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El cáncer y la nave de la esperanza

 

Hoy les contaré una historia personal, que interesa a pocos pero que debiera interesar a muchos porque eso podría salvarles la vida. La historia personal se llama CÁNCER, una palabra que antes se intentaba esquivar («tiene una cosa mala», «le ha salido algo») y que todavía hoy  se trata de evitar como si fuese una maldición. Es cáncer, una enfermedad muy grave que puede no serlo si estamos atentos. A veces pilla de sorpresa y nada se puede hacer, pero eso pasa con cualquier otra enfermedad que afecte a un órgano vital.

 

 

De esta historia soy yo el protagonista involuntario. En septiembre del año pasado, pasé mi revisión urológica, el Doctor Jiménez vio algo que no le gustó,  y con resonancia y biopsia quedó claro: tenía cáncer de próstata. Sin dramatismos, me dijo que era una enfermedad que había que tratar, como muchas. Inmediatamente me atendió el oncólogo doctor Burgos, hizo más pruebas y diseñó mi tratamiento. Omito detalles, pero es largo, molesto y con efectos secundarios muy latosos y un cansancio físico a veces insoportable. Sin embargo, la profesionalidad y la humanidad de quienes trabajan en los servicios oncológicos son tan genuinas que hacen que te sientas cómodo en un lugar que debería resultar inhóspito, con tantos aparatos que parecen cabinas de naves espaciales. Por eso llamo a ese lugar la nave de la esperanza. Así ocurrió también con los demás facultativos y personal administrativo, como la imprescindible Esperanza, que hace honor a su nombre y es la correa de transmisión de una organización tan compleja.

 

El trato sencillo, amable y respetuoso es fundamental en este engranaje, como también sucede con Dani y Aday, los físicos de radioterapia, y hasta las alumnas en prácticas, como Yarely, lo hacen todo más sencillo, y no hay malas caras aunque haya habido dificultades técnicas, retrasos o averías, que ya sabemos que la tecnología a veces se encabrita. Pase lo que pase, el paciente es lo primero, y no son palabras que suenen, es que son los hechos lo que lo demuestran. Estas personas van más allá de lo que exige un puesto de trabajo, es vocación y generosidad.

 

Después de todos estos meses, hoy el doctor Burgos me ha dicho que ya ha pasado el peligro, que EL CÁNCER HA REMITIDO Y ESTÁ BAJO CONTROL. Toca ahora recuperarse de la paliza que ha recibido el cuerpo, y aprender de lo sucedido. Aprovecho para recordar que hombres y mujeres deben pasar revisiones periódicas, porque si surge un problema, se pilla en fase inicial y hay más probabilidades de superarlo. Ya, sé, hablar de probabilidades suena a  enfermedad muy peligrosa. Sí, el cáncer lo es, como otras muchas, que si acudes a destiempo es más complicada la curación. Hoy, por supuesto, estoy contentísimo y muy agradecido de quienes me han tratado y de los apoyos personales recibidos, pero también satisfecho de pasar por encima de mitos machista e ignorantes y acudir a revisión urológica. Buen fin de semana, buena Semana Santa y buen futuro. Nada de eso sería posible si no hay vida. No se me despisten con eso.

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La gran mentira

 

La primavera avanza, aunque no lo parezca, aunque sintamos nostalgia de aquellos tiempos en los que los titulares de los medios abrían a bombo y platillo con una gala del Carnaval, las fiestas del Almendro en Flor o la estampa marinera de un velero buque-escuela de un país lejano que hacía en puerto una de sus escalas a la vuelta al mundo. Luego, ese fin de semana dejaban pasar a ver el velero, y eso también era noticia. Los lunes, si el equipo de fútbol  local había ganado se saboreaba en sitio preferente el golazo de la victoria marcado por Fulanito; si había perdido, podía aparecer un titular muy catastrófico y se abría un debate sobre fichajes, la cantera o la idoneidad del entrenador.  A menudo comentábamos que se le estaba dando demasiada importancia a noticias frugales, con falta de calado o directamente frívolas.  Ahora nos da miedo encender la radio o la televisión, navegar por las redes o leer un periódico. Cada cabecera es realmente algo tremendo, pero no en sentido figurado como en el fútbol, sino que realmente afecta a nuestras vidas como una amenaza que no es broma.

 

 

Claro, ahora echamos de menos que nos informen de forma preferente y en titulares de una feria del queso o de una jornada en la que todas las bicicletas salen a la calle. Al principio, nos agobiaban esas noticias terribles, pero tengo la sensación de que se nos han endurecido la retina y las entendederas con tanta desgracia real y colectiva, que antes solo veíamos como hipótesis en las películas de catástrofes con un gran presupuesto para simular la voladura de una refinería o el tsunami producido por un terremoto marino. Había desgracias, sí, pero todas ocurrían muy lejos y nuestro inconsciente se defendía con esa disculpa estúpida, porque todo nos acaba afectando, por aquello del efecto mariposa, solo que ahora las mariposas que aletean son gigantescas y el aire nos llega hasta aquí con todas sus consecuencias; si quiere comprobarlo, pruebe a poner gasolina o a comprar aceite de girasol.

 

Lo más peligroso de todo es que nos acostumbramos a vivir en medio del desastre, sufrir un confinamiento medieval, o peor aún, empezamos a anestesiarnos contra el horror. No lo critico, ya tenemos la mente demasiado estresada para que, encima, dramaticemos más la realidad enloquecida que nos rodea.  Que nos muestren  cientos de cadáveres de personas asesinadas en Ucrania; que asistamos a un bombardeo en primera fila de nuestro sofá, desde donde también vemos cómo la geología enfurecida de un volcán se lleva por delante los medios y la forma de vida de personas con las que nos sentimos identificadas porque viven una realidad geográfica y humana como la nuestra; que ahora, por decisión política, las cifras públicas de la pandemia sean “orientativas” aunque sigan muriendo docenas de personas, casi todas muy vulnerables, y que ya importan poco al PIB -solo restan-; que haya una inflación galopante; que corramos el peligro de escasez debido a la insularidad y al lugar que ocupamos en el mapa…

 

Todo lo que antes se veía venir como posibilidad apocalíptica y que hacía parecer exagerados aguafiestas a quienes osaban advertir de que lo posible siempre es susceptible de convertirse en real, todo eso, es ahora tangible, y ante tanta realidad terrorífica, mucha gente prefiere ni hablar de esos temas, entre otras cosas porque habrá quien sepa por qué estamos en esta encrucijada de la historia, pero no lo ha dicho, y es aún más terrible que ni siquiera haya una persona que lo sepa, y todos crean que la solución es el otro.

 

Qué tiempos aquellos en los que los titulares eran la bajada de la Rama, la romería del Pino o la pesca de la lisa en el Charco de La Aldea. A veces, incluso una feria de artesanía, agrícola o del libro daba para abrir un noticiario o colorear la portada de un periódico. Ahora nos damos cuenta de realidades que intuíamos pero que sobrevolábamos para no asustarnos y que ponían -entonces también- en evidencia la fragilidad de nuestras islas, que para desayunar ese gofio autóctono que nos viene por línea aborigen se muelen cereales que nos vienen de fuera porque aquí no se cultivan, lo mismo que ese ron tan isleño fabricado con melaza importada, o los quesos extraordinarios de nuestro archipiélago, que ganan premios mundiales y se hacen con leche de una ganadería alimentada con piensos de muy lejana procedencia, como las folclóricas mantas esperanceras de los pastores, que en realidad son mantas de dormir dobladas, tejidas en Manchester con lana de Australia. ¿Y si todo no es más que una cruel mentira que hemos consentido que la construya el miedo?

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Percepción con orejeras

 

Dicen los manuales de psicología que la percepción es la interpretación de los estímulos que recibimos,  que llegan al cerebro separados, no como una película en movimiento, sino foto a foto, de manera que recibiendo exactamente los mismos estímulos, cada persona interpreta esa secuencia de estímulos que entran por los sentidos de manera distinta. También dicen que hay quien interpreta según una reglas no escritas que aplica automáticamente, como si recibiera imágenes, sonidos o cualquier otro estímulo sensorial con orejeras, por un canal muy cerrado. Por eso se recomienda quitarse las orejeras y valorar más ampliamente esos estímulos, lo que nos lleva a lo que llamamos una mente abierta. Lo triste es que, a menudo, tener la mente cerrada o abierta no se elige, y más a menudo aun, se impone.

 

 

Esto viene a cuento de que muchas de nuestras interpretaciones (percepciones) de la realidad responden a estrategias diseñadas por otros, y que se imponen, a veces sin que nos demos cuenta, a través de elementos sociales como la política, la religión o los medios de comunicación cuando actúan tratando de imponer una idea deliberada. Y ando confuso porque, intento abrir mi mente cuanto puedo, y hay cosas que me chocan, aunque sé por qué funcionan así. Los medios para intentar tener un campo perceptivo más amplio son la formación y la información, pero hasta eso es problemático, porque no existe la formación aséptica y la información que nos llega, incluso desde cátedras o autoridades eminentes, no está libre de adulteración.

 

Un ejemplo muy claro en estos días es que la retirada de la mayor parte de las restricciones sanitarias como instrumento para que socialmente se interprete que la pandemia ha terminado, por mucho que se diga lo contrario y se advierta por quienes dictan las normas. Eso hace que esa percepción nos lleve a interpretar que se obedece a razones políticas o económicas y no a las sanitarias. Otro ejemplo lo he visto hoy mismo: aunque no se sabe con seguridad quien ha atacado un depósito de combustible en suelo ruso, desde Moscú se dice que han sido misiles ucranianos disparados por helicópteros. Puede ser o no en el juego de las mentiras en una guerra. Lo que me llama la atención es que algunos analistas políticos y  medios informativos se llevan las manos a la cabeza porque Ucrania ha atacado suelo ruso, como si las orejeras hubieran dictado que una guerra entre dos país fronterizos debe librarse solo en territorio de uno de ellos, el invadido. Es decir, el papel que se ha asignado a Ucrania es el de defenderse de Rusia y expulsar a sus fuerzas más allá de la frontera, como si atacar una fuente de suministro de las tropas rusas no entrara en el concepto de legítima defensa. Lo que digo, orejeras.