La perversión de lo público
En los últimos dos años y medio, la Sanidad Pública ha estado en el disparadero y se han evidenciado las carencias que tienen muchas causas y casi nunca están en el personal sanitario, sino que tienen que ver con asuntos políticos, económicos y administrativos. De repente, se nos echó encima una pandemia que, al tiempo que dejaba en cueros muchos problemas en la atención a los enfermos, también servía para encubrir temas que posiblemente habrían estallado de no ser porque, con la avalancha se nos venía encima, se justificaban muchas cosas, y se siguen justificando, sean listas de espera, servicios de urgencias o el último eslabón de la cadena, la Atención Primaria.
No vamos a negar el estrés a que fue sometido el sistema en la pandemia, y la ciudadanía respondió a ello cuando salía a aplaudir cada tarde durante el confinamiento. Pero ese aplauso era un grito desesperado para que se tomaran medidas adecuadas, la principal, aumento del personal sanitario. Tampoco negamos el enorme desgaste de este personal, que, en la primera ola, se enfrentó a la pandemia con pocos medios y a pecho descubierto, porque, por no haber, no había ni mascarillas suficientes. Muchos, por torpeza de otros de más arriba, pagaron con el contagio, y tristemente también con la vida. Asimismo, hay que resaltar el esfuerzo y la eficacia en las distintas campañas de vacunación. Olvidarlo sería mezquino.
Ahora, que se trata la pandemia en pasado, y se hace “vida normal” hasta en los colegios, sigue muriendo gente, y tratamos de entender que hay que seguir adelante y aprender a convivir con el virus. Nos damos cuenta de que la gente también enferma y muere de enfermedades que no son la covid, e incluso vemos indicios de que se ha aprovechado el río revuelto para dar más pasitos hacia la privatización. No se han hecho los deberes prometidos y el panorama sanitario es aún peor que antes de la pandemia. Básicamente es por falta de medios y de personal, porque se han limitado a hacer santos a los y las sanitarios, mientras los revientan de trabajo. Y no fue lo que nos dijeron entonces. Otro problema de la Sanidad Pública es que se libran batallitas de poder entre los responsables de algunos servicios, y en medio pillan al personal sanitario y, sobre todo, a los pacientes. No es ningún secreto, salta cada día a los medios y lo vive quien tiene la necesidad de acudir a alguno de estos servicios.
Lo que digo puedo argumentarlo, incluso documentalmente, porque he vivido muy de cerca el trato que se da en algunas Urgencias a las personas mayores. Un anciano que tiene todas sus facultades mentales y con movilidad que le permite independencia, sufre un ictus cerebral, le hacen pasar 24 horas en un pasillo con la mínima atención (seguramente no se puede más), pero al cabo de ese tiempo ni siquiera se comprueba que es capaz de caminar y que el ictus tenía los parámetros que aconsejaban unas actuaciones neurológicas inmediatas, porque hay que acudir antes de que el daño esté hecho y sea irreversible. Nada se hizo, y al anciano lo enviaron a casa porque era un nonagenario por lo visto prescindible según una especie de triage propiciado para estos accidentes vasculares, en los que se valora únicamente la edad.
No es que se tomen decisiones erróneas, eso es humano, es que parece que cuando se cumplen determinados años no se tiene el mismo derecho a la vida, bajo la disculpa de que medicar o intervenir puede ser peor, cuando hay parámetros para saber cuándo sí o cuándo no, en una mujer de 32 años o en un anciano de 96. Esos indicadores se conocían, y determinaban que se podía actuar, pero pesó más la edad. La consecuencia es que le han quedado secuelas que le afectan al habla, y, según otros neurólogos consultados fuera de lo público, podría haberse evitado. No se actuó y me temo que esa decisión no es una negligencia puntual, sino un falso triage, porque este se aplica en otras circunstancias, no en un servicio de Urgencias normal, que no está siendo invadido por una avalancha debido a un hecho catastrófico. Y las demás enfermedades siguen ahí.
Tanto en Sanidad como en otros servicios públicos y privados, la cita previa marca una distancia tremenda y crea inseguridades. Y no son pocos los casos en que se ha viciado porque, si es la única manera de conectar con un servicio, estaría bien que cogieran el teléfono, o que sus páginas web estuvieran operativas en perfectas condiciones. Casi nunca ocurre. Nos tienen entretenidos con un debate ruidoso sobre un grado más o menos de temperatura en el aire acondicionado, o la iluminación de un escaparate, mientras lo verdaderamente importante queda en manos de politiquerías sectoriales. Francamente, que reediten o no el llamado Pacto de las Flores empieza a importarme muy poco, porque al final, las dinámicas acaban siendo las mismas: desidia, abandono y muchos proyectos que nunca cuajan. Aquí lo único que se concreta con dinero y con medidas tangibles tiene que ver, directa o indirectamente, con lo mismo. Es lo que hay.