afecto, y de sobreponernos a las dificultades. En el horizonte solo hay más nubarrones, por lo que es ahora cuando la esperanza debe alcanzar toda su dimensión. Esperemos que el mundo no esté tan loco como nos tememos y vivamos ese día a día, cuya suma es lo que compone eso que llamamos vida.