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Realidades y universos paralelos

 

Al final, entre tanta frase ingeniosa que a veces parece un apócrifo de Paulo Coelho (nada tengo contra el ingenio, pero he oído que es la calderilla del talento), el incombustible Oscar Wilde dejó algunas sentencias basadas en la paradoja, que son divertidas y al tiempo de mucho calado. Una de las que más me hacen pensar es aquella en la que dice el irlandés: “La vida es demasiado importante como para tomársela en serio”; es que siempre tendemos a pensar que lo importante no puede llevar alegría, y que la seriedad y la tristeza son la misma cosa. Pues no, la alegría empieza precisamente por no tomarse demasiado en serio a uno mismo. Estamos hasta las cejas de acudir a monólogos gratuitos y permanentes en los que alguien se adjudica méritos sin cuento, o récords limitados, haber sido el primero, el más abundoso en cualquier campo, pero circunscrito a su calle, a su barrio, y, dependiendo de cuánto en serio se tome, extendiendo el territorio ad infinitum.

 

 

Hace muchos años que dejé de tomarme en serio a mí mismo, seguramente cuando me percaté de que la infinitud, la eternidad y la teoría del superhombre (Nietchze nos asista) son estupideces que funcionan como concepto, pero que al final son como las paradojas de Zenón de Elea, que funcionaban en la teoría, como aquella en que, en una carrera en la que el veloz Aquiles daba un estadio de ventaja a la tortuga, nunca lograba alcanzarla al aplicar que cuando el atleta llegaba al punto en el que antes estaba la tortuga, ella habría avanzado hasta otro punto, y como entre un punto y otro hay infinitos puntos, el corredor nunca adelantaba a la tortuga. Y sí quedaba el asunto en una paradoja sutil, pero lo cierto es que en la realidad Aquiles adelantaría a la tortuga, por lo que no se puede ir por ahí haciendo de Zenón de Elea y creérselo, porque siempre la tortuga perderá, por muchas ínfulas que se le calcen a la teoría. Y, sobre todo, porque, milenios después, llegaría un tal Leibniz e inventaría el cálculo infinitesimal, que echaba por tierra la paradoja. Zenón se había tomado demasiado en serio a sí mismo.

 

Y si entramos a discutir la realidad tendremos que pelear contra una muchedumbre de filósofos, matemáticos, neurólogos y hasta con Iker Jiménez, que, si nos descuidamos, nos mete en universos paralelos y ya la hemos liado, porque quién sabe si lo que creemos real es solo una percepción nuestra y no está sucediendo. O sucede de otra manera. Así que, he ido entrenando mi mente leyendo las historias distópicas del novelista y sin embargo querido amigo Elio Quiroga y me apunto a lo que parece que dicen que dijo el gran compositor Beethoven: “No conozco ningún otro signo de superioridad que la bondad”.  Cuesta creer que un tipo con el carácter de mil demonios que tenía el compositor dijera tal cosa, aunque sensibilidad le sobraba cuando vio en el texto de la Oda a la Alegría de su amigo Schiller una sinfonía coral. Ando buscando esa bondad, pero, claro, es una aguja en un pajar.

 

Siguiendo el rastro distópico de alguna de las novelas de Elio Quiroga podría asegurar que no hay ni hubo pandemia, que las mascarillas son una ilusión óptica, o que en realidad siempre hemos vivido en pandemia y ahora nos ha dado por pensar que hubo un tiempo en que la gente salía, entraba, se arracimaba, se abrazaba y se moría de un fallo orgánico o de una pedrada, pero no de covid. De repente nos dicen que hay una guerra, que todos quieren la paz pero bombardean hospitales y los que no están en la guerra le pasan armas a uno de los contendientes. Eso al menos es lo que cuentan, pero no debe ser así, porque si quieren la paz ¿para qué envían armamento? Quien sabe, tal vez ni siquiera haya guerra y sea un reality como en El show de Truman; o estamos muertos como en El sexto sentido y alucinamos todo esto tipo Matrix.

