La primavera avanza, aunque no lo parezca, aunque sintamos nostalgia de aquellos tiempos en los que los titulares de los medios abrían a bombo y platillo con una gala del Carnaval, las fiestas del Almendro en Flor o la estampa marinera de un velero buque-escuela de un país lejano que hacía en puerto una de sus escalas a la vuelta al mundo. Luego, ese fin de semana dejaban pasar a ver el velero, y eso también era noticia. Los lunes, si el equipo de fútbol local había ganado se saboreaba en sitio preferente el golazo de la victoria marcado por Fulanito; si había perdido, podía aparecer un titular muy catastrófico y se abría un debate sobre fichajes, la cantera o la idoneidad del entrenador. A menudo comentábamos que se le estaba dando demasiada importancia a noticias frugales, con falta de calado o directamente frívolas. Ahora nos da miedo encender la radio o la televisión, navegar por las redes o leer un periódico. Cada cabecera es realmente algo tremendo, pero no en sentido figurado como en el fútbol, sino que realmente afecta a nuestras vidas como una amenaza que no es broma.
Claro, ahora echamos de menos que nos informen de forma preferente y en titulares de una feria del queso o de una jornada en la que todas las bicicletas salen a la calle. Al principio, nos agobiaban esas noticias terribles, pero tengo la sensación de que se nos han endurecido la retina y las entendederas con tanta desgracia real y colectiva, que antes solo veíamos como hipótesis en las películas de catástrofes con un gran presupuesto para simular la voladura de una refinería o el tsunami producido por un terremoto marino. Había desgracias, sí, pero todas ocurrían muy lejos y nuestro inconsciente se defendía con esa disculpa estúpida, porque todo nos acaba afectando, por aquello del efecto mariposa, solo que ahora las mariposas que aletean son gigantescas y el aire nos llega hasta aquí con todas sus consecuencias; si quiere comprobarlo, pruebe a poner gasolina o a comprar aceite de girasol.
Lo más peligroso de todo es que nos acostumbramos a vivir en medio del desastre, sufrir un confinamiento medieval, o peor aún, empezamos a anestesiarnos contra el horror. No lo critico, ya tenemos la mente demasiado estresada para que, encima, dramaticemos más la realidad enloquecida que nos rodea. Que nos muestren cientos de cadáveres de personas asesinadas en Ucrania; que asistamos a un bombardeo en primera fila de nuestro sofá, desde donde también vemos cómo la geología enfurecida de un volcán se lleva por delante los medios y la forma de vida de personas con las que nos sentimos identificadas porque viven una realidad geográfica y humana como la nuestra; que ahora, por decisión política, las cifras públicas de la pandemia sean “orientativas” aunque sigan muriendo docenas de personas, casi todas muy vulnerables, y que ya importan poco al PIB -solo restan-; que haya una inflación galopante; que corramos el peligro de escasez debido a la insularidad y al lugar que ocupamos en el mapa…
Todo lo que antes se veía venir como posibilidad apocalíptica y que hacía parecer exagerados aguafiestas a quienes osaban advertir de que lo posible siempre es susceptible de convertirse en real, todo eso, es ahora tangible, y ante tanta realidad terrorífica, mucha gente prefiere ni hablar de esos temas, entre otras cosas porque habrá quien sepa por qué estamos en esta encrucijada de la historia, pero no lo ha dicho, y es aún más terrible que ni siquiera haya una persona que lo sepa, y todos crean que la solución es el otro.
Qué tiempos aquellos en los que los titulares eran la bajada de la Rama, la romería del Pino o la pesca de la lisa en el Charco de La Aldea. A veces, incluso una feria de artesanía, agrícola o del libro daba para abrir un noticiario o colorear la portada de un periódico. Ahora nos damos cuenta de realidades que intuíamos pero que sobrevolábamos para no asustarnos y que ponían -entonces también- en evidencia la fragilidad de nuestras islas, que para desayunar ese gofio autóctono que nos viene por línea aborigen se muelen cereales que nos vienen de fuera porque aquí no se cultivan, lo mismo que ese ron tan isleño fabricado con melaza importada, o los quesos extraordinarios de nuestro archipiélago, que ganan premios mundiales y se hacen con leche de una ganadería alimentada con piensos de muy lejana procedencia, como las folclóricas mantas esperanceras de los pastores, que en realidad son mantas de dormir dobladas, tejidas en Manchester con lana de Australia. ¿Y si todo no es más que una cruel mentira que hemos consentido que la construya el miedo?
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