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Cultura de la cancelación

 

 

La censura ha existido siempre, generalmente ejercida por quienes han tenido el poder, para acallar ideas y opiniones que no les convenían. El gran poder de La Iglesia, después de que Constantino hiciera del cristianismo la religión oficial del Imperio, hizo que desapareciera de la circulación buena parte de la cultura clásica de Grecia y Roma, y trató de que la resistente diáspora judía tuviera muchas dificultades en todos los territorios a donde los llevó. La cultura humanística y científica quedó encerrada en las bibliotecas de los monasterios, al cuidado de servidores de una religión que era quien manejaba la aduana. Cuando llegó el Cuatroccento y con él la imprenta, la Inquisición se encargó de evitar que circulara aquello que no convenía al poder y a la Iglesia que lo respaldaba, y muchos se jugaron la vida, como Galileo, e incluso la perdieron, como Giordano Bruno y Miguel Servet.

 

 

La llegada de las revoluciones americana y francesa como guinda de la Ilustración, trataron de abrir las mentes, y así se ha llegado a eso que llaman libertad de expresión, que es algo muy delicado, hasta el punto de que la línea divisoria se ha movido muchas veces, según épocas, regímenes políticos y modas. No obstante, en los países de Occidente, se había llegado a un equilibrio teórico (no siempre respetado) que poco a poco saltó hace unos veinte años, cuando se empezó a hablar de lo políticamente correcto. Que en el paquete apareciera el concepto político da una idea de dónde emanaban tales vientos y hacían temer que todo se fuera de madre y cualquier tipo de expresión fuese anatematizado o exaltado según quien se metiera a juez, cosa que ya estalló con la eclosión sin freno de las redes sociales, el anonimato y la lucha de extremos, o todo hipercorrecto, o al revés, con el insulto como bandera.

 

Hay que reconocer que ha habido un antes y un después en este asunto. Sin duda fue el movimiento Me Too, que se expandió como el fuego en la pólvora en otoño de 2017, y que empezó por poner en la picota (con razón) a un productor cinematográfico norteamericano, que acabó en la cárcel, y siguió por un rosario de acusaciones de abusos de poder con regalías sexuales hacia muchos varones que gozaron hasta entonces de buena reputación social: directores de cine, actores, cantantes de ópera… Ha bastado que alguien levantara la voz, con o sin pruebas, para que quedaran en entredicho figuras supuestamente consagradas, de las que algunas fueron absueltas de tales acusaciones del pasado, pero habían tocado fondo en sus carreras, que difícilmente volverán a alcanzar la cumbre en la que estaban. Y esto es solo en el terreno sexual, porque si entramos en otro tipo de abusos y discriminaciones no acabaríamos: racismo, clasismo, homofobia, xenofobia…

 

Se ha puesto de moda en los últimos años, poner en entredicho las manifestaciones de las diversas artes porque quienes las produjeron no fueron precisamente ejemplares en sus comportamientos humanos, e incluso en la ciencia, pues se habla a veces a la ligera de que tal o cual científico debe su éxito a una mujer que hizo un descubrimiento capital; eso es posible, y es injusto, pero se ha abierto la veda y ya no se salva ni el mismo Einstein, que como persona tiene muchas cosas nada presentables, pero sus descubrimientos, como tantos otros, forman parte de los avances científicos, que nos han traído hasta aquí.

 

En el arte, ya sabemos que el gran pintor Caravaggio era un asesino, que Picasso era un machista irredento o que Rodin destrozó la vida de Camile Claudel, escultora y pareja suya, como bien relata nuestra escritora Silvia R. Court en su novela Cautiva del tiempo. También sabemos que Neruda confesó en sus memorias una violación en su juventud, cuando era cónsul en Sri Lanka y otras verdades muy rechazables y, desde luego, motivo de condena penal en su momento. El encumbrado poeta Rimbaud fue traficante de esclavos en Etiopía ¿Nos cargamos de un golpe las obras de estos grandes autores y artistas? Así, podríamos pasar, no ya a la vida de los autores, sino a los temas de sus obras, y así muchas quedarían borradas, aunque la más vapuleada ha sido la novela Lolita de Nabokov.

 

Ya puestos, no se salvarían libro como El Quijote, que es machista, clasista, fundamentalista religioso y todo lo que había en la época, porque el escritor vive el tiempo que le toca. Tampoco La Divina Comedia de Dante, que tiene cosas como el pecado que viene desde Eva; ¿Por qué si no fue con Virgilio a buscarla al más allá y empezó por el infierno? Medio Shakespeare habría que borrarlo por lo mismo y de ahí para acá gran parte de la historia del Arte y la Literatura. Pygmalion, de Georges Bernard Shaw, se estrenó en París porque en Londres la vetaron por inmoral; probablemente, hoy tampoco podría estrenarse, por los mismos argumentos de hace más de un siglo. Los y las artistas son seres humanos, y si no derribamos un puente construido por un arquitecto que fue un granuja, ¿por qué tenemos que vetar las películas de Polanski, si son buenas obras de arte? Y lo que es peor, ¿quitamos a Pushkin, a Dostoievski o a Stravinsky de los programas culturales porque ahora Putin no nos cae bien?

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