Moralmente, el planeta ha estallado

 

Cuando yo era joven, las abuelas se sentaban en su sillón de mimbre o su mecedora, y desde ese puesto de mando iban recopilando toda la información de la familia. No salían, pero lo sabían todo, opinaban sobre los asuntos y hasta tomaban decisiones que nadie osaba contravenir. Eran la materialización de la Mamá Grande de los relatos de García Márquez, no se movían de su sitio pero vivían todas las vidas de su familia y más allá.

 

 

La vida ya no es así, afortunadamente. Las madres y los padres no tienen la última palabra sobre nada, y es bueno que así sea porque significa que cada persona es dueña de su vida y obra según sus propios criterios. Los progenitores están para compartir lo bueno y lo malo, pero nada deciden, y no deben hacerlo, por un elemental concepto de libertad individual de los otros y porque, en la mayor parte de los temas, las nuevas generaciones saben más, o al menos entienden mejor un mundo que a los mayores les empieza a ser lejano.

 

Lo digo porque, en estas últimas crisis, nuestros descendientes se acomodan con mayor facilidad a los cambios, mientras que a los que ya tenemos una edad nos cuesta más. Sé de alguno que, aunque sale a pasear, va al supermercado, a la farmacia y hasta a comprarse unas zapatillas, vive un poco a la defensiva, mientras tiene información de cómo sus hijos normalizan cerveza en el terraceo o en las abundantes celebraciones multitudinarias. Me alegro de que sean capaces de adaptarse, aunque uno tiene que cumplir con su papel de Pepito Grillo, como cuando nuestras madres nos decían aquello de “llévate un suéter, que por la noche refresca”.

 

Tanta ternura protectora tiene su contrapartida en el desprecio del respeto a la vida. Los prorrusos más fanáticos, dicen que hay que matar a los niños y niñas de Ucrania, y así acabarán los problemas en el futuro. Decir que el mundo se ha vuelto loco es decir poco, porque no me entra en la cabeza que puedan asesinar a tiros, cazados como conejos, a niños sencillamente porque son de otra raza y hablan otra lengua. No hay política o religión que pueda justificar algo así. Es crueldad, maldad, fanatismo y todo a la vez. Y esa frialdad con que se quita la vida a unos párvulos es la misma que hace que quienes ya no saben dónde meter sus millones quiten a otros el pan de la boca, eufemismo que ya ni siquiera trata de ocultar la voracidad feroz de quienes se nutren de la miseria. Qué vergüenza pertenecer al mismo género humano que estos desalmados sin conciencia, que cometen los actos más atroces precisamente en nombre de esa conciencia que no tienen. Por eso hay que tener mucho cuidado con las grandes palabras, porque a menudo las usan para aniquilar al otro.

 

Leonard Cohen lo escribió, poniendo voz a los poderosos que se suceden en todos los tiempos, regímenes y circunstancias: «Cualquier sistema que montéis sin nosotros será derribado». Lo mismo que el profeta Isaías, Cohen anuncia lo que ha de venir, porque supone que el mundo fue así durante cinco mil años de historia escrita y no iba a cambiar en un suspiro. Orwell anuncia, como el profeta Daniel, que «será por tiempo, tiempos y la mitad de un tiempo», y Huxley toma la voz de Jeremías, que dijo que «Todas las naciones le servirán a él, a su hijo, y al hijo de su hijo». Es decir, todo parece estar escrito, y se hará realidad la obra de obispos, de iluminados y de tantos otros, impulsada por la cúspide vaticana en complicidad con los poderes mundanos. Serán enviados ángeles exterminadores que impartirán justicia y castigos: un arcángel contra el albedrío de las mujeres pecadoras (ahora anda por Irán y Afganistán), otro contra los pusilánimes que perdonan, y todo un coro de ángeles de todo sexo, entonando cánticos de castigo para los míseros y de gloria para los fuertes. No hace falta llegar al Apocalipsis de San Juan, el apocalipsis ya está aquí, son ellos.

 

Hace unos años, el ministro de finanza japonés vino a decir a decir que el coste de los ancianos es muy alto y les pide que se den prisa en morir. También dijo algo parecido una alta dirigente económica mundial. La verdad es que el ministro y la dama se pasaron verbalmente, pero en realidad es lo que se está haciendo de manera solapada. No les dicen a los ancianos que se mueran, pero les quitan atención médica, servicios sociales y propician su abandono. Cada día sale alguien diciendo que el sistema no es sostenible, con lo que está culpabilizando a los jubilados, que tienen que escuchar velada o claramente que están siendo mantenidos por el Gobierno, cuando quien los mantiene es la aportación que han hechos durante décadas, una especie de caja que se encargó de saquear un gobierno del pasado.

 

Los japoneses son expertos en este tipo de asuntos, y lo hemos podido ver en la película Balada de Narayama, que tiene varias versiones desde 1958, que cuenta cómo, en una agrícola sociedad precaria, a los ancianos -aunque estuvieran en buen estado de salud- se les abandonaba en el monte Narayama para que murieran con la llegada de los hielos del invierno. De alguna forma, las medidas que están tomando los actuales gobiernos son una metáfora de esos hijos jóvenes que cargan con sus padres y madres ladera arriba para abandonarlos en la soledad y el frío de la montaña para que mueran porque ya son un estorbo. Que lo digan claro, para que al menos podamos elegir el sitio en el que queremos morir. Estamos envueltos en una superposición de mentiras que conforman juntas la gran mentira de nuestra civilización, que empieza a romperse a la misma velocidad que los hielos polares. Físicamente este planeta va a estallar en cualquier momento, moralmente ya ha estallado.

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