Ucrania y el gato escaldado

 

Dice el adagio popular que gato escaldado de agua fría huye, y han sido tantas las veces que nos han engañado unos y otros (Irak, La Primavera Árabe, Siria, Las Torres Gemelas, Afganistán, las políticas durante la pandemia…) que uno ya desconfía por sistema. Posicionarse en la guerra de Ucrania es fácil: si estoy contra la violencia y en favor de la convivencia dialogante, estoy contra la guerra. No quiero que haya guerras ni en Ucrania ni en ninguna otra parte del mundo, y así, de esta forma tan sencilla queda despachado el compromiso. Pero el mundo es complejo, tal como lo hemos ido fabricando a través de la historia, y oponerse a la guerra puede sonar igual que una prédica en el desierto, porque existen la violencia, el poder, la crueldad y el fanatismo, y oponerse a un conflicto armado con el grito de “No a la guerra” es tan puro y genuino como ineficaz, porque poco pueden hacer miles de gargantas gritando ante una división de tanques de cualquier bandera.

 

 

Sin embargo, grito mi oposición a esta generación de miedo, muerte y manipulación. Solo hay que observar cómo Estados Unidos advertía de que un ataque a Ucrania podría tener consecuencias terribles para el mundo, y ahora, que la invasión es una realidad, Biden dice que no habrá una guerra mundial. ¿Qué debemos creer, lo que dice ahora o lo que afirmaba hace una semana? Aludí al principio al gato escaldado de la cultura popular, porque los orígenes de esta guerra vienen desde muy lejos, desde la caída del Muro de Berlín y la desaparición política de la Unión Soviética. Se mueven tantos hilos detrás de la cortina que ya no sabemos si fue primero el huevo o la gallina. Cierto corresponsal de la guerra en los Balcanes, hoy apartado de batallas reales, sentenciaba que en la guerra hay víctimas, pero no inocentes, una aseveración muy drástica que debiera dejar fuera a los niños y a mucha gente que lo que solo quiere vivir, y que cuando le obligan a empuñar un arma no llega a saber de verdad por qué lucha a muerte contra desconocidos. Supongo que no es lo mismo un enfrentamiento entre dos países claramente diferenciados que la guerra dentro de un estado en el que hay distinta lenguas, religiones y tipos de sociedad que la historia ha juntado en un espacio común. Pero es que este conflicto tiene algo de eso y lo contrario, porque durante siglos Ucrania ha sido un territorio de la órbita eslava, con la misma religión que Rusia y perteneciente al imperio de los zares y luego a la URSS.

 

Tampoco nos cuentan qué ha pasado de verdad en las regiones del Este del país, ni la culpa que hay en la instrumentalización que han hecho de Ucrania con las promesas de una entrada futura en la UE y el deseo norteamericano de incluirla en la OTAN.  Moscú se ha visto en inferioridad desde la caída de la URSS, pues muchos de los países que formaron parte del fenecido Pacto de Varsovia ya están la Alianza Atlántica y la UE. Estados tan significativos como Polonia, Hungría, Chequia o las repúblicas bálticas, que sufrieron en sus propias carnes el peso de los tanques soviéticos o la presión de la vecindad rusa, han escuchado los cantos de sirena de Occidente y solo Bielorrusia parece contenta con ser un satélite de Rusia. Esto demuestra que poco se ha hecho por la paz en las tres décadas transcurridas desde la caída del Muro y la sangría territorial de lo que antes fue una alianza muy poderosa.

 

Pero ¿por qué Rusia es tan sensible a la posible occidentalización política de Ucrania y responde al ruido de la UE y la OTAN de manera tan brutal, pues nada hizo cuando esto mismo ocurrió con otros territorios de su esfera de influencia en las épocas del Imperio y la soviética? Seguramente porque, como dicen en mi pueblo, la cuña del mismo palo es la más que aprieta. Ucrania es un territorio especial, ligado siempre a la idea de la Rusia Blanca, y cuna de la rama más occidental de los cosacos, famosos por su fiereza en la batalla y que fueron sostén del imperio de los zares y fuerza decisiva de los bolcheviques en su guerra civil contra los mencheviques. Y no es solo ese clisé de borrachos endemoniados, El kazak (cosacos) es una cultura distinta dentro de la extenso y variado mundo eslavo (muñecas rusas), y que los soviéticos trataron de eliminar después de haberlos utilizado. Al mismo tiempo que esa afinidad histórica, existe un odio a los gobiernos de Moscú, sobre todo por la hambruna que Stalin ocasionó adrede en los años 30 del siglo XX, para debilitar a los movimientos independentistas ucranianos. No sólo en el Este del país, hay dos Ucranias, una que ama a Rusia y otra que la odia.

 

Por eso resulta difícil entender todo ese galimatías, que los grandes medios de Occidente simplifican en que Putin es fanático sanguinario (que lo es); pero no es eso todo. La cultura cosaca resurge en Ucrania después del fin de la URSS, y se siguen honrando a las milicias ucranianas que lucharon junto a los nazis en la invasión de Rusia. De manera que, al mismo tiempo que insisto en mi oposición a las miserias de la guerra (cualquier guerra), me confunden las alusiones a la libertad y la democracia de ambas partes y el deseo de implicar a toda Europa en una guerra que no sabemos muy bien por qué empezó y mucho menos cómo terminaría. Volodímir Zelenski, presidente de Ucrania nacido del populismo, clama pidiendo ayuda, parafraseando el poema del pastor luterano Martin Niemöller, que suelen atribuir erróneamente a Bertol Brecht: “Si ustedes, mis queridos líderes mundiales, líderes del mundo libre, no ayudan con fuerza a Ucrania hoy, mañana la guerra tocará a sus puertas”. Suena a advertencia, pero, no es razón suficiente para ir a la guerra. Ninguna lo es, salvo la legítima defensa, pero aun así traería sufrimiento, muerte y miseria. El gato escaldado me dice que los dirigentes (que deben saber qué se cuece en realidad) tienen que actuar con pies de plomo, porque un error en las decisiones podría desencadenar la innombrable, y no creo que nadie quiera eso, o al menos no debiera quererlo.

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