Siempre que se hace una historia,
se habla de un viejo, de un niño o de sí,
pero mi historia es difícil,
no voy a hablarles de un hombre común…
(Canción del elegido. Silvio Rodríguez).
Siguiendo la senda elegíaca de Miguel Hernández, me sale decir que se me ha muerto como del rayo Domingo Socorro Cabrera, Domingo el Nuestro, con quien tanto quería. Y es verdad, pero realmente tendría que decir que se NOS ha muerto, porque sé que la ingente lista de personas que entran en ese plural también lo sienten como algo personal, que les afecta, porque son miles las personas que deben mucho a Domingo, y la deuda más grande es que siempre fue él mismo, sereno y apasionado, generoso y combativo, leal sin fisuras y con una sabiduría que no estoy seguro de que él supiera que tenía. Un hombre grande, muy grande, porque en su abrazo sonriente cabían familia, amistad y complicidad con toda la humanidad, especialmente la que más sufre.
Me considero su amigo porque era imposible no serlo si lo conocías. Se marchó demasiado pronto, pero dejó un rastro muy ancho y profundo en el que nos consolamos. Lo conocí en un aula. Yo era un jovencísimo profesor novato (no digo maestro de escuela porque entonces esa denominación me quedaba grande), que estaba destinado en el colegio anexo a la Escuela de Magisterio, cuya misión era servir de campo de prácticas a las nuevas hornadas de estudiantes. Entró en mi aula como aprendiz, y aun con mi poca experiencia, supe que iba a ser un grande). Su empatía, su capacidad de comunicación y su manera de ganarse la confianza del alumnado es algo que no se aprende, viene de serie, se tiene o no se tiene, y a él se le escapaba por los poros. Ese don puede ser mal utilizado, pero, como era el caso, si quien lo porta es una persona entregada, generosa y buena en el sentido machadiano, estamos ante una de esas personas imprescindibles, de las que hablaba Bertol Brecht.
Ese era Domingo, una catarata de bonhomía con un talento excepcional. Nada le era ajeno, y aprendía y enseñaba hasta sin querer, simplemente con sus actitudes y su influjo iba creando complicidades que no tenían más objetivo que convertirnos en lo más humanos posible. Nunca fue una estrella de la docencia, ni de nada, porque justamente le gustaba mimetizarse, ser sencillamente un buen docente, cosa que consiguió con creces, porque para él la escuela no tenía límites, y por ello estuvo siempre comprometido con todo lo que duele, creando lazos solidarios y repartiendo alegría y esperanza.
Compartimos con otras muchas personas queridas aquellos años entre finales de los 70 y principios de los 80, en los que íbamos codo con codo haciendo que la calle de Agustín Millares fuese la calle de todos. Fue un tiempo intenso, en el que queríamos llegar a la convivencia a través de la cultura, una batalla que entonces creíamos poder ganar, pero que el tiempo se ha encargado de que realmente nos hicieron creer que ganamos. Domingo nunca se rindió, siguió siempre en la brecha, como hacen los imprescindibles. Nunca fue un líder sindical que encendía a las masas, ni un iluminado que proponía para problemas complejos soluciones sencillas, como está volviendo a ocurrir ahora. Siempre quiso ser una más, pero no lo consiguió. Su foto no salía en los medios haciendo declaraciones, ni arengaba a las masas sobre nada. Sin embargo, se convirtió en un referente para cientos de compañeros y compañeras y para los miles de alumnos que hoy lo lloran. Era como una columna que siempre estaba en su sitio, buscando la verdad y la justicia, pero sabiendo que nunca se puede ser categórico en nada. En su partida, nos recuerda que a los pueblos les van poniendo miguitas de pan con su ejemplo algunas personas que muchas veces valoramos en su grandeza cuando ya no ocupan el necesario espacio que abarcaban, sin hacer nada especial, siendo generosos y, por supuesto teniendo el don que él tenía.
Sus pasiones eran la docencia, el teatro, la música, cualquier expresión artística, la lucha contra las desigualdades, la entrega a la gente y especialmente las artes plásticas, que divulgaba sin cesar. También fue un viajero sin tregua, quería saber del mundo. Él era así, solo quiso ser un buen profesor, pero su onda alcanzó mucho más lejos, porque, como dije quería saber más. Pertenece a esa estirpe de personas cuya palabra vale mucho, pero su ejemplo vale más, y ahora está en la paz, por la que siempre luchó, y se da la paradoja que quiso es uno más, pero, como en el verso de Silvio Rodríguez, fracasó en su intento y no pudo evitar no ser un hombre común, era Domingo Socorro, “El Nuestro”. El mayor homenaje que podemos hacerle es fijarnos en esas personas que aportan desinteresadamente para tratar de construir o al menos aliviar. Trató de que las artes indujeran a crear personas sensibles y solidarias, y, aunque parezca mentira en estos tiempos de grosería y desidia, lo consiguió. Ha muerto un canario, un hombre muy muy grande. Navegas en esa barca de Caronte hacia la serenidad que transmitías. Estoy seguro que ya estás en ese Cielo estrellado con tu admirado Vincent Van Gogh; aquí te recordaremos siguiendo la dirección del hermoso camino que, con esfuerzo incesante, nos señalaste.
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