San Juan Bautista es un santo muy popular en Canarias, y es curioso que la ciudad que fue fundada precisamente un 24 de junio no tenga al santo por patrono. Lo que celebramos es la fundación no al santo. La ciudad que es capital de Gran Canaria y de la provincia oriental tiene su origen en el primer atentado ecológico cometido en la isla, pues entonces fue instalado un asentamiento en la margen sur del Guiniguada, después de haber talado buena parte del bosque de palmeras que allí se levantaba y de construir con sus troncos la empalizada que transformó el campamento en fortín.
Gran ironía es que, después de la masacre vegetal, llamasen al fuerte Real de Las Palmas, pues aquel enclave es embrión de la ciudad y también de su nombre (entonces las palmeras eran palmas), y es de ahí de donde proviene el gentilicio «palmenses» con que se denomina a los habitantes de la ciudad, frente a los palmeros de la isla de La Palma, los palmeños de Palma del Río o los palmesanos de Palma de Mallorca.
Entiendo que el nombre de la ciudad es Las Palmas de Gran Canaria, pero, carajo, que nadie tome como una agresión que yo diga solamente Las Palmas cuando me refiero a ella con la familiaridad y el afecto de uno de sus habitantes. Es que, además, Las Palmas es un nombre hermosísimo, vegetal, por lo que no deberíamos tratar a las palmeras y a los demás árboles con la desidia de quienes deberíamos llevar si nombre con orgullo, y reivindicar el verde que a los responsables se les mezcla con el gris del cemento.
Todo eso es memoria, pero no deja de ser irónico que cinco siglos después de su fundación se siga discutiendo en esta ciudad incluso por el nombre. Tal vez, si no discutiéramos, no seríamos nosotros, pues todavía está por ver si los perros de la Plaza de Santa Ana son galgos, podencos, bardinos o, vaya usted a saber, no son perros, sino sombras que escaparon de un libro de Víctor Doreste. Y aquí se mezclan Sanjuanito, Sanjuaneras y fiestas fundacionales.
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