Es una idea muy extendida que la cultura nunca es negocio, y el estereotipo del poeta hambriento y manteniendo el tipo con un traje de segunda mano es casi un icono. Pero no es así, o al menos no lo es siempre, porque la cultura, como casi todo, depende del mercado. Los grandes pintores, poetas, bufones y músicos medraban en las cortes europeas y estos escogidos vivieron bien, e incluso algunos llegaron a ser inmensamente ricos.
Pero esto es historia, porque la protección de la cultura tenía menos que ver con el mercado que con el capricho de un rey, un papa o una duquesa, porque solo empezó a haber mercado cultural como hoy lo entendemos en el Renacimiento, cuando empezaron a hacerse funciones musicales o teatrales al público, con una entrada que pagar o con un caché financiado por un mecenas. Los pintores, escultores y arquitectos se hacían con una clientela entre los más pudientes, y esto fue determinante, por ejemplo, en la pintura flamenca, pues en Flandes los ricos comerciantes encargaban cuadros y tapices y de esta manera se establecía una oferta y una demanda.
En el siglo XXI la cultura también es negocio de una forma general, y es un nicho de empresas y puestos de trabajo. Y este mercado es cada vez más globalizado, controlado a menudo por multinacionales o en el caso de España por grandes empresas que a su vez son tributarias de otras de mayor calado. Es raro encontrar hoy una discográfica, una productora de cine o una editorial que empiece y acabe en ella, suele formar parte de un grupo empresarial multimedia en el que hay cadenas de radio y televisión, editoriales de libros de todo tipo, productoras audiovisuales y empresas paralelas dedicadas a la distribución y al marketing. Luego están los voluntaristas, que en principio poco pueden hacer contra gigantes, aunque lo hacen, y es un gran mérito.
Canarias es un territorio pequeño y fragmentado, y el público a quien se dirigen las producciones culturales es muy reducido. Aquí las posibilidades de recaudar beneficios son menores, pero los gastos de producción son los mismos que en Madrid, donde una obra teatral puede ser vista por cientos de miles de personas y mantenerse varios meses en cartelera, mientras que en Canarias el público que pasa por taquilla es mucho menor, y una obra que ha sido vista por diez mil personas puede considerarse un gran éxito, pero sumen las entradas y verán que no alcanza ni de lejos para los costes. Esta es la razón de que existan subvenciones, porque de otra forma sería imposible que hubiera teatro, por poner como ejemplo una actividad muy representativa de este fenómeno.
Cuando un novelista tiene un gran éxito en España, vende varias decenas de miles de ejemplares de su libro (cifras superiores se dan solo en media docena de casos al año). Eso quiere decir que, salvo algunos semidioses mediáticos, escritores consagrados venden en Canarias (hay fenómenos raros que venden más) unos mil ejemplares, y están en las listas de ventas estatales. Un libro publicado en Canarias tiene solo el mercado canario, y hay muchos que llegan a esos mil ejemplares. Venden aquí lo mismo que un escritor conocido y mediático, pero su obra no se distribuye fuera. Ese es el asunto, un mercado reducido porque cuesta proyectarse hacia afuera sin los poderosos altavoces de los grandes medios de comunicación estatales, y a menudo el público canario valora más aquello que sale en un suplemento cultural de un periódico de Madrid o que suena en una cadena estatal de radio.
Por lo tanto, no es baladí afirmar que en estos momentos la difusión y consolidación de nuestro mercado cultural, no de nuestra cultura, que ya existe, depende no solo de las subvenciones institucionales, sino y sobre todo de la iniciativa privada, a la que hay que estimular por medio de elementos legales que favorezcan el mecenazgo, en la misma medida que hoy se hace con la actividad deportiva. Procede a las instituciones hacer un diagnóstico y servir de enlace y crear canales; lo que no puede ser es que, a largo plazo, la cultura dependa para su difusión única y exclusivamente de los presupuestos del Gobierno, los cabildos y los ayuntamientos. Pero ya que se apoya para que lejos coman nuestros plátanos, algo habría que hacer con eso que llaman industria cultural, que aquí, en su mayor parte, se limita a traer cosas de fuera, sea en carnavales o en la fiesta del patrón del pueblo.
Como ejemplo, sirvan las editoriales, campo en el que hay algunas empresas privadas exitosas y en avance, y el audiovisual, que es un negocio con mucho futuro en estos momentos, porque es capaz de generar réditos para los inversores. Se necesitan proyectos sólidos, industrialmente viables, con planes bien claros. Y eso es especialmente cierto en nuestra tierra, donde el monocultivo del turismo, si bien es nuestro centro de ingresos, nos hace depender siempre de la misma fuente. Ya lo hemos visto en la pandemia. El inversor siempre intenta colocar sus intereses en diferentes lugares, y en algunos nichos culturales puede lograr dividendos, pero ya quién se acuerda de algo parecido a una Ley de Mecenazgo. Lo que no sea turismo, hostelería o construcción no interesa.
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