 

Una vez fui (o creo que fui) con un amigo común a resolver un asunto de trabajo con una funcionaria. Tomamos un café los tres y despachamos el expediente. Ahora dicen los medios que es la ministra de Sanidad, la que tiene mando en plaza sobre esa pandemia que hoy se quita la mascarilla en el Consejo de ministros. Debe ser una proyección de mi mente, o el cobre se bate en un universo paralelo. ¿Hay que preguntarle a Zenón de Elea, a Leibniz o a Beethoven? ¿Bastará con que leamos las novelas de Elio Quiroga o le preguntamos directamente a Oscar Wilde? A ver qué dice hoy el gobierno, aunque no estoy seguro de en qué universo es.

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No hay duda, soy un sentimental

 

 

Por si ya no tuviera suficientes datos sobre el asunto, con esto queda claro que soy un sentimental, como un Bogart haciéndose el duro ante el comisario Renault mientras se pierden entre la niebla del aeropuerto de Casablanca. Y es que me he vuelto un tifossi futbolístico del Levante. Siempre he tenido tendencia a ponerme de parte de los pequeños, los perdedores y los pobres frente a los poderosos, triunfadores y ricos. Y es porque en la mayor parte de las ocasiones los débiles tienen la fuerza de la razón, que suele ser aplastada por la razón de la fuerza. Para mí el Levante era hasta ahora un nombre más entre las docenas de equipos segundones con los que la UD Las Palmas de mi niñez se enfrentaba en 2ª División.

 

 

Recuerdo una pancarta en el viejo estadio Insular en la que aparecía un jugador amarillo con un pie en Málaga (creo) y otro en Valencia (por el Levante), que eran los dos partidos que faltaban y que si se ganaban significaría el ascenso. Debió suceder así (o perdieron los rivales directos, no lo recuerdo) porque ese fue el año del ascenso de la UD Las Palmas a Primera en los años sesenta, con Vicente Dauder como entrenador. Luego el Levante se difuminó en la vieja memoria, en un trastero de equipos que nunca alcanzaban la gloria (Alcoyano, Indauchu, Eldense, Ferrol o el propio Levante). Y ese Levante segundó, en tiempos de pobreza de la UD Las Palmas, ha llegado hasta ser líder de Primera (una jornada, algo es algo). Es la venganza de los fracasados, esa justicia poética que raramente ocurre, pero que se está produciendo. Ya sé que va a ser muy difícil que este año alcance la permanencia. Pero seguiré siendo del Levante, que un día, hace unos años, fue líder de Primera durante una jornada, porque es una metáfora de lo que sucede alguna vez en la vida real. Lo dicho: soy un sentimental.

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Cultura de la cancelación

 

 

La censura ha existido siempre, generalmente ejercida por quienes han tenido el poder, para acallar ideas y opiniones que no les convenían. El gran poder de La Iglesia, después de que Constantino hiciera del cristianismo la religión oficial del Imperio, hizo que desapareciera de la circulación buena parte de la cultura clásica de Grecia y Roma, y trató de que la resistente diáspora judía tuviera muchas dificultades en todos los territorios a donde los llevó. La cultura humanística y científica quedó encerrada en las bibliotecas de los monasterios, al cuidado de servidores de una religión que era quien manejaba la aduana. Cuando llegó el Cuatroccento y con él la imprenta, la Inquisición se encargó de evitar que circulara aquello que no convenía al poder y a la Iglesia que lo respaldaba, y muchos se jugaron la vida, como Galileo, e incluso la perdieron, como Giordano Bruno y Miguel Servet.

 

 

La llegada de las revoluciones americana y francesa como guinda de la Ilustración, trataron de abrir las mentes, y así se ha llegado a eso que llaman libertad de expresión, que es algo muy delicado, hasta el punto de que la línea divisoria se ha movido muchas veces, según épocas, regímenes políticos y modas. No obstante, en los países de Occidente, se había llegado a un equilibrio teórico (no siempre respetado) que poco a poco saltó hace unos veinte años, cuando se empezó a hablar de lo políticamente correcto. Que en el paquete apareciera el concepto político da una idea de dónde emanaban tales vientos y hacían temer que todo se fuera de madre y cualquier tipo de expresión fuese anatematizado o exaltado según quien se metiera a juez, cosa que ya estalló con la eclosión sin freno de las redes sociales, el anonimato y la lucha de extremos, o todo hipercorrecto, o al revés, con el insulto como bandera.

 

Hay que reconocer que ha habido un antes y un después en este asunto. Sin duda fue el movimiento Me Too, que se expandió como el fuego en la pólvora en otoño de 2017, y que empezó por poner en la picota (con razón) a un productor cinematográfico norteamericano, que acabó en la cárcel, y siguió por un rosario de acusaciones de abusos de poder con regalías sexuales hacia muchos varones que gozaron hasta entonces de buena reputación social: directores de cine, actores, cantantes de ópera… Ha bastado que alguien levantara la voz, con o sin pruebas, para que quedaran en entredicho figuras supuestamente consagradas, de las que algunas fueron absueltas de tales acusaciones del pasado, pero habían tocado fondo en sus carreras, que difícilmente volverán a alcanzar la cumbre en la que estaban. Y esto es solo en el terreno sexual, porque si entramos en otro tipo de abusos y discriminaciones no acabaríamos: racismo, clasismo, homofobia, xenofobia…

 

Se ha puesto de moda en los últimos años, poner en entredicho las manifestaciones de las diversas artes porque quienes las produjeron no fueron precisamente ejemplares en sus comportamientos humanos, e incluso en la ciencia, pues se habla a veces a la ligera de que tal o cual científico debe su éxito a una mujer que hizo un descubrimiento capital; eso es posible, y es injusto, pero se ha abierto la veda y ya no se salva ni el mismo Einstein, que como persona tiene muchas cosas nada presentables, pero sus descubrimientos, como tantos otros, forman parte de los avances científicos, que nos han traído hasta aquí.

 

En el arte, ya sabemos que el gran pintor Caravaggio era un asesino, que Picasso era un machista irredento o que Rodin destrozó la vida de Camile Claudel, escultora y pareja suya, como bien relata nuestra escritora Silvia R. Court en su novela Cautiva del tiempo. También sabemos que Neruda confesó en sus memorias una violación en su juventud, cuando era cónsul en Sri Lanka y otras verdades muy rechazables y, desde luego, motivo de condena penal en su momento. El encumbrado poeta Rimbaud fue traficante de esclavos en Etiopía ¿Nos cargamos de un golpe las obras de estos grandes autores y artistas? Así, podríamos pasar, no ya a la vida de los autores, sino a los temas de sus obras, y así muchas quedarían borradas, aunque la más vapuleada ha sido la novela Lolita de Nabokov.

 

Ya puestos, no se salvarían libro como El Quijote, que es machista, clasista, fundamentalista religioso y todo lo que había en la época, porque el escritor vive el tiempo que le toca. Tampoco La Divina Comedia de Dante, que tiene cosas como el pecado que viene desde Eva; ¿Por qué si no fue con Virgilio a buscarla al más allá y empezó por el infierno? Medio Shakespeare habría que borrarlo por lo mismo y de ahí para acá gran parte de la historia del Arte y la Literatura. Pygmalion, de Georges Bernard Shaw, se estrenó en París porque en Londres la vetaron por inmoral; probablemente, hoy tampoco podría estrenarse, por los mismos argumentos de hace más de un siglo. Los y las artistas son seres humanos, y si no derribamos un puente construido por un arquitecto que fue un granuja, ¿por qué tenemos que vetar las películas de Polanski, si son buenas obras de arte? Y lo que es peor, ¿quitamos a Pushkin, a Dostoievski o a Stravinsky de los programas culturales porque ahora Putin no nos cae bien